En aquel tiempo, los judíos murmuraban contra Jesús, porque había dicho: "Yo soy el Pan Vivo que ha bajado del Cielo", y decían: "¿No es éste, Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del cielo?"
Jesús les respondió: "No murmuren. Nadie puede venir a Mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ése Yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Todos serán discípulos de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de El, se acerca a Mí. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Ese sí ha visto al Padre. Yo les aseguro: el que cree en Mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo murieron. Este es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que Yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida.
Gloria a ti Señor Jesús.
Jesucristo da testimonio de si mismo: se revela como el Pan Vivo que baja del Cielo, es decir, es el alimento verdadero que nos da la Vida Eterna, es Dios mismo que sale al encuentro de la humanidad para hacerse alimento espiritual.
Nuestro Señor se define a si mismo a través de una metáfora. Aunque la poca fe de quienes lo escuchaban, hizo que fuera malinterpretado y generó escándalo. Varios de los allí presentes lo conocían como "el hijo de José y María" y su falta de fe hace que no puedan ver más allá de lo que sus mentes les dice.
Si uno se queda en la interpretación literal de las palabras de Jesús, se nos puede hacer la imagen de un cierto canibalismo: comer la carne de un ser humano. Pero no. Este Alimento es Dios y no es un alimento como los demás: cualquier alimento es asimilado por el cuerpo de quien lo ingiere... pero este Alimento Divino es quien termina transformando a quien lo come.
Este es un bello discurso eucarístico que Nuestro Señor nos regala. Nuestra Madre Iglesia nos invita en cada Misa a revivir esa sublime entrega de Dios a través de la Eucaristía que se nos entrega en la comunión.
Comulgar frecuentemente nos mantiene unidos a Dios. Si uno comulga asiduamente, deja que Dios entre en su ser para transformar la propia vida. Para comulgar, uno debe velar para permanecer en la Gracia de Dios, dando batalla contra las tentaciones que nos acechan y con las que el demonio nos quiere alejar de Nuestro Señor.
Pero bueno, somos limitados y falibles. Dios nos ha creado y nos conoce profundamente a cada uno de nosotros. Y así nos ama infinitamente. Es por eso que Dios nos ofrece el Sacramento de la Reconciliación para poder rehacernos cada vez que pecamos y así retornar al Estado de Gracia siempre que sea necesario.
Aprovechemos la lectura de este hermoso pasaje para meditar acerca de la importancia de comulgar para que tengamos el propósito de hacerlo frecuentemente. ¡Ánimos!
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