Con frecuencia se cita de un aliento a Francisco y a Clara, porque son la doble configuración de una única e idéntica presencia nueva y dinámica que la providencia de Dios quiso suscitar hace más de 750 años; la vida según el Evangelio, según el alegre mensaje de Cristo, nuestro Señor y hermano, y de Dios, a quien podemos llamar: ¡Abba, Padre! El Evangelio que Francisco no solamente oyó, no sólo conoció, sino que vivió e hizo realidad de nuevo hasta la más cabal ejecución interior y exterior posible: este Evangelio encuentra en Clara, por así decirlo, su configuración e irradiación femenina. En esto reside la validez perenne de esta vida, su fuerza evocadora y ejemplar incluso para el cristiano de nuestros días y especialmente para la mujer, sobre todo para aquellas que se han enrolado en el séquito de san Francisco en la Segunda y también en la Tercera Orden.
1. Vocación de Clara
La Santa nació en una casa noble de Asís. Ya desde la infancia se manifestó como una persona interiorizada. Cuando quisieron casarla, teniendo ella alrededor de dieciocho años, Clara se había encontrado ya algunas veces con Francisco, doce años mayor que ella, había escuchado su predicación y había abierto el propio corazón a su convocatoria para la causa de Cristo. En la noche del Domingo de Ramos de 1212, Clara forzó la puerta de su casa, no la entrada principal de la mansión paterna, sino un postigo retirado, obstruido por vigas y piedras. Abierta así la salida y junto con una compañera, acudió deprisa a Francisco que, con sus hermanos, las esperaba en la pobrecilla capilla de la Porciúncula, abajo en el valle. A la mañana siguiente, los familiares de Clara, consternados, se ponen en movimiento para buscar a la joven. La encuentran cerca de Asís en un monasterio de monjas benedictinas. Francisco la había hecho llevar allí y allí permanecería «hasta que el Altísimo dispusiera otra cosa» (LCl 8). Los familiares la asedian con halagos, consejos, promesas, lisonjas, y finalmente intentan hacerla regresar por la fuerza. Clara se refugia en la iglesia, se agarra a los manteles del altar y se descubre la cabeza cuyos cabellos habían sido cortados. Así es como la dejan.
Clara ha forzado la puerta de la casa paterna; pronto cerrará otra puerta, detrás de la cual se ha retirado, y la clausurará para siempre. Entre su futuro allí dentro y todo lo de afuera se yergue el muro del conventito de San Damián, cerca de Asís. Entonces empieza allí a bosquejarse e irradiarse algo de la aparente contradicción del Evangelio y del cristianismo: que una mujer viva alejada de todo cuanto se llama «el mundo» y que, sin embargo, esa mujer influya sobre este mundo con una fuerza espiritual asombrosa; que una mujer viva retirada y que, no obstante, esté presente, visible como la luz sobre el celemín; que una mujer viva callada y que, sin embargo, irrumpa con voz potente, la que clamó en el desierto; que Clara esté enferma 28 de los 59 años de su vida y que, no obstante, apure esta vida con toda la energía posible y la colme de cuanta grandeza cabía; que una mujer abrace una abnegación que afecta a la conducta entera de una vida normal, abnegación aparentemente inhumana y mortífera, y que, sin embargo, se desarrolle en una admirable grandeza de humanidad y de feminidad; que, como dice la bula de canonización, «cuanto más acerbamente ella maceraba el vaso de alabastro de su cuerpo en el estrecho encerramiento de su soledad, tanto más llenaba con el perfume de su santidad toda la casa de Dios, la Iglesia» (BulCan 3).
