La abadesa de San Damián, que siempre quiso vivir en plena comunión de fe con la Iglesia y de vida con el Pueblo de Dios, no podía permanecer indiferente a ese progreso que hallaba, además, un amplio eco en las aspiraciones de su corazón y en el ejemplo de san Francisco.
Su fe y su recurso al Señor, presente bajo las apariencias del pan consagrado, nos son revelados en un momento grave de su existencia y de la existencia de sus hermanas. En 1240, soldados musulmanes venidos para sitiar Asís, invaden el monasterio. Entre el pánico general, sólo la abadesa conserva la sangre fría. No hay posibilidad alguna de socorro humano; pero queda Dios. Y Clara se dirige a Cristo en la Eucaristía, como recuerda una testigo en el Proceso de canonización:
«Una vez entraron los sarracenos en el claustro del monasterio, y madonna Clara se hizo conducir hasta la puerta del refectorio y mandó que trajesen ante ella un cofrecito donde se guardaba el santísimo Sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Y, postrándose en tierra en oración, rogó con lágrimas diciendo, entre otras, estas palabras: "Señor, guarda Tú a estas siervas tuyas, pues yo no las puedo guardar". Entonces la testigo oyó una voz de maravillosa suavidad, que decía: "¡Yo te defenderé siempre!" Entonces la dicha madonna rogó también por la ciudad, diciendo: "Señor, plázcate defender también a esta ciudad". Y aquella misma voz sonó y dijo: "La ciudad sufrirá muchos peligros, pero será protegida". Y entonces la dicha madonna se volvió a las hermanas y les dijo: "No temáis, porque yo soy fiadora de que no sufriréis mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los mandamientos de Dios". Y entonces los sarracenos se marcharon sin causar mal ni daño alguno» (Proceso 9,2).
De manera semejante, dice el relato paralelo de Celano que los sarracenos cayeron sobre San Damián y entraron en él, hasta el claustro mismo de las vírgenes; entonces las damas pobres acudieron a su madre entre lágrimas. «Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos» (LCl 21). Estos textos hacen pensar en una pequeña caja o cofre de plata revestido de marfil, en el cual se tenía entonces la costumbre de conservar las formas consagradas, más que en una custodia. En 1230, Juan Parente, Ministro general de la Orden franciscana, mandó que se conservara en todos los conventos el Santísimo Sacramento en copones de marfil o de plata, colocados en tabernáculos bien cerrados. Nótese, sin embargo, que las custodias más antiguas se remontan al siglo XIII.
Así pues, en un momento dramático para la comunidad, Clara recurre a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. Manda que lo coloquen entre las hermanas y los soldados y dirige a La su oración. Él responde a su confianza. De Él viene la salvación.
La respuesta de Cristo debió marcar profundamente en el futuro la piedad eucarística de San Damián. No podían olvidar las hermanas que un día les había llegado la salvación de Cristo escondido en la «píxide de plata recubierta de marfil».
Otro hecho refuerza esta intuición. En 1241, Vital de Aversa asedia Asís, amenazando destruir la ciudad. Clara moviliza a sus hermanas a la oración y a la penitencia, a fin de obtener la protección del Señor sobre la ciudad en peligro. También en este caso las impele a dirigir sus ruegos a Cristo presente en la Eucaristía, como recuerda una testigo: Alguien dijo a Clara que la ciudad de Asís iba a ser entregada; entonces ella mandó a sus hermanas que de madrugada fuesen a donde estaba ella. Cuando estuvieron reunidas, Clara hizo traer ceniza, se descubrió por completo la cabeza y mandó a todas hacer lo mismo. «Después, tomando ceniza, ella se puso gran cantidad sobre su cabeza, recientemente rapada, y a continuación la puso también sobre la cabeza de todas las hermanas. Hecho esto, mandó que todas fuesen a la capilla a hacer oración. Y de tal modo lo cumplieron, que al día siguiente, de mañana, huyó aquel ejército, roto y a la desbandada» (Proceso 9,3).
Las hermanas van a la capilla a hacer oración. Sin duda, la experiencia de la presencia protectora del año anterior permanece viva en todas las memorias. Su oración eucarística es escuchada de nuevo.
Lo que estos relatos nos testifican formalmente es el recurso a Cristo presente en la eucaristía y la respuesta del Señor en situaciones trágicas. Conociendo la profundidad contemplativa de las hermanas de San Damián, su simplicidad y su rectitud, resulta impensable que este recurso brotara excepcionalmente a partir de un clima de pánico. Los instantes de peligro inminente excluyen la reflexión: el corazón revela entonces sus impulsos íntimos. Si Clara acude tan espontáneamente a Cristo en el Santísimo Sacramento, si le pide ayuda y le confía el cuidado de defender a las hermanas, en vez de recogerse simplemente en Dios, es, sin duda, porque estaba habituada a buscar a su Señor en la hostia consagrada.
