Judas lleva también la lealtad en el corazón. Lleva el mismo nombre que el discípulo traidor; pero él es el Valiente: Tadeo; es de los que con su decisión consuelan el espíritu de Jesús en aquel amargo día en que tuvo que decirles a los Doce: «¿Por ventura, vosotros queréis también iros?» No, él no se va; caminó al lado del Maestro, lo mismo en las horas del triunfo que en las del dolor; algo orgulloso siempre de que de su mismo pueblo, en su misma familia, haya salido el Deseado de las naciones. Porque él, Judas, es hermano de Santiago, hijo de Cleofás, y Cleofás era hermano de San José. Por eso las gentes le llaman «hermano es decir, pariente de Jesús. Sigue, pues, al Mesías con una alegría secreta, con un gozoso silencio. Escucha dócil y observa atento, pero habla poco. No es como Simón Pedro, el impulsivo, locuaz y confiado. Cuando Jesús habla sentado en la colina, él se coloca a una distancia respetuosa; cuando se sienta en la nave, él busca la punta del banco, y para no perder el gesto del Maestro, alarga la cabeza por delante de Pedro, Juan Andrés y Santiago; pero un día Jesús se abandona tanto a sus amigos, que Judas ya no puede contener su secreto.
Acababa de celebrarse la última cena. Jesús, con voz temblorosa y triste mirar, ha hablado del mundo aferrado a la incredulidad, ese mundo que no podrá verle a Él ni participar de su vida. Judas le oye conmovido, y piensa: Son tan bellas estas cosas, hay en ellas una virtud tan divina, que si el mundo las conociese, hallaría la felicidad que busca en vano; y movido por este pensamiento, se atreve a preguntar con deliciosa sencillez: «¿Por qué, Señor, te has de manifestar con esa claridad a nosotros, y al mundo no?» Y esta palabra era la revelación de un alma enamorada de Cristo, y con ese amor latía en ella el anhelo de la salvación de las almas, el ansia de llevar la buena nueva hasta los confines de la tierra.
Conquistadores ambiciosos de pueblos, Simón y Judas recogieron con alborozo las palabras de Cristo resucitado: «Id y predicad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» La Galilea y la Judea eran pequeñas para su actividad; penetraron en Egipto, y allí se encontraron con el desierto; volvieron al Asia, caminaron hacia el Eufrates y el Tigris, y atravesando fronteras que no osaron cruzar las armas de Roma, llegaron al reino de Persia, dejando en todas partes la semilla divina que ellas habían recogido junto al lago de Genesareth. Y se cumplieron las palabras: «Por mi nombre os llevarán delante de los Tribunales, os pagarán el amor con el odio; y aquellos a quienes partáis el pan de la vida os darán la muerte.» Simón y Judas sellaron con su sangre la verdad que predicaban.
Su programa apostólico se resume en estas palabras: «Reprended a unos después de convencerlos, salvad a otros arrancándolos del fuego, tened piedad de todos en el temor, aborreciendo siempre la túnica de la carne, que está manchada.» Así hablaba San Judas, dirigiéndose «a los que son amados de Dios Padre, y conservados y llamados en Jesucristo». La epístola que de él conservamos es un nuevo testimonio de su celo. La indignación le arrebataba al ver la astucia de los primeros herejes que quieren adulterar el Evangelio; tiembla por los escogidos, y escribe, para prevenirlos, «a todos aquellos que se edifican a sí mismos en la fe, y, rezando en el Espíritu Santo, permanecen en el amor de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna».
La herejía había nacido ya; es contemporánea del Evangelio. Apenas ha sido sembrado el campo del Padre de familia se ve crecer la cizaña al lado del grano bueno. Cristo acaba de subir al Cielo, aún no han empezado a dispersarse los Apóstoles, y ya Simón de Samaría recogía las palabras de Jesús para formar sus teorías de la triple manifestación de Dios. Al Mago siguen Ebión y Cerinto. Son los gnósticos, los hombres de la ciencia, herederos de las ideas de Platón que intentan armonizar con la revelación evangélica; enemigos más o menos embozados de la moral natural y despreciadores de la ley escrita, contraria, según ellos dicen, a la única fuerza salvadora, que es la gracia.
Judas se deja arrastrar por una santa ira al hablar «de estos hombres impíos que cambian la gracia de nuestro Dios en lujuria y niegan a Jesucristo, único Señor y Dominador.» Las palabras brotan con violencia de su pluma. No escribe en su lengua, pero no puede olvidar su mentalidad semita; el griego es para él una lengua extranjera, y, no obstante, en medio del desorden, de la torpeza y dificultad de la frase, hay en su lenguaje una grandeza sublime, fruto de la energía de su pensamiento y de la audacia de sus expresiones. Se nos figura estar contemplando unos ojos inflamados y un gesto de profeta cuando leemos la pintura de aquellos hombres «que manchan la carne, desprecian la dominación, blasfeman la majestad, rechazan cuanto ignoran, y se corrompen en toda aquello que conocen naturalmente, como animales mudos; nubes sin agua que el viento lleva; árboles que sólo florecen en otoño, estériles, dos veces muertos, sin raíces; olas furiosas e inciertas del mar que arrojan la espuma de sus infamias; astros errantes a los cuales está reservada una tempestad de tinieblas por toda la eternidad».
Tempestad de tinieblas para los que despreciaron la luz, para Simón el Mago y todos sus discípulos hasta el fin de los siglos para los hombres «psíquicos», animales, en contraposición a los «neumáticos», los que tienen el Espíritu y pueden juntar su voz a la de Judas Tadeo en su bella doxología final «proclamando la gloria, la magnificencia, el imperio y el poder antes de los siglos, y ahora, y por todos los siglos de los siglos, de Aquel que puede conservarnos sin pecado y establecernos en la presencia de la gloria inmaculados y llenos de alegría en el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo».
(fuente: www.divvol.org)
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