(1869 - 1947)
Sudán es un país centroafricano atravesado, de Norte a Sur, por el Nilo y otros ríos caudalosos. Todavía a mediados del siglo XIX estaba totalmente separado del resto del mundo. No había caminos que surcaran sus enormes desiertos y penetraran las tupidas selvas de esta tierra azotada por el sol y bruscos cambios de clima. Muchos heroicos exploradores encontraron la muerte en medio de ciénegas y plagas de insectos, que también mataban al ganado. Por eso, tampoco era posible llegar en lomo de bestia alguna a esos extraños y solitarios parajes, sino sólo en pequeñas embarcaciones. Los primeros misioneros católicos que llegaron allí, a pesar de incontables sacrificios, poco pudieron hacer por llevar el Evangelio a una mínima parte de la población.
En una de las aldeas del oeste, sus habitantes viven de la agricultura; trigo y sandías forman sus más cuantiosas cosechas para sobrevivir. Allí, hacia 1869, en la región de Dar-fur -hoy una de las zonas que sufre uno de los peores dramas por el hambre en todo el mundo-, vive una niña. Un día, las señoras —esto sucede en todas las partes del mundo desde hace muchos siglos— están sentadas a la puerta de sus chozas hablando sin parar en alegre conversación. Mientras, bulle el ruido de los chiquillos que juegan y retozan. De pronto, unos fuertes gritos cortan de golpe aquella paz. Las mujeres pegan alaridos. Se oyen llantos desgarradores y ellas corren a toda velocidad para esconder a sus hijos. No hay casi tiempo. Una gran polvareda apenas deja ver a la banda de árabes que, bien armados, rodean la aldea por sorpresa; caen sobre las chozas, las incendian y saquean algunas pertenencias. Pero lo que buscan es el más valioso botín: el de hombres y mujeres a quienes llevarán encadenados como esclavos. Es el modo como los negreros hacen negocio en los mercados: el comercio de seres humanos, lo habitual entonces en gran parte del continente africano. Aquella niña, que tiene sólo unos siete años, escondida entre la maleza, contempla impotente cómo raptan a su hermana mayor y a otros miembros de la aldea.
La "afortunada"
Pero no se queda a salvo. Dos años después la mala fortuna hace que se repita la misma escena y le toca a ella su turno. Es tan grande el terror que sufre en su secuestro que se borra de su memoria hasta su propio nombre y el lugar donde nació. Mientras la llevan presa, uno de los árabes que la tiene bien sujeta le pregunta burlonamente:
—¿Cuál es tu nombre? La pequeñita quiere responder, pero no puede. Un nudo en la garganta y una angustia espantosa le hacen perder la memoria. —¡Contesta!, le grita el rudo jefe de la banda. Ella trata nuevamente de recordar, pero se atraganta en su propio llanto y sólo salen de sus labios unas sílabas ininteligibles.
—Llámala bakhita.. . ¡y no pierdas el tiempo con esta mocosa!, contesta otro. En el dialecto de la niña esta palabra equivale a afortunada o bienaventurada. El apodo la acompañará siempre y se convertirá en su único nombre, aunque en aquél momento todo hace prever que es el peor infortunio de su vida....
El largo camino hacia los mercados del Norte lleva muchos días. La caravana está compuesta de hombres y mujeres atados por el cuello con fuertes cadenas, a poca distancia uno del otro. El calor, la sed y las interminables marchas son un tormento continuo que se completa cuando uno se agacha o cae, pues los demás sufren atrozmente. Al poco tiempo la buena suerte o fortuna acompaña a Bakhita, pues, en un descuido de sus raptores, escapa de la caravana y vaga por el desierto.