La iconografía confirma esta intuición. Ya las primeras imágenes la muestran asociada al culto eucarístico: desde el siglo XIII se la representa llevando una custodia en una actitud de humilde adoración. Si los contemporáneos han visto en esta representación el símbolo de la vida espiritual de Clara es porque para ellos la adoración de Cristo velado en el Pan consagrado había dominado la vida contemplativa de Clara. La imaginería de los siglos XVII y XVIII deformó este significado. Ya no representa a Clara en actitud de adoración, sino levantando la custodia hacia los sarracenos, como queriéndoles expulsar. Lo que prevalece es el milagro y no el culto de la santa a Cristo en el Sacramento. Un curioso cuadro de Rubens representa a Clara en medio de los grandes doctores de la Iglesia. Ella tiene en sus manos la píxide (Museo del Prado, Madrid).
La piedad de Clara se ampliaba, a partir de la persona de Cristo, reconocido y frecuentado en su presencia eucarística, a todo cuanto rodea la Eucaristía. Si Francisco regalaba ciborios y utensilios para la elaboración de las formas a las iglesias pobres (LP 80; 2 Cel 201), nuestra santa confeccionaba corporales con sus propias manos. Declara sor Cecilia: «Madonna Clara, la cual no quería estar nunca ociosa, aun durante la enfermedad de la que murió, hacía que la incorporasen de modo que se sentase en el lecho, e hilaba. De este hilado mandó confeccionar una tela fina con la que se hicieron muchos corporales y fundas para guardarlos, guarnecidas de seda o de paño precioso. Y los envió al obispo de Asís para los que bendijese, y luego los envió a las iglesias de la ciudad y del obispado de Asís. Y, según creía la testigo, se repartieron por todas las iglesias» (Proceso 6,14). Sor Pacífica de Guelfuccio precisa que dichos corporales eran enviados por los hermanos a las iglesias o se daban a los sacerdotes que iban al monasterio (Proceso 1,11; cf. 2,12). Celano, que refiere también estos hechos, subraya su valor expresivo: en ellos ve una prueba evidente de la fervorosa devoción de Clara al Santísimo Sacramento del altar: «Cuán señalado fuera el devoto amor de santa Clara al Sacramento del Altar lo demuestran los hechos. Así, por ejemplo, durante aquella grave enfermedad que la tuvo postrada en cama, se hacía incorporar y asentar al apoyo de unas almohadas; sentada así, hilaba finísimas telas, de las cuales elaboró más de cincuenta juegos de corporales que, envueltos en bolsas de seda o de púrpura, destinaba a distintas iglesias del valle y de las montañas de Asís» (LCl 28).
En estas obras se trasluce todo el amor de Clara y de sus hermanas. Las Hermanas Pobres, que no siempre tienen bastante pan para comer, no dudan en ofrecer a las iglesias tejidos de fino linón, estuches preciosos recubiertos de seda, de púrpura, bordados en oro. Nada es costoso, cuando se ama; no hay nada excesivamente hermoso para estas telas que van a recibir el Cuerpo de Cristo.
Una carta del cardenal Hugolino nos proporciona una última indicación sobre el fervor que reinaba en San Damián hacia el Sacramento del altar. Testimonio tanto más precioso por cuanto es anterior a los hechos arriba relatados. El prelado había celebrado la fiesta de Pascua en San Damián. Una vez de regreso junto al Papa, envía a Clara una carta muy afectuosa, en la cual sobresale, entre todos los recuerdos de su estancia en San Damián, el siguiente: «Me falta aquella alegría gloriosa que sentí cuando hablaba con vosotras del Cuerpo de Cristo, con motivo de la Pascua que celebré contigo y con las demás siervas de Cristo» (BAC p. 358-9).
Si estas conversaciones quedaron tan profundamente impresas en la memoria del cardenal, si éste se recrea en evocarlas, es porque en San Damián debió encontrar una devoción al Santísimo Sacramento del Cuerpo de Cristo superior a lo que era habitual entonces.
Nos gustaría ciertamente conservar testimonios más explícitos sobre este culto. Sin embargo, enmarcados en el amplio movimiento en pro de la adoración del Santísimo Sacramento y, sobre todo, si se les aproxima a la devoción de Francisco, que «exhortaba con solicitud a los hermanos... a que oyesen devotamente la Misa y adorasen con rendida devoción el cuerpo del Señor» (TC 57) y que fue guía de Clara en su vida de entrega a Dios, los pocos hechos aducidos adquieren valor de signos que permiten pensar que Clara y sus hermanas recluidas en San Damián dirigían al Señor presente entre ellas todo el entusiasmo de su amor.
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