"Hay diversidad de dones, pero un solo Espíritu" (1 Cor 12, 4), enseña San Pablo a los Corintios. En efecto, ante la abundancia de las manifestaciones carismáticas entre los fieles, el Apóstol orienta a los discípulos a considerar la unidad de la Iglesia, el "Cuerpo de Cristo" (1 Cor 27), pues la variedad de los dones - sabiduría, palabra de ciencia, poder de realizar milagros, discernimiento de los espíritus, y tantos otros (cf. 1 Cor 8-10) - es concedida por el mismo Dios "que opera todo en todos" (1 Cor 6).
Así, la unidad en la variedad de la Iglesia se explica por la acción del Espíritu Santo, "principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en cada una de las diversas partes del Cuerpo" (Catecismo, 798).
Consumada, pues, la obra que el Padre confiara al Hijo para realizar en la tierra (cf. Jo 17, 4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés a fin de santificar perennemente la Iglesia para que así los creyentes pudiesen acercarse al Padre por Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). Él es el Espíritu de la vida o la fuente de agua que brota para la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39). [...] El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16; 6, 19). [...] La unifica en la comunión y en el ministerio. La dota y la dirige mediante los diversos dones jerárquicos y carismáticos. Y la adorna con sus frutos (cf. Ef 4 11-12; 1 Cor 12, 4; Gl 5, 22) (LG, 4).
Es importante resaltar que en esa misma Iglesia, acompañada siempre por el soplo del Paráclito, hay una ordenación jerárquica de los carismas por Él mismo instituida, pues, según el propio San Pablo: "Dios constituyó primeramente a los apóstoles, en segundo lugar a los profetas, en tercero a los doctores, después a los que tienen el don de los milagros" (1 Cor 28).
En efecto, siendo Cristo "piedra angular", edificó Su Iglesia sobre "el fundamento de los apóstoles" (Ef 2, 20), dándoles el poder de ligar y desligar en la tierra y en el Cielo (Mt 18, 18). Y, de entre ellos, designó a Pedro y sus sucesores como principio y fundamento visible de la unidad de la fe (D 4147), a quien incumbe confirmar a sus hermanos (Lc 22, 32).
Es por esta determinación divina que San Pedro y los Apóstoles constituyeron un Colegio. Y también, en virtud de la función conferida de forma singular por el Señor a Pedro, y que se transmite a sus sucesores, el Obispo de Roma es cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia en la tierra, con poder ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal, pudiendo ejercerlo siempre libremente (cánones 330 y 331).
A su vez, el Colegio Episcopal, en el cual persevera continuamente el cuerpo apostólico, también es sujeto del poder supremo y pleno sobre toda la Iglesia, en unión con su cabeza y nunca sin ella (can. 336). Existe en la Iglesia, también, por institución divina, el poder de régimen o de jurisdicción (can.129), que se divide en legislativo, ejecutivo y judicial (can. 135).
A esta Iglesia, verdadera construcción de Dios (cf. 1 Cor 3, 9), en su unidad fundamental y en su diversidad carismática, cada fiel, ejerciendo su función peculiar, debe dedicar todo su entusiasmo, su obediencia y su amor. Amor que brotando de lo más profundo del corazón, lo mueva a la dedicación y al apostolado, en función de la vocación cristiana común para todos los bautizados:
Existe en la Iglesia diversidad de servicios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores fue por Cristo conferido el ‘munus' de, en nombre y con el poder de Él, enseñar, santificar y regir. Los laicos, a su vez, participantes del ‘munus' sacerdotal, profético y regio de Cristo, comparten la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo (AA 2).
escrito por Mons. João S. Clá Dias, EP
(fuente: es.gaudiumpress.org)
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