Magnificat“El Magníficat es un cántico de la Escritura que canta un poema de vida y de acción. Es cántico, oración, adoración, exultación y entusiasmo, acción de gracias, canto de victoria, la de Dios en Jesucristo. Grito de la fe, está impregnado de teología, es meditación inagotable, es oración… En primer lugar lo descubrimos por la fe y la oración. Pero también con la ayuda de todos los recursos de la exégesis y de la teología: pues requiere el esfuerzo de nuestra inteligencia y la humilde escucha de la Palabra de Dios que está expresada en él. Solamente esforzándose en hacerlo suyo a lo largo de una vida, es como logramos sondear los abismos…No se trata sólo de estudiar el Magníficat, se trata de habitarlo, de vivirlo, de recrearlo en su totalidad”.
Los Obispos latino-americanos, reunidos en Puebla dijeron: “El Magníficat es el espejo del alma de María. En ese poema alcanza su culminación la espiritualidad de los pobres de Yahvé y el profetismo de la Antigua Alianza. Es el cántico que anuncia el nuevo Evangelio de Cristo; es el preludio del Sermón de la Montaña. En él, María se nos manifiesta vacía de sí misma y con toda su confianza puesta en la misericordia del Padre.”
I – El contexto del Magníficat
No podemos descubrir la plenitud del sentido del Cántico de María si no lo relacionamos con los textos de la Sagrada Escritura. En el evangelio de Lucas, después de la Anunciación, durante su visita a Isabel es cuando María canta el Magníficat.
“Por aquellos días”
Esta expresión nos remite a la palabra del ángel y hace alusión a “en el sexto mes” (Lc 1,26), indicación que se repite en el versículo 56: “María se quedó con ella unos tres meses”, es decir hasta el final del embarazo de Isabel. Algunos días antes de la Visitación, María sabe que tiene que ser la Madre del Salvador y, sin duda, experimenta el gozo de colaborar en la acción de Dios. A la que se somete con alegría: “hágase en mí según tu palabra”. Al final del relato de la Anunciación, el ángel le da una señal: “también tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses”. ¡Por el ángel, conoce María este milagroso nacimiento!
La perplejidad de María
Sin embargo, no es difícil imaginar que al día siguiente, al encontrarse sola, experimente un cierto temor: el anuncio del ángel era para ella un secreto difícil de guardar y de vivir porque no puede confiar ni explicar a nadie esta intervención divina. Acontecimientos tan increíbles y extraordinarios dejan en la soledad a quienes los viven. Tal es la perplejidad de María. Incluso podemos imaginar que, lo mismo que Jesús en el desierto, María fue tentada por el diablo, esforzándose en persuadirla de que todo eso era ilusión.
El texto dice después: “María se levanto y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá”.
Algo obliga a María a darse prisa. Sin duda, experimenta la necesidad de tener confirmación de lo que le han dicho, convencida de que solo Isabel, al vivir ella misma una experiencia parecida, es capaz de creer en tal acontecimiento.
La caridad de María
Habitualmente se explica la prisa de María atribuyéndola a su caridad, y es justo. Ella actúa impulsada por el deseo de servir, de ayudar a su anciana prima. El Espíritu Santo la pone inmediatamente en marcha: impulsada por la vida nueva que la habita, María debe llevar la vida de Dios. El evangelista presenta a María como una persona cariñosa y concreta que no se contenta con buenos sentimientos, como un modelo de caridad y de servicio: sí, la salvación se extiende en las relaciones humanas.
María puede, a la vez acoger la ayuda y ofrecer la suya, esperar ser comprendida y comprender la necesidad del otro. De este modo, descubrimos dos aspectos indispensables para establecer la reciprocidad necesaria en una verdadera relación humana.
“María se puso en camino, a una ciudad de Judá”
El nombre de esta ciudad no está mencionado pero, al estar cerca de la montaña, sin duda se trata de Ain Karim, próxima a Jerusalén. Las palabras del evangelista son sencillas, pero, sin duda, la decisión de ponerse en marcha no fue fácil. En esa época era peligroso, para una mujer sola, hacer un viaje de tres o cuatro días a través de las montañas. Pero el Espíritu da la libertad y la fuerza para salir de ella misma e ir donde se siente llamada. Durante este camino, María debe reflexionar en esta sorprendente noticia y busca cómo se lo dirá a Isabel.