El racismo es uno de los peores males
Más tarde, sin embargo, es capturada por otros mercaderes y revendida en los mercados de El Obeid. La compra un oficial del ejército turco que la somete a durísimos castigos morales y físicos. Debe estar el día entero en casa para servir a las caprichosas hijas del patrón: acompañarlas, abanicarlas en los momentos de más calor, quedarse a sus pies para atender a sus infantiles caprichos en cualquier momento. Ante el más mínimo error, es frecuente que la echen brutalmente a tierra para propinarle puñetazos y puntapiés, pero lo peor de todo es cuando oye silbar el látigo y siente por semanas en su delgado cuerpo unas heridas profundas que le dejarán cicatrices para muchos años.
Mucho más en aquél tiempo, pero también hoy se dan en tantas naciones estos maltratos, prejuicios o conductas racistas por las que se considera que unas personas son inferiores a otras por su lengua, religión, cultura, colores variados de piel o más cosas. Por ejemplo, se podrían contar por centenares de miles los hombres y mujeres de color que, en otros siglos, fueron obligados a salir de África para venir al Norte, Centro y Sur de América. Se les compraba y vendía como animales, al mejor postor y sufrían un trato inhumano, por crueldad, egoísmos y odios.
El racismo es uno de los peores males del mundo y tiene mil formas de expresarse. Ha sido causa de muchas guerras y conflictos entre personas, tribus, pueblos y países. Los problemas empiezan cuando unos se sienten con derecho a tratar a otros como seres inferiores, y a segregarlos, a despreciarlos. Y lo hacen por un raro y soberbio fanatismo, intolerancia o incluso porque se cree que esos otros tienen menos cualidades mentales, morales o sociales por el lugar donde han nacido. Pero volvamos a la historia de Bakhita.....
Tatuajes “a la turca”
La pobre joven, casi niña, llevaba unos dos años arrastrando su miserable existencia entre aquella gente, cuando la ociosa señora turca de la casa ideó una nueva tortura. Según la moda de entonces, los esclavos deben llevar señales en el cuerpo en honor de sus patrones. Además, el precio de una esclava con esas marcas es muy superior en el comercio al de otros esclavos. Bakhita no tiene aún ningún tatuaje. Un día la hacen bajar al patio donde una bruja les espera. Dos esclavas muy fuertes sujetan a la niña y la obligan a echarse por tierra. La bruja saca una navaja bien afilada y traza en su cuerpo muchas señales siguiendo el dibujo que la caprichosa y tonta señora ha elegido: le hacen a Bakhita más de cien tajos en la espalda, seis en el pecho y sesenta en el vientre. La niña grita, aúlla, ruega que no la atormenten, y ha de soportar la operación completa. Pero la bruja no ha acabado aún; debe fregar con sal las abiertas llagas para que no desaparezcan las cicatrices. Bañada en su propia sangre y al borde de la muerte, la niña tarda dos meses en curarse. Después, la macabra señora la mira, satisfecha. La esclavita ha quedado “decorada” a su gusto....
Un año después, el general turco vuelve a su patria y para no llevar esclavos de más, vende a la mayoría. Bakhita es una de ellas. La fortuna ahora sí le hace honor a su nombre. En 1884, en el populoso mercado de Jartum, capital de Sudán, la compra el Cónsul de Italia llamado Calisto Legnani. No es hombre malo ni partidario de la esclavitud, sino que de vez en cuando compra servidores precisamente para salvarlos de sus cadenas. Así, la muchacha puede conocer un trato humanitario y afectuoso. Por primera vez puede dormir en una cama y comprueba que, cuando le mandan, ya no se le amenaza con el látigo.
Dos años después el cónsul tiene que volver a Italia y a Bakhita se le permite ir con él y con un amigo suyo, Augusto Michieli. Al llegar a Génova, un mundo nuevo se le abre a sus ojos y es cedida al señor Michieli y a su esposa, unos buenos señores que también tienen importantes negocios en África. Bakhita se convierte en la niñera y en confidente de sus hijos. Con ellos está por tres años. Termina, por fin, la vida de esclava de Bakhita.