2. Hacia la plenitud de vida
Apartada de la ciudad, en el monasterio de San Damián, Clara estuvo encerrada toda su vida en la sobriedad insensible y dura de aquellos aposentos en los que se rezaba, se trabajaba y se descansaba; estaba enterrada, por así decirlo, entre aquellos ásperos muros y, al mismo tiempo, era luz para todos en medio del oscuro mundo, era la amabilidad inmutable y el foco de calor. En este conventito de San Damián, enseñoreado por la pobreza más extrema, Clara estaba muy lejos de ser una persona decrépita, atrofiada o marginada. Clara tiene un sentido exquisito de la belleza; el alba que confeccionó para el Padre Francisco es una de las piezas más preciosas del bordado medieval de ornamentos. En la misma estrechez del espacio al que ella misma se ha «desterrado», Clara es de una liberalidad asombrosa y, en su sorprendente amplitud de miras, sabe unir en tranquila e íntima armonía las dos cosas: para consigo misma, la austeridad extremada; para los demás, la indulgencia considerada. Tiene Clara la pureza de la compasión verdadera; es discreta en la corrección, moderada en los preceptos, y prefiere respetar a ser respetada. Junto a esto, Clara hace, risueña y alegre, una penitencia excepcional, y es necesario que el mismo san Francisco le ordene explícitamente que acepte algunos cuidados durante su enfermedad.
Las pocas cartas que conservamos de Clara manifiestan una profundidad madura y nada común, y lo que podría llamarse una elevación de espíritu francamente aristocrática. Vence por la amabilidad de su nobleza interior y asombra por la firmeza con que persigue su meta. «Cuando una vez el señor Papa Gregorio IX había prohibido que ningún hermano visitase sin su permiso los monasterios de las clarisas, Clara se entristeció, doliéndose de que las hermanas iban a tener con menos frecuencia el manjar de la doctrina sagrada, y dijo gimiendo: “¡Que nos quite a todos los hermanos después de habernos privado de los que nos administraban el alimento vital!” Y de inmediato hizo que todos los hermanos volvieran a sus ministros, porque no quería tener limosneros que les procuraban el pan para el cuerpo, una vez que las hermanas no iban a tener los limosneros del pan espiritual. Cuando el Papa se enteró, dejó inmediatamente tal prohibición bajo la potestad del ministro general» (LCl 37). Clara resistió al Papa que trataba de persuadirla de que asegurase a su monasterio los medios de subsistencia más necesarios mediante alguna pequeña posesión. «Si temes por el voto», le dijo el Papa, «Nos te dispensamos del mismo». A lo que respondió Clara con prontitud: «Santísimo Padre, de ninguna manera quiero jamás ser dispensada del seguimiento de Cristo» (LCl 14).
3. Plenitud humana y sobrenatural de Clara
De manera semejante a esta autenticidad inquebrantable como persona, se mostró también Clara en su comportamiento como mujer. Renuncia, es cierto, a la plenitud de la vida de mujer que la naturaleza le depara, pero lo hace ciertamente no por falta de espíritu de sacrificio ni tampoco porque su corazón ignorara lo que es el amor, sino por la fe, por una iluminación íntima, por el fuego del corazón de su Señor que le es tan familiar y cuyo amor, sabe ella, no tiene medida y quiere darse sin límites. Y por esto su feminidad se elevó a alturas de ejemplaridad. Su primer biógrafo no duda en decir: «Imiten las mujeres a Clara, vestigio de la Madre de Dios, nueva guía de las mujeres» (LCl Prólogo).
Clara es toda una mujer en su sensibilidad para con los hombres, para con todo lo que la conmueve interna y externamente, llenándola de pena o de alegría. Ella acoge a todos y a cada uno con profunda reverencia, y las cosas, en sus manos, bajo esta reverencia, se resuelven como milagrosamente; con esta reverencia acoge sobre todo a los hombres, acoge su individualidad particular, su conciencia, sus debilidades y su gracia. Es verdad que ha de dejarse llamar «abadesa», según las prescripciones eclesiásticas. Ella a sí misma se llama «humilde e indigna sierva y servidora»; así se llama y lo es. Lo único que ella sabe y quiere es: amar sirviendo y mandar amando. Su feminidad se consuma en un amor verdaderamente materno, incluso creador. Se refugia en la soledad, se retira del mundo, y es como si ese mismo mundo se sintiese atraído hacia ella. Como la mariposa errante aspira a la luz, así ese mundo se siente empujado hacia ella. Las gentes acuden a ella cargadas con las dificultades y preocupaciones de este mundo, le llevan a ella a los enfermos, a quienes muchas veces cura sólo con la señal de la Cruz. La gente busca su sabiduría, su consejo, sus instrucciones. Parece como verdaderamente simbólico el hecho de que cuando un buen día un ejército bárbaro y brutal ataca la ciudad de Asís, las tropas se desmoronan, no ante los muros ni las armas, sino por la fe, por la grandeza de una mujer indefensa, una Clara que reza en la soledad. Clara es como una torre de paz, como una roca, contra la cual se rompen las olas (LCl 21-23).