Se puede observar que, en el evangelio de Lucas, el camino seguido es importante. Jesús es el “paseante” divino que camina con nosotros en nuestra vida diaria. Para llegar realmente al otro, nosotros mismos debemos con frecuencia atravesar “montañas”, bloqueos interiores y numerosas consideraciones interiores que se oponen al encuentro con el otro. O también, son “montañas” de prejuicios que se alzan entre nosotros e impiden un auténtico encuentro. Para llegar realmente al otro, necesitamos siempre franquear “montañas”.
“María entra en casa de Zacarías y saluda a Isabel”
Podemos imaginar que cuando María llama a la puerta de Isabel, está muy emocionada. Saluda con respeto a su prima que también se muestra turbada. Al llevar a Jesús en ella, esta presencia de Dios da todo su peso al saludo: es el “Dios de Israel, porque visita y redime a su pueblo” (Lc 1, 68). La plenitud de gracia que la llena, le permite entrar en relación con mucho amor, delicadeza y finura.
“Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre, e Isabel se llenó del Espíritu Santo”.
Lucas describe la explosión de gozo de Isabel cuando escucha el saludo de María que lleva en ella a Jesús, alegría que provoca el sobresalto de Juan Bautista en el seno de su madre y esta, se llena de la plenitud del Espíritu. Así, el Espíritu del que Juan Bautista estará lleno (Lc 1, 15), se le concede gracias a la aproximación de María. Para el evangelista, Dios, a quien María lleva en su seno, hace su presencia visible y palpable, es Él quien habla cuando María saluda a Isabel.
En este momento, Isabel dice palabras que ella nunca había pronunciado: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”
Mientras que bendice a María, Isabel acoge a “la madre de mi Señor”. Es sorprendente constatar hasta qué grado de comprensión llega Isabel a partir del saludo de María. “Llena de gracia”, María es para Isabel un signo de la presencia de Dios, de lo que hace en ella y a través de ella. Isabel percibe el misterio, el secreto de María: Dios está presente en María, lo lleva, lo transporta.
Las dos mujeres son una bendición recíproca: primero de María para Isabel, luego de Isabel para María. Se comprenden y se entregan mutuamente. Todo lo que María tenía escondido en su corazón se resuelve y se despliega. Comprendida y confirmada: lo que ha ocurrido en ella es cierto, real. Para nosotros, como para María, la gracia de poder abrirse y confiarse es importante.
“Bienaventurada la que ha creído”
Isabel comprende que la maternidad de María es obra de Dios: “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá”. Dios ha necesitado la fe de María para cumplir en ella lo que ha prometido: María es el prototipo de la fe, de la confianza en Dios.
“Bienaventurada la que ha creído”. La alabanza de Isabel se centra en María y ahora es a ella a quien le ha sido dada la palabra para interpretar lo que le ocurre… María expresa abiertamente lo que tenía escondido en lo más íntimo de ella misma: este misterio maravilloso que lleva en su interior. Su Cántico está totalmente centrado en el misterio de la Encarnación.
II – La estructura del Magníficat
Introducción
La estructura más evidente del Cántico es su división en dos grandes partes:
En la primera parte (v. 46-50), es la historia de María, su canto de alabanza, de agradecimiento.
En la segunda parte (v. 51-55), la alabanza de María se extiende a la historia de la Salvación. El versículo 51
“Él hace proezas con su brazo” está en el centro de lo que Dios ha realizado en María y de lo que ha realizado en toda la historia de los hombres.
1) La historia del María, un gozo, una proclamación (v. 46-50)
El Magníficat expresa el júbilo de María, su exultación, su mirada de fe sobre el acontecimiento prodigioso que se realiza en ella en la Anunciación.
- Filiación literaria del Magnificat en relación con el cántico de Ana
Alimentada por la Palabra de Dios del Antiguo Testamento, María repite, para cantar su alegría a Dios, las primeras palabras del Cantico de Ana: “Mi corazón se regocija en el Señor, mi poder se exalta por Dios. Mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación” (1 Sm 2, 1). Ana cantaba su milagrosa curación de la esterilidad que la había hecho sufrir tanto. Es probable que María se haya acordado del milagro del que se benefició Ana, esta mujer célebre en la memoria de su pueblo, y ha repetido algunas de sus palabras para expresar su propio júbilo. Sin embargo, encontramos una gran diferencia de tono en la expresión de los sentimientos más íntimos. Ana, humillada por su esterilidad, en adelante tendrá “la cabeza muy alta”, gracias a su curación puede terminar con los cotilleos con una postura altanera con respecto a sus “enemigos”. María, al contrario, quiere ser únicamente la humilde sierva del Señor y no considera a nadie como su enemigo. Con ella, estamos a otro nivel de profundidad: el de la espiritualidad de las Bienaventuranzas.
