Silencio por timidez
Entre los silencios, que podríamos denominar negativos, uno que se advierte con frecuencia en el apóstol, o entre religiosos y religiosas, es el provocado por la timidez. Nos quedamos callados por considerarnos incapaces, sin cualidades, no aptos para tantas posibles encomiendas. El miedo de hacer algo mal, de equivocarnos, de fracasar, de errar, de que los demás nos puedan señalar como incapaces, de poca valía… nos atenaza y amedrenta. Paraliza nuestra lengua, nuestro pensar. No nos atrevemos a hablar. Hacemos silencio. Indudablemente éste no es un silencio virtuoso, no es un silencio que proceda de virtud alguna, sino que hunde su raíz, precisamente en una falta de virtud. Ya Cristo nos lo advirtió en sus sentidas palabras a los apóstoles al afirmar que los hijos de las tinieblas y de mal son más astutos que los hijos de la luz y al invitar a ser sagaces a la vez que sencillos como palomas.
Silencio por miedo
Un parecido silencio es el provocado por el miedo. Si la timidez era fruto de la visión que uno tiene de sí mismo, el miedo, en cambio es generado por elementos externos que fungen como amenazas para nuestra vida. Un ejemplo evangélico típico de miedo es el silencio de Pilatos ante las amenazas de los sumos sacerdotes. En nuestras comunidades ocurren escenas similares. No son pocos los católicos que interesados por la verdad, como el procurador romano, callan y silencian para no ser malinterpretados o para que no piensen de él que es demasiado piadoso, u ocultan su pensar y dudas interiores para no ser acusado de rebeldía o de poco fervor.
Silencio por envidia
Pero hay silencios peores. Uno de ellos es el que tiene por origen la envidia. Este vicio capital silencia las cualidades ajenas, no sabe alabar, ponderar ni reconocer los méritos de los demás. Las personas envidiosas no pueden admirar y reconocer el bien que hay en el otro. Nuestras comunidades no están exentos de esta debilidad, como lo experimentaron también los discípulos de Jesús cuando impidieron predicar y hacer milagros en nombre del Mesías a aquellos que no eran de los suyos. Jesús, con la bondad que le caracterizaba, invitó a sus seguidores a reconocer que todo lo que es bueno procede de uno modo u otro del Padre.
Silencio por orgullo
La pasión del orgullo es también padre de silencios negativos. Uno de sus hijos más común es el silencio de la indiferencia, perfectamente descrita por el Señor en aquel sacerdote y levita que, antes del buen samaritano, pasaron junto al peregrino herido por los ladrones. La persona orgullosa se considera más que los demás, los mira por encima del hombro, no se interesan de las necesidades ajenas, no les importa la situación del hermano. En ocasiones así nos pasa en la comunidad o ante la sociedad: somos fríos, indiferentes, guardamos silencio ante el mal de nuestros compañeros.
Silencio por la culpa
Otro silencio, hijo también del orgullo, es el sentido de culpa. El sentirse culpables, con o sin razón, produce uno de los silencios más peligros. Si la indiferencia es el silencio ante las necesidades de los demás, la culpabilidad produce algo mucho más grave: el silencio con Dios. Ese fue el gran defecto de Judas. Él fue consciente del error que había cometido y por ello devolvió las monedas al sinedrio. Pero su orgullo, en vez de invitarle a hablar, arrepentido, con el Maestro, lo llevó al silencio de la culpabilidad y de ahí a la desesperación. Evitemos este falso silencio ante los propios errores, debilidades, caídas y pecados.
El odio por rencor
Pero el silencio más negativo, el más atroz, es el que vive constantemente el demonio. Es el silencio calculador del odio y del rencor. En el demonio estas pasiones se convierten en silencio. Él vive, como tradicionalmente se dice, escondido, silencioso, camuflado entre las rendijas de los conventos, monasterios y casas religiosas. Su silencio no deja de maquinar tentaciones, observa callado las diversas circunstancias. Espera con un silencio paciente el momento más débil de cada alma; calcula, acecha y actúa, ordinariamente escondido en circunstancias y personas que no podíamos imaginarnos. Y tras cada tentación superada por el hombre, se retira al silencio de su cólera hasta un momento más propicio. Así actúa también el religioso o religiosa que no domina la pasión de la ira, del odio, del rencor… enmudece con el corazón lleno de amargura y calcula el momento más oportuno para salirse con la suya.
escrito por P. Juan Carlos Ortega, L.C.
(fuente: www.la-oracion.com)
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