"Señor,
dame fuerzas
para cambiar lo que puedo cambiar,
dame paciencia
para aceptar lo que no puedo cambiar
y dame sabiduría
para entender la diferencia".
Este es un proverbio que bien se puede aplicar tanto a uno mismo, como a las personas que nos rodean.
Mirándose uno adentro mismo, se podrán encontrar ciertas características de la propia personalidad que se consideran virtudes y otras que son defectos. A medida que pasan los años, la propia personalidad se va afirmando y, por ende, es cada vez menos lo que puede cambiar.
Los momentos de la vida en que uno más va forjando y moldeando la propia personalidad son la niñez y la adolescencia. Son años en que cada persona es como un libro abierto en el que todas las vivencias, para bien y también para mal, van dejando su huella en la propia personalidad. Son años en que cobra fundamental importancia la educación recibida en la propia familia, en el ámbito escolar y entre los amigos. Después, a partir de la juventud, los márgenes para modificar en la personalidad se van reduciendo paulatinamente con el paso de de los años.
Claro que tampoco es para decir que uno no puede cambiar absolutamente. La vida es, necesariamente, dinámica por lo que uno no puede ser exactamente la misma persona con el correr de los años: el tiempo va dejando enseñanzas y secuelas que van erosionando la persona. En la vida misma, si una persona es sabia, no para de crecer humanamente durante toda su vida asimilando lo bueno de lo vivido y aprendiendo de los errores cometidos.
Reconociéndose y aceptándose uno mismo (que es muy distinto a resignarse), es que uno se encuentra en el punto de partida para crecer como persona. En la medida que uno sepa amarse a uno mismo (que es muy distinto a creerse centro del mundo: eso no es amarse, sino ser egocéntrico), es que uno podrá ir madurando como ser humano. Ahí está la sabiduría que se le pide a Dios en este proverbio: de Él viene la sapiencia para poder reconocerse, aceptarse y poder ver todo lo que queda por delante para mejorar.
... mirando alrededor
Cuando uno es pequeño, tiende a ser sumiso y muy dependiente de los padres. A medida que se va entrando en la adolescencia, aparecen los cuestionamientos a todo lo establecido y el primer blanco son los propios padres. Cuando uno va creciendo empieza a ver los defectos y limitaciones de quienes fueron instrumentos de Dios para traernos a esta vida, lo que produce lo que se llaman "conflictos generacionales": de un lado, los hijos suelen recriminar lo "anticuados" que son sus padres y, por otro lado, los padres lamentan que sus hijos no procedan como ellos creen que deberían.
Cuando uno ama a sus amigos o cuando tiene una relación de pareja, suelen haber conflictos originados entre lo que uno espera o desea del ser amado y lo que esa persona efectivamente da.
En todos casos se hace preciso tener la sabiduría para saber reconocer y aceptar lo que no se puede cambiar de las personas que amamos, como así también animar a mejorar lo que aún se pueda mejorar. Si uno ama verdaderamente a sus padres, a sus amigos y a su novia/o o esposa/o, debe saber valorar lo bueno que Dios ha depositado en ella y también amar aquellos defectos que forman parte de su personalidad. Al fin y al cabo, uno mismo también tiene defectos.
Los verbos de la Consagración Eucarística
Cuando en la Santa Misa, el sacerdote celebrante realiza el sacrificio eucarístico, repite las palabras de la Biblia que describen como Jesús hizo que un pedazo de pan sea su propia carne.
Leemos en el Evangelio de San Marcos, en su capítulo 14, versículo 22: "Durante la comida, Jesús tomó pan, y después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: "Tomen, ésto es mi Cuerpo".
Detengámos en los siguientes verbos utilizados: "tomó pan, pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio".
Lo que Jesús hizo con su Cuerpo y su Sangre al entregarlos, podemos hacer cada uno de nosotros con nuestra propia persona. ¿Cómo?
→ Tomar nuestra persona, es decir, hacerse cargo de lo que uno es, conocerse y aceptarse tal como se es;
→ Bendecir lo que Dios hizo en cada uno de nosotros porque Él ha puesto algo de su Infinito Amor en todos y cada uno de nosotros; es por eso que es menester saber reconocernos no solo como creaciones de Dios, sino como Hijos de Dios.
→ El partir podemos aplicarlo como una figura de salir de uno mismo y salir al encuentro del ser amado.
→ Una vez que uno se ha aceptado, se ha reconocido como un hijo de Dios y tiene la actitud de entrega que tuvo Cristo, es cuando podemos decir que uno puede darse.
Lo mismo podemos hacer con las personas que amamos: tomarlas tal como son, reconocerles y agradecer que tienen la dignidad de ser hijos de Dios.
Claro que este proceso no es muy fácil de realizar en uno mismo. A cada uno de nosotros nos puede llevar algún tiempo saberse aceptar y amar tal como se es, con el pasado que se tiene, el presente que se vive y el futuro que vendrá. Otro tanto, no menos complejo, puede ser amar a otras personas como nos ama Dios.
Solo en Dios es que podemos vivir reconciliados y en paz con uno mismo y con los demás. Él es fuente del Amor. Recordemos siempre que "Dios es Amor", como dice San Juan en su pimera carta apostólica (1 Jn 4, 8.16). De Él podemos tomar las fuerzas para para cambiar lo que se puede cambiar, la paciencia para aceptar (y amar) lo que no se puede cambiar y la sabiduría para entender la diferencia.
1 comentario:
Bellisimo el post! Excelente para pensar y analizarnos, como estamos?como actuamos?y que deseamos?Bendiciones!!!!La paz de Jesus y Maria Santisima reinen en tu vida!!
Silvina
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