- “Proclama mi alma… se alegra mi espíritu”…
Estos versículos, expresados en primera persona, permiten contemplar el júbilo de la Virgen Maria, de la creyente por excelencia. Qué alegría y al mismo tiempo qué densidad en el júbilo de María. Es la alegría absolutamente extraordinaria de la joven madre del Mesías la que se expresa en agradecimiento y alabanza a Dios. Su gozo procede de Dios, y es en El en quien encuentra su felicidad esencial. Por eso, después de los dos hechos del júbilo de María, descritos al comienzo (proclamar y alegrar), se olvidará de ella misma para volverlo a poner todo sólo en Dios. No soñará para nada en valerse de tal privilegio y aumentará su alegre confianza en Dios. María “se alegra”, vibra y salta de gozo. Se utiliza la misma palabra que para el niño que salta en el seno de Isabel. (Lc 1, 44).
Para comprender bien el contenido de esta expresión del verbo “exultar”, es decir “saltar de gozo”, es preciso recordar dos textos evangélicos:
- El Cántico de júbilo de Jesús:
“En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños” (Lc 10, 21). La alabanza de María encuentra un paralelo en el gozo de Jesús, su acción de gracias al Padre por haber escondido estas cosas a los sabios y haberlas revelado a los más pequeños, en primer lugar a su Madre. En su Cántico de gozo, Jesús resalta una oposición entre los sabios y los humildes; en la segunda parte del Cántico de María, se encuentran las mismas oposiciones: poderosos y humildes, ricos y hambrientos.
Las Bienaventuranzas, sobre todo en la versión de san Lucas, pueden estar puestas en paralelo con el Magníficat: “Bienaventurados los pobres…, los que ahora tenéis hambre…, los que ahora lloráis…pero ¡ay! de vosotros los ricos…, los que ahora estáis saciados…los que reís…” (Lc 6, 20-26).
En el Magníficat, comprendemos lo que María piensa de Dios y cómo anticipa el espíritu de las Bienaventuranzas. “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”
- María canta a su Dios y lo define por estos tres términos: “Señor”, “Dios” y “mi Salvador”
“Señor”, es decir el Señor, del que es la Sierva.
“Dios”, es decir el Dios de la historia. María habla en este momento como miembro del pueblo elegido, su maternidad se inscribe en el gran designio de la salvación de Dios para su pueblo.
“Mi Salvador”, es decir el Salvador del pueblo pero también el mío. El “mi” permite entrar en la convicción de la Fe de María en la que todo es gracia, que lo que se cumple en ella es acción de Dios. El adjetivo posesivo no implica ninguna intención captadora sino su experiencia personal de salvación.
- “Porque ha mirado la humildad de su sierva”
Después de los dos primeros verbos: “proclamar” y “alegrar” que tenían a María como sujeto, los otros verbos utilizados tienen a Dios por sujeto: Porque ha mirado…ha hecho cosas grandes…”. En su Cántico, María repite el Fiat de la Anunciación: “Soy la esclava del Señor” y expresa una doble experiencia de salvación:
Dios, el todopoderoso, la ha mirado en su humildad para hacer de ella, de manera imprevista, la madre del Mesías. María no se vanagloria, sabe que su grandeza proviene de Dios que la ha mirado con amor.
Dios la ha salvado dándole la paz de corazón, la alegría, el honor, cuando el anuncio del ángel la había hecho pasar por sufrimientos interiores: temor de ser humillada, deshonrada, rechazada. No solamente no estará ya expuesta a la vergüenza, a la repudiación de José, sino más bien: “me felicitarán todas las generaciones”.
“Desde ahora me felicitarán todas las generaciones” (v. 48)
Como Isabel, María profetiza su futura gloria. Está convencida de que la fe en el misterio de la Encarnación provocará en los creyentes el más profundo agradecimiento con relación al amor de Dios por la humanidad. María no se atribuye ningún mérito, ninguna gloria, esto sería contrario a su humildad que no puede cubrir la gloria del Señor.
“El Todopoderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (v. 49-50)
Estos dos versículos revelan la capacidad de María para leer en su propia experiencia los motivos reales de la alabanza de Dios. A través de los dos acontecimientos, la Anunciación y la Visitación, ve el designio universal de Dios y da gracias al Todopoderoso cuya misericordia se extiende de generación en generación. María expresa su fe en el Dios Todopoderoso que ha hecho por ella “grandes cosas “. Es en el misterio de la Encarnación en el que el Todopoderoso resplandece. La fe en el poder de Dios, no suprime la libertad de su criatura: María ha dicho sí a Dios, pero atribuye el poder únicamente a Dios.