San Francisco había recibido y adquirido en el silencio de la soledad cuanto con su fuerza transformadora y creativa dio a aquel mundo desintegrado en su intimidad con Dios. Y siempre que se hallaba de camino para predicar la penitencia, para proclamar el Reino de Dios y su paz, le embargaba la nostalgia de la vocación a la soledad. Una vez, cautivado por esta nostalgia, mandó encomendar a Clara que deliberase con Dios si él, Francisco, no podría sumergirse para siempre en el silencio de la soledad, en el silencio continuo con su Señor. Pero Clara le hizo llegar este recado: esa no es la voluntad de Dios para contigo. Francisco debía anunciar el espíritu y la riqueza vital del silencio. Ella, con sus hermanas, se cuidaba de guardar este silencio.
Clara sabía, cuando entró en el silencio tan sobrio y nada romántico de San Damián, que no se trataba de ganar algo, sino todo. Entró en aquel silencio porque buscaba la proximidad de Dios. Dios no está en el estrépito ni en el ruido (cf. 1 Re 19,11ss); Él ama el silencio, la calma, en que se entra a un «mundo» del todo diferente. Sucede como con las vidrieras de colores de una iglesia. Miradas desde fuera, parecen sin vida y oscuras; pero vistas desde dentro, se iluminan y revelan un colorido y variedad insospechados. De manera semejante, en esos muros desnudos e insensibles de San Damián, se descubre todo un «mundo». El mundo que está fuera es también creación de Dios, es verdad: la belleza del paisaje umbro con sus líneas suaves que fluctúan y sus colores discretos. Clara, al igual que Francisco, conserva ante el mismo una mirada lúcida y embelesada. Pero el mundo de dentro es algo del mundo interior de Dios, que no se puede comparar con todo lo que da de sí la creación. Allí dentro hay otro mundo, el mundo inmediato de Dios. Dentro hay inmutabilidad e inmortalidad, hay verdad, espíritu y vida. Clara fue sumamente exigente, como sólo puede serlo un gran corazón, cuando se entregó incondicionalmente a ese mundo interior y silencioso. Y aquí sucede algo curioso que no se tiene bastante en cuenta y que quizá no quiera comprenderse: sobre este monasterio de monjas de San Damián, cerrado, ajeno en apariencia al mundo y a la vida, parece que está abierto el cielo; sobre esta parcela de tierra, el cielo de Dios, su gracia, su fidelidad, su longanimidad y su misericordia. En el silencio de esta casa sopla aquel viento suave (cf. 1 Re 19,12) que exhala la proximidad de Dios. En la tranquilidad de San Damián, Clara crea un espacio para la eternidad, crea, con sus hermanas, en medio del mundo y para el mundo, un lugar de paz de Dios y de su salvación. En un tejido enfermo que corre hacia la corrupción, ella preserva una célula que está enteramente sana y que actúa sanando.
