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martes, 31 de mayo de 2016

Acerca de la FEDERACÓN DE MONJAS MÍNIMAS

La Federación de Monjas Mínimas que ha llegado a su 50 aniversario, fue fruto de una pronta respuesta a los deseos del Papa Pío XII expresados en la Exhortación Apostólica “Sponsa Christi”. A través de esta Exhortación el Papa invita a las comunidades de vida contemplativa a la abertura de ayuda recíproca y de intercomunión, impulsando a crear federaciones.

Las Monjas Mínimas, que ya en años precedentes tenían experiencia de ayuda entre los monasterios, acogieron con prontitud la llamada del Papa y enseguida se comenzaron los trámites para llevar a cabo la federación de todas las comunidades que en aquél momento constituían la Orden de las Mínimas en España.

El 1 de mayo 1956 se tuvo la primera reunión de todas las Correctoras con una delegada de cada Comunidad en el monasterio de las Mínimas de Barcelona y se procedió a la elaboración de los Estatutos.

Y el 6 de septiembre del mismo año 1956 concede la Congregación, a las hijas del San Francisco de Paula, la erección canónica de la FEDERACIÓN DE LAS MONJAS MÍNIMAS DE ESPAÑA, siendo la primera de las federaciones. Más tarde también se agregaron los monasterios de Italia.

Su fin es favorecer la colaboración fraterna entre los monasterio según el carisma y espiritualidad de la Orden. Se encarga de proteger y promover cuanto favorece la vida contemplativa propia de las Monjas Mínimas en fidelidad a su carisma, respetando las diversas costumbres y legítimas diferencias de cada monasterio. Entre las ayudas más comunes está la cesión temporal de monjas, la colaboración en cuanto a la formación inicial y permanente, el intercambio de medios formativos o económicos y el diálogo en el caminar en nuestro estilo de vida Mínimo.

Hoy la Federación continúa su cometido ofreciendo la ayuda posible. Y esta hoja quiere también ser una expresión de la colaboración entres los distintos monasterios.

El carisma propio de las monjas Mínimas se caracteriza:

*ascesis cuaresmal para una constante conversión con frutos dignos de penitencia en unión con Cristo crucificado, como servicio eclesial;
* humildad, por su identidad nominal, y silencio evangélico como medio «para que a todas se les dé mayor ocasión de la pura y asidua oración», como contemplativas dentro de la Iglesia;
* caridad a Dios y a todos los hombres expresada en la total consagración a Dios y vivida en la unión fraterna de la comunidad, como irradiación del lema Charitas;
* sencillez y alegría, como frutos del carisma.


Carisma de Familia: La «Vida Cuaresmal»

Como los hermanos de una misma familia, los miembros de un instituto religioso tienen en común un mismo “carisma”, o sea un don particular del Espíritu Santo, que ha recibido el primero el Fundador y que, a través de él, se transmite a los miembros de la familia religiosa, aun permaneciendo claro que cada uno lo recibe directamente del Espíritu. El carisma de la «vida cuaresmal», constituye el núcleo espiritual que nos da a todos nosotros, mínimos y mínimas, un “aire” común, identificándonos como tales en la Iglesia. En la experiencia personal cada uno lo experimenta no sólo como don gratuito, sino también como exigencia de vida, siempre en orden a un servicio carismático especializado que desempeñar para utilidad de la misma Iglesia y bien de toda la humanidad.

La «vida cuaresmal» es, ante todo, don gratuito del Espíritu que acompaña nuestra vocación Mínima. Todas nosotras somos plenamente conscientes de esta gratuidad, porque no se trata de algo que nosotras hemos elegido, o de un compromiso tomado en base a ciertas razones. Es un don maravilloso que nosotras mismas no sabemos cómo nos lo hemos encontrado entre las manos.

¿Cómo se manifiesta?

Inicialmente, en una penetrante intuición que nos hace intuir con seguridad la necesidad de la penitencia y las ventajas que trae, no solamente a nivel propiamente espiritual, sino también de madurez humana.

Después, en desearla. Y también aquí nos encontramos con la gratuidad propia de los carismas, porque, ciertamente, el deseo de la penitencia no puede proceder de la mentalidad común, y mucho menos se manifiesta como conclusión de un razonamiento lógico, aunque apoyado en motivos de fe. Surge como un impulso interior desconcertante, señalado por una dulzura indefinible, que al principio ni siquiera quien lo experimenta logra interpretar y que solamente el Espíritu puede sembrar en lo profundo del corazón del hombre.

Por último, la gratuidad del don conlleva el hecho de que al «comprender» y al «desear» se acompaña también el «poder», o sea la capacidad personal suficiente para realizarlo. De aquí proviene un auténtico goce de la misericordia y del amor de Dios, que se ha dignado descubrir a los pequeños los secretos escondidos a los sabios de este mundo, y que ha los ha impulsado al camino de la felicidad y de la vida.