Cómo desearíamos que tantos millones de personas también dejaran de sufrir esas terribles discriminaciones. Pero no pensemos sólo los racismos de siglos pasados de indios u hombres de color. Ahora, más que nunca, surgen nuevos estilos y formas de desprecio por las personas, en las ciudades más populosas. Se margina y rechaza a hombres y mujeres por su religión —porque la viven con coherencia o porque son honrados en su trabajo—, por su condición social, o porque son de tal ciudad, lugar, o pueblo, o barrio. O porque son gordos, feos o chaparros. Es sorprendente que se dé esta plaga del racismo, algo tan inhumano y primitivo, entre los ciudadanos de un mismo país, que se llama a sí mismo con orgullo país desarrollado. Nos duele que haya racismos entre alumnos de un mismo colegio o de una universidad. Y que se mire distinto a un campesino, indígena y pobre; o a un menesteroso que vive y duerme en nuestra calle. Tantas y tantos que sufren los embates racistas de parte de sus mismos hermanos: porque padecen el mal del SIDA, o porque son incultos, desempleados, desarrapados, o porque huelen mal. ¿Por qué con arrogancia se llama naco, o con otros motes despectivos al que no ha tenido oportunidad de trabajar o estudiar y se le habla a distancia y con cierto asco?. Es injusto. Cualquier persona por el hecho de serlo, es tan ser humano como nosotros, tiene capacidad de enseñarnos algo, derecho a pedirnos limosna o ayuda.
Es verdad que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada... . Este modo de razonar no es más que el sentido común humano que anhela la paz como un bien para todos. Hace años, la Organización de Naciones Unidas lanzaba esta denuncia al mundo entero: Toda doctrina de superioridad fundada sobre la diferenciación entre las razas, es científicamente falsa, moralmente condenable y socialmente injusta y peligrosa .
¿Yo también podré ser hija de Dios?
Pero continúa la historia. Cuando los negocios reclamaron la presencia del matrimonio Michieli en África, Bakhita y la hija de los señores fueron confiadas a las religiosas canosianas del Instituto de Catecúmenos de Venecia. Allí, después de vivir entre mujeres llenas de Dios, también ella quiere conocer a ese Jesús que las Madres aman y sirven. Un día les pregunta: ¿Será verdad, hermana? ¿Yo también podré ser hija de Dios? ¿Me querrá él? ¿Amará a una pobre esclava que no tiene nada que ofrecerle?
Tras unos meses de catecumenado y después de haber obtenido la libertad según la ley italiana, el 9 de enero de 1890 Bakhita recibe los sacramentos de la iniciación y le es dado el nombre de Josefina Margarita Fortunata Bakhita. Con el tiempo muchas veces la ven besar la pila bautismal y decir: —Aquí llegué a ser hija de Dios .
Cuando la señora Michieli vuelve de África para buscar a su hija y a Bakhita, ésta pide que le dejen quedarse con las religiosas. En 1893 entra como novicia de la Hijas de la Caridad Canosianas, y el 8 de diciembre de 1896 hace su profesión religiosa. Como está prescrito, la aspirante a los votos religiosos debe ser examinada por un representante de la Iglesia; y es un hombre, canonizado años después, el Cardenal José Sarto —luego Papa Pío X— entonces Arzobispo de Venecia quien examina a Josefina. El Patriarca la despide con estas palabras: “Pronuncia los votos sin temor. Jesús te ama. Ámalo y sírvelo".
Trasladada al convento canosiano de Schío (Vicenza), durante más de cincuenta años, Bakhita es un verdadero testimonio de amor a Dios y de servicio a los demás. Su humildad y sencillez, su constante sonrisa y su celo infatigable conquistan el afecto de todo el pueblo, donde todavía toda se le recuerda tiernamente como "la nostra Madre Moretta" (nuestra Madre Morenita). Allí desempeña las más diversas ocupaciones: cocinera, ropera, bordadora, portera.... Tiene voz suave, y de sus grandes y gruesos labios salen las palabras italianas con acento y cadencia muy cálidos y hasta simpáticos; resulta muy agradable su compañía a los niños, a los pobres y a todos los que llaman a su puerta.