2) La historia de la salvación (v. 51-55)
Después de su gozo, vemos los versículos más sorprendentes por parte de la humilde sierva del Señor. Más allá de su propia vida, la mirada de María se extiende a la acción de Dios en la historia. Celebra las sorprendentes elecciones de Dios: el Dios que ha actuado en ella es igualmente el Dios que ha cumplido grandes cosas en la historia y que ha trastornado las normas de este mundo, situándose junto a los más débiles.
Esta segunda parte, a su vez, se divide en dos tiempos:
Los versículos 51 al 53 incumben a la historia de la Salvación entendida como un cambio de las situaciones: cambio que pone “bajo” lo que está “en alto”.
Los versículos 54 y 55 recuerdan el cumplimiento de la promesa y su repercusión
El cambio de las situaciones
“Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. (v. 51-53)
A través de los siglos, estos versículos resuenan como un canto de victoria: la de los pobres sobre los ricos y los dirigentes que los oprimen y explotan. El Magníficat inaugura un orden nuevo para la humanidad. María celebra la acción de Dios en la historia y resume la espera y el deseo de los pobres a lo largo de los años.
¿Cómo se realiza este cambio en la Biblia? “Él hace proezas con su brazo” (v. 51). Esto evoca la acción poderosa de la salvación de Dios que libera a su pueblo durante la salida de Egipto: en el mar Rojo, el brazo de Dios ha demostrado particularmente su fuerza. “Dispersa a los soberbios”. Dispersar es lo contrario de reunir, lo que nos remite a la imagen de Babel: los orgullosos querían construir una torre que llegara hasta el cielo para vanagloriarse ellos mismos. Dios “confunde su lenguaje para que ya no se entiendan los unos con los otros, y los dispersa…”.
Las palabras asombrosas de María indican que el modo de actuar de Dios es contrario al del hombre: mientras que este aspira al prestigio, al poder, a la riqueza, Dios ama al humilde y al pobre. En la Biblia, se dice que los caminos de Dios no son los del hombre. El pueblo de Israel lo atestigua por su historia: pequeño y pobre, Israel ha estado oprimido por los grandes imperios de los asirios o de los babilonios.
María expresa la experiencia teológica que vive. Dios se revela el Dios de los pobres, escogiéndola como madre de su Hijo: muchacha pobre, natural de una aldea insignificante, sin ascendencia noble ni cualidades particulares.
Teniendo en cuenta las costumbres judías, después de la Anunciación, María podía temer ser humillada y rechazada por los suyos y por su pueblo que ignoraba el origen misterioso de su concepción. Su situación se invierte por las palabras de Isabel, poniéndola en primer lugar en la historia: “Desde ahora todas las generaciones me dirán bienaventurada”. Sin embargo, este misterio comienza a revelarse: misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: “porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito” (Jn 3, 16). Es este el misterio que se celebra en el Magníficat.
En el Evangelio, Dios ofrece a la humanidad una vida nueva, manifestada en Jesús: “El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Para todos los hombres, El es el compañero de camino, el Perdón, el Don perfecto. Busca la perturbación de las normas humanas.
El primer ejemplo de cambio y de oposición se encuentra en el relato del nacimiento de Jesús. Este se realiza en un contraste deliberado respecto a las pretensiones del emperador romano que reivindicaba un imperio universal y en la humildad de Dios que se hace niño. Por este “recién nacido envuelto en pañales” y acostado en un pesebre, Dios desciende hasta lo más bajo, comparte la condición de los más pobres. Al mismo tiempo, los ángeles lo celebran: “Gloria a Dios en el cielo”. Dios se entrega en la humildad de este nacimiento humano.
En el momento de su bautismo, cuando Jesús desciende a las aguas del Jordán, sometiéndose al Bautista y haciéndose solidario de los pecadores, la voz del Padre lo proclama Hijo de Dios.
Al comienzo de su ministerio público, en la sinagoga de Nazaret, invitado a leer al profeta Isaías, Jesús escoge el pasaje en el que dice que el Espíritu lo envía a anunciar la Buena noticia a los pobres. (Lc 4, 16-22). Este texto ilustra toda su misión. Se presenta como el Mesías, el Salvador anunciado por Isaías.