Pues si queremos hablar de una enfermedad interna que aqueja al mundo, entonces como ahora, tendremos que referirnos a la agitación y al estrépito, al desasosiego sin razón que lo merezca, a la precipitación alocada, al proceder estruendoso. Y frente a este mundo está Clara, callada, sí, pero no menos exhortando y orientando; ahí está Clara recordando a todos muy especialmente que existe ese «otro mundo», esa tranquilidad silenciosa, esa quietud llenada en Dios y con Dios, esa posibilidad de callar y de escuchar. Cuando el hombre está envuelto en su ruido, no experimenta que Dios hace todavía más ruido para hacerse perceptible. Experimentará, sin embargo, que el Dios escondido se esconde aún más, que SU silencio viene a ser como una distancia insalvable y que su propio desasosiego se enfrenta a un enigma en el que Dios se aleja cada vez más. Quien ya no es capaz de callar, vive del aturdimiento y no ya de la reflexión, al menos según el sentido y valor que constituyen el núcleo y el corazón del silencio: la oración. Clara esconde toda una vida en la envoltura del silencio porque a ella lo que le importa es encontrar en la oración aquella manifestación primordial de la vida y aquel impulso originario del amor que lleva a Dios. La razón de esto es que Clara aspira a la intimidad y a la unión con su Señor. De ahí que la oración sea el corazón de su silencio.
4. Clara y sus hermanas en la oración
Y por esto Clara vive más de cuarenta años en el retiro silencioso. Durante largo rato, después de Completas, sigue orando con sus hermanas. Y cuando éstas se retiran a descansar, ella permanece en oración (LCl 19). Con frecuencia, Clara se levantaba antes que las demás hermanas para encender las lámparas, y se adelantaba aun a las jóvenes, a las que, con toda delicadeza, despertaba y llamaba al Oficio divino (cf. ibid.).
El trabajo también forma parte de la jornada, y a este respecto exhorta Clara expresamente en su Regla: «Las hermanas, a quienes el Señor dio la gracia de poder trabajar, trabajen, después de la hora de Tercia, con fidelidad y devoción...» (cap. 7). Por esto Clara, cuando estaba enferma, se hacía incorporar y recostar sobre almohadones, para poder ocuparse en labores de punto (cf. LCl 28). Pero también el trabajo debe estar envuelto en la oración. Sí, el trabajo ha de ser tal que «no apague el espíritu de la santa oración y entrega a Dios, pues a él deben servir todas las demás cosas temporales» (RCl 7). Así queda todo, incluso el trabajo, envuelto en la oración, de día y de noche. Y después que las otras hermanas se habían retirado a descansar, Clara permanecía aún largo tiempo en oración para, como dice tan acertadamente su biógrafo citando a Job (4,12), «percibir furtivamente el susurro divino» (LCl 19). El sentido, el secreto y el valor de su soledad y de su silencio es, pues, la oración; y ella es también el secreto de su comienzo, de su perseverancia y de su culminación.
5. La vida de «altísima pobreza»
Uno de los rasgos característicos de Clara y de sus hermanas es la pobreza estricta; precisamente aquí Clara ha comprendido a Francisco profundamente. Pudiera parecer que para Clara, como para Francisco, la pobreza constituía una forma de especialidad religiosa. También pudiera parecer que Clara había llevado hasta sus consecuencias máximas y sin aceptar compromiso alguno un ideal puramente personal. Así pudiera parecer cuando ella, para sí y para la comunidad en que vive, pone en práctica una pobreza lo más extremada posible, cuando excluye todo lo que de algún modo pudiese tener apariencia de propiedad. Pero lo que aparentemente pudiera tener quizás aspecto de mezquino y terco, no es, en realidad, su propia concepción de la pobreza ni la expresión vivida de la misma. Ante sus ojos, en su corazón, está erguido el Evangelio. Y este Evangelio proclama, página a página, la gracia y la verdad en Jesucristo, que reposa en el seno del Padre, que se hizo hombre y que vivió entre nosotros. Por medio del Evangelio, Clara encuentra en Él al Hijo de Dios vivo; y Él encuentra a ella, no envuelta en la grandeza que oprime ni en el esplendor que nos hace inaccesibles, sino en la pobreza y en la humildad.
