“Y cuando se pongan de pie para orar, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, para que su Padre del Cielo les perdone también a ustedes sus faltas” (San Marcos 11, 25)
Una de las palabras más difíciles de pronunciar en español es “perdón”. Y no por una inexistente singularidad sintáctica, sino por lo que implica.
¿Cuál es el problema con esa palabra en particular? Muy sencillo: queremos estar por encima de los demás. Ser superiores. Somos egoístas, es un hecho. Y entendemos que pedir perdón a alguien es rebajarnos, humillarnos. Claro, viéndolo así, ¿quién querría pedir perdón?
Pero es que no es así. Pedir perdón no es rebajarnos. No socava nuestra dignidad en absoluto. Más bien al contrario. Es decirle al otro que te importa. Que, aunque puede que no entendamos bien el motivo (a veces ocurre), le hemos hecho daño y nos importa lo suficiente como para querer dar marcha atrás si pudiéramos. Y, ya que no podemos, le pedimos que nos perdone por ello. Eso no es rebajarse, pero sí que es romper, al menos por un momento, el egoísmo que nos sirve de coraza y salir al encuentro del otro, de corazón a corazón. Y eso duele. Te quitas la coraza y te ves desnudo, frágil, vulnerable. No nos gusta reconocerlo, pero es que somos así. Somos frágiles y por eso es importante tratar de arreglar el daño hecho. Es una muestra de amor, justo lo contrario del egoísmo en el que tan cómodos nos encontramos.
Pedir perdón abre el camino a la curación del alma tanto del que lo pide como del que lo da. La llave de la paz. Es el primer paso, un paso para personas capaces de reconocer sus errores, capaces de amar. No se trata de rebajarse, sino de ser humildes, es decir, de ser conscientes de las propias debilidades y fortalezas en su justa medida. Y, con eso, ir al encuentro de aquel a quien se ha provocado, queriéndolo o no, sufrimiento y buscar la reconciliación con él.
Y, si pedir perdón a otra persona es tan bueno, no podemos olvidar uno de los grandes regalos que nos ha dado el Señor: la Confesión. En ella, es al mismo Dios al que le pides perdón. Es al mismo Dios al que demuestras tu amor. Y es el mismo Dios el que acaricia tu corazón y sana tus heridas. Entrar en el confesionario es como entrar en el Corazón de Cristo para encontrarte con Él y despojarte de todas tus miserias. Quien no se confiesa no sabe lo que se pierde.
escrito por Jorge Sáez Criado
(fuente: catolicosconaccion.com)
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