Resulta obvio que el don de la «vida cuaresmal» se transforma en exigencia de vida, porque, indudablemente, recibido y aceptado el don, sigue en nosotros la responsabilidad de hacerlo fructificar. O sea, prácticamente, es necesario realizar esta posibilidad de «ver, desear, poder»; realización que a menudo significa esfuerzo, porque la gratuidad del don de Dios, lo sabemos, no nos evita ni el esfuerzo ni el cansancio, sino que nos da la posibilidad de realizarlo y nos da la fuerza y el valor necesarios para superar toda dificultad. La «vida cuaresmal» se convierte finalmente, en servicio, porque en el misterio de la comunión de la Iglesia nos permite poner a disposición de los hermanos una reserva fecunda de dinamismo pascual, con todo cuanto esto comporta de cambio de vida, de lucha contra el mal, de gestación del hombre nuevo, de tensión cristocéntrica, de energía espiritual.

Para nosotras, Mínimas, el desarrollarse y el fructificar de este don del Espíritu, se realiza, además, en un contexto bien determinado, como es la clausura papal, que presta al carisma sus propias características, y, si por una parte la clausura ofrece a la «vida cuaresmal» un suelo fértil donde ahondar sus raíces, por otra es la vida claustral misma la que se enriquece con los «frutos dignos de penitencia» que produce la vida cuaresmal.

Clausura y vida cuaresmal, se diferencian, pues, claramente como dos dones de gracia distintos, dos «carismas», cada uno de los cuales aporta a la consagración de la Mínima y a la vida de la Iglesia sus riquezas específicas. Pero se entrelazan armónicamente entre ellas hasta fundirse en la unidad de una única identidad vocacional, la de la contemplativa Mínima, y en la intimidad de la personal experiencia espiritual vivida por cada una de nosotras.

De hecho, en la perspectiva personal de la Mínima, o sea en la conciencia que cada una tiene de la amplitud y de la profundidad de la llamada recibida de Dios, la «vida cuaresmal» estaría incompleta sin la clausura; así como también la clausura resultaría empobrecida si debiera prescindir de la «vida cuaresmal». En otras palabras, podemos decir que en la experiencia subjetiva de la vocación, la llamada interior al amor de Dios es tan fuerte y tan apremiante como para hacernos comprender que la única respuesta adecuada es la oblación total. Oblación que la Mínima expresa y realiza viviendo cotidianamente el “doble” don recibido: el don de la vida cuaresmal en clausura, o de la vida claustral programada según la «forma» de la vida cuaresmal.

«Vida Cuaresmal» significa en concreto:

Ante todo, la llamada interior a dejar las vanidades del mundo para salir al encuentro del Reino de Dios “que está cerca” (cf. Mc. 1,15), mediante una actitud sinceramente penitencial, en profunda conversión a la verdad del Evangelio.

Pero el Evangelio de Jesús, es anuncio del Dios-Amor, y su mandamiento es el mandamiento del amor. De ahí se sigue, pues, que la conversión al Evangelio consiste, sustancialmente, en la conversión al amor que Cristo nos ha dado, y la «vida cuaresmal» se propone como fin el de hacer posible que el primer movimiento de caridad, que ha dado comienzo a la conversión, se intensifique, desarrolle y purifique, hasta transformarse en caridad perfecta.

Sobre estas coordenadas, el carisma de la vida cuaresmal comporta evidentemente una connotación de radicalidad: si el deseo de la caridad impulsa a transformar la vida en perpetua cuaresma, esto nos dice que en la escuela de Francisco de Paula, no nos contentamos con “convertirse al amor”, sino que se trata de darse al Amor por entero, para no vivir en adelante si no es del Amor y por el Amor, porque «Dios es Amor».

«Vida cuaresmal» comporta lógicamente una forma concreta de vida, bien determinada, que se define, como su nombre indica, por la asimilación del estilo “cuaresmal” de la Iglesia, con una referencia totalmente particular a los Padres del desierto, en cuya tradición espiritual se insertan tanto el Fundador como la Orden, mirando hacia ellos como a modelos de radicalidad en el seguimiento de Cristo y como a maestros experimentados de vida espiritual.

Característica de la vida cuaresmal es también la ascesis física, especialmente bajo las formas de la abstinencia y del ayuno: formas que contribuyen a subrayar el estilo cuaresmal del conjunto de la vida, y que juegan un papel fundamental para su eficacia liberadora en orden a la transformación del hombre, y para ser una expresión bien concreta de la caridad en la participación de la redención de Cristo.

Todo esto, sostenido, integrado y armonizado, por la oración “pura y asidua”, que para nosotras Mínimas constituye un elemento primario de nuestra “Cuaresma”, además que meta próxima hacia la que se orienta nuestro camino penitencial. La oración “pura y asidua” es, en efecto, el momento fuerte en el que confluyen las dos dimensiones esenciales de la caridad: el Amor a Dios, vivido mediante la donación personal en la contemplación, y el amor a los hermanos, manifestado en la intercesión orante acompañada por la oblación de la propia existencia.

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