Clara, al igual que Francisco, ha aprendido del Señor esta pobreza y humildad. Y la manera rigurosa en que Clara lleva a la práctica la pobreza no es, en el fondo, la renuncia por la renuncia misma: su pobreza y su renuncia a toda propiedad son la proclamación y la expresión de una dependencia absoluta de Dios, de una entrega total e incondicional a Él. Su pobreza no es sino la confianza radical en Dios, en su fidelidad y en su amor. La pobreza, tal como la concibe Clara y la vive con sus hermanas, es la renuncia incondicional a toda garantía natural y humana, una renuncia mediante la cual, creyendo y amando, desafía a la omnipotencia misericordiosa de Dios. Su «altísima pobreza», como ella la llama al igual que Francisco, es la esperanza perfectamente entendida y vivida, es la confesión cabal y sin reservas de que el ser humano es criatura y, como consecuencia de esta confesión, es la entrega sin límites a Él, Creador y Señor. Una vida en pobreza semejante se convierte en la realización maravillosa de estas palabras del Señor. «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
Brotando del ser-pobre genuino de todo el hombre interior, crece en Clara aquella actitud de humildad que le da el valor para reconocer que el hombre es criatura y, como tal, esencialmente pobre. Tan sólo en esta verdad puede la criatura permanecer ante el Señor. Este ser-pobre fue la forma y la ley del ser- cristiano de santa Clara: servir con toda reverencia y tomar en serio al otro hombre, porque Dios lo toma en serio; amar con la entrega total de sí mismo y ser tan sincero en este amor, que hasta pueda el mismo originar dolor alguno a causa del querer del Señor; ser insobornable, olvidándose de sí mismo, y, sin embargo, guardar esa dignidad que se ha recibido de Dios; y estar firme ante este Dios en la plena y pura verdad y veracidad, según la expresión del Apóstol: «¿Qué tienes, hombre, que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7).
La «verdadera y perfecta alegría» de Clara
Por dura, pesada y carente de todo romanticismo que fuese esta vida de santa Clara y de sus hermanas, nada tenía, sin embargo, de sombría: no se consumía en la tristeza o en el descontento. Antes al contrario, hacía crecer una alegría profunda y encantadora, aquella alegría del hombre redimido que puede considerarse «ayudante de Dios» en su obra de redención (3 CtaCl). También aquí Clara ha comprendido cabalmente a su padre espiritual, san Francisco, penetrando cada vez más en el secreto de la «perfecta alegría» que el mundo no conoce. Esta alegría alcanzó su expresión sin par en la muerte de la Santa.
Durante diecisiete días, Clara no había podido tomar alimento alguno. Sin embargo, se encontraba tan fuerte en la virtud del Señor que aún podía confortar en su santo servicio a todos los que acudían a ella y despedirlos consolados. En las últimas horas de su vida, yacía tendida, totalmente absorta, y se la oía hablar silenciosamente: «Anda segura», decía Clara a su alma, «porque llevas buena escolta para el viaje. Anda, porque Aquel que te creó te ha santificado; y, custodiándote siempre, como una madre a su hijo, te ha amado con amor tierno. ¡Tú, Señor –prosiguió–, bendito seas porque me has creado!» (LCl 46).
Estas son las palabras de Clara moribunda. Y esto lo dice ella después de una vida a la que había sido ajena todo cuidado acostumbrado y toda sonrisa amable del mundo. Lo dice ella después de una vida en la que había renunciado a cualquier boato exterior y a toda humana pretensión, después de una vida marcada por el sufrimiento y las enfermedades. Allí en San Damián, donde Clara vivió, podemos todavía verla y comprenderla hoy. La casa, estrecha y desnuda; el coro, donde las hermanas rezaban y oraban, sin ornamentación; la sala donde comían, con mesas rudas y piso basto; la otra sala, donde dormían, bajo el maderamen de la techumbre. Y como si todo esto no le hubiera bastado, Clara llevaba un sayal de penitencia confeccionado por ella misma. Su alimento era pan y agua. Dormía sobre el suelo desnudo y alguna vez sobre ramas secas; y un tarugo de madera le servía de almohada. Y esta Clara, en presencia de la muerte, risueño el semblante, se encuentra con estas palabras entre los labios: «¡Tú, Señor, bendito seas porque me has creado!».
del boletín semanal del Obispado de Münster
(fuente: http://www.franciscanos.org/)
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