A lo largo del Evangelio, Jesús prosigue, con sus actos y sus gestos, el cambio de las normas humanas. Se dirige precisamente hacia los pobres, los humildes, los pecadores: los endereza, los levanta, les da a conocer el valor que tienen ante Dios: Zaqueo, Bartimeo, la viuda de Naim, la Samaritana, la pecadora… Estos ejemplos permiten comprender el cambio expresado en el Magníficat: Dios da importancia a los pequeños, a los pobres, a los hambrientos… Los pone en pie y los eleva, pero deja de lado a los que se creen importantes: los poderosos y los ricos. Las palabras del Magníficat nos ayudan a comprender los cambios explicados en estos textos del Evangelio.
Las parábolas de Jesús, presentan la misma dinámica: las parábolas del pobre Lázaro (Lc 16, 39-41) o del rico agricultor (Lc 12, 15-21) denuncian la riqueza egoísta; la del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14) reprueba el orgullo; la de los invitados a la boda aconseja al que busca el primer lugar a ponerse en el último, y tendrá el honor de ser llamado al primero.
Los contemporáneos de Jesús no reconocieron el mesianismo de Jesús ni su misión que invirtió el orden establecido en la sociedad de su tiempo. Esta incomprensión le condujo a la muerte.
La Cruz es el gran signo de contradicción (Lc 2, 34-35) : “Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”. La ley de la exaltación de los humildes y del abajamiento de los soberbios se clarifica totalmente en la crucifixión de Jesús, su muerte y su resurrección. En su propia carne, Jesús vive el misterioso de la humillación por la mano de los poderosos y la elevación por la mano de Dios: momento culminante que revela la acción de Dios.
El cambio realizado por Dios encuentra su realización en la persona y la vida de Cristo. María, viviendo ella misma el cambio que expresa, anticipa el Evangelio de la inversión de las normas humanas valorando las de Dios: humildad, obediencia… Su mensaje es el mismo que el de Jesús. El Magníficat es el cántico de las Bienaventuranzas.
El cumplimiento de la Promesa y su repercusión
“Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre”. (v. 54-55)
Estos últimos versículos atestiguan que María piensa en el misterio de este Hijo que lleva, como la prueba del amor de Dios hacia su Pueblo, como el cumplimiento de las promesas hechas a Abrahán que trascenderá en la humanidad y en la Iglesia.
Miembro de un Pueblo, María piensa en marchar de él definiéndose en relación con él. María se entiende en referencia a la historia de Israel, especialmente en la fe de Abraham y en su disponibilidad a la voluntad de Dios.
Su respuesta al ángel: “Soy la esclava del Señor, que se haga en mi según tu palabra”. (Lc 1, 38) evoca la actitud de Abrahán y la de tantos hombres y mujeres a lo largo de los siglos. “Igual que al Patriarca lo tenemos como “padre nuestro”, así María, con mayor razón, debe ser considerada “madre nuestra” en la fe. Ella, descendiente de Abraham y heredera privilegiada de su fe, obtiene el fruto de la promesa.”[1] Como Abraham (Gn 18, 3), Marie se beneficia de un excepcional favor divino (Lc 1, 30). Como él (Gn 12, 3; 18, 18), María es fuente de gracias para todas las naciones y se beneficia de la alabanza universal (Lc 1, 42-48). Como él (Gn 15, 6), es celebrada por la intensidad de su fe en una promesa cuyo contenido era un nacimiento milagroso (Lc 1, 45).
María abre su espíritu y su corazón a la universalidad de la Salvación que cumplirá el Hijo que se le ha dado. Hoy, somos herederos de la fe “como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre”, y estamos unidos al Pueblo de Israel y a toda su historia.
Conclusión
La bondad de Dios, manifestada en el misterio de la Encarnación, y la salvación cumplida en Jesucristo, es fuente de júbilo profundo para toda la Iglesia.
Cuando la Iglesia canta el Magníficat, no lo hace en primer lugar en honor a Maria (aunque lo sea también), sino que, ante todo, es en honor al Dios Redentor cumpliendo en Jesucristo la salvación de la humanidad.
Cuando la Iglesia canta el Magníficat, recuerda la universalidad de la promesa divina y se compromete a desarrollar lazos fraternales con todos. La Virgen del Magníficat nos invita a transformar el mundo a la luz del evangelio, a ver en cualquier ser humano a un hermano.
escrito por Anne Prévost, H.C.
Año de publicación original: 2012.
(fuentes: Ecos de la Compañía; vicencianos.org)
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