Recuerda una de aquellas religiosas: Durante varios años fue la cocinera y en éste como en los demás empleos resplandecía su caridad. En el invierno sus atenciones eran realmente exquisitas; calentaba las soperas para que la sopa no se enfriara y las demás no lo pasaran mal.
Si le preguntaban, ¿qué te gusta más: ser cocinera o portera? A mí me da lo mismo, respondía: me gusta solamente cumplir la Voluntad de Dios y de mis superiores.
Recordando su infancia y juventud, tan llena de infortunios, decía de sí misma: si me encontrara con aquellos negreros que me raptaron e incluso con aquellos que me torturaron, me pondría de rodillas y besaría sus manos porque, si no hubiese sucedido aquello, no sería ahora cristiana y religiosa . Siendo esclava nunca me he desesperado porque en mi interior sentía una fuerza misteriosa que me sostenía.
Llega a la vejez con largas y dolorosas enfermedades: arterioesclerosis, bronquitis, asma y tos no le dan descanso; también sufre de artritis. Desde 1942, a consecuencia de una caída, tiene que usar bastón y más tarde sólo puede moverse en silla de ruedas. No puede estar en cama por las dificultades que tiene para respirar. A pesar de todo, no se queja aunque le insistían en que pida ayuda: —¿Por qué he hacer perder el sueño a quien sí puede dormir tranquilamente? Yo tengo tiempo para descansar, mientras que usted tiene que trabajar todo el día. Aunque sufra un poco, ¿qué importa? ¡tengo tantas deudas con Dios! No piensen tanto en mí, que ya molesto bastante...
Sencilla hasta el extremo, despreocupada de sí, y con un corazón saturado de afecto, tras una larga agonía, fallece en Schío el 8 de febrero de 1947. Una multitud se vuelca en aquella casa para verla por última vez. El día 11, a pesar de una lluvia torrencial, un cortejo de casi un kilómetro la acompaña hasta el cementerio.
Bakhita es un ejemplo sencillo y simpático. Vivió con sencillez y alegría todas las bienaventuranzas del Evangelio. Ahora ya es llamada afortunada o Bienaventurada con todo derecho. Sus paisanos, los sudaneses, la invocan orgullosos como su protectora en Cielo. Especialmente ella habrá de ayudar a tantos millones de africanos (como los de Zaire, Burundi, Ruanda, Somalia.....) que sufren horriblemente lo mismo que ella padeció y donde el odio racial riega de cadáveres esas pobres naciones. Preocupa enormemente —decía Juan Pablo II— la situación de cientos de miles de prófugos de las regiones meridionales, forzados por la guerra a abandonar casa y trabajo; recientemente han sido obligados a dejar también los campos, donde habían encontrado una cierta forma de asistencia, y han sido deportados a lugares desérticos... Su situación es trágica y no puede dejarnos insensibles
Bakhita fue canonizada por Juan Pablo II en Roma, el 1 de octubre del 2000. El Papa la llamó "Nuestra Hermana Universal".
No sé si Josefina Bakhita es patrona de algo, pero será muy buena intercesora para conseguir que la humanidad respete la radical e idéntica dignidad de todos los hombres. Ella nos recordará que todos pertenecemos a la misma familia humana, porque somos igualmente hijos de Adán y Eva. Y hará que no haya más divisiones racistas y tengamos un alma grande para saber tratar a todos con el máximo respeto. Ojalá que nos sople al oído a cada uno que todo hombre, sea el que sea, es siempre nuestro hermano.
escrito por el Pbro. Dr. Rafael Arce Gargollo
(fuente: www.encuentra.com)
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