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domingo, 27 de diciembre de 2015

"¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?"

Lectura del santo Evangelio según San Lucas
(Lc 2, 41-52)
Gloria a ti, Señor.

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén para las festividades de la Pascua. Cuando el Niño cumplió doce años, fueron a la fiesta, según la costumbre. Pasados aquellos días se volvieron, pero el Niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran. Creyendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino; entonces lo buscaron, y al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. Al tercer día lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas. Al verlo, sus padres se quedaron atónitos y su madre le dijo: "Hijo mío, ¿por qué te has portado así con nosotros? Tu padre y yo te hemos estado buscando, llenos de angustia". Él les respondió: "¿Por qué me andaban buscando? ¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?". Ellos no entendieron la respuesta que les dio. Entonces volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad. Su Madre conservaba en su corazón todas aquellas cosas. Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres.

Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.








El Evangelio de este domingo, en que la Iglesia celebra al solemnidad de la Sagrada Familia, comienza así: “Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de Pascua”. Se refiere a José y María, padre y madre de Jesús, y se entiende que en ese viaje a Jerusalén va siempre con ellos su hijo Jesús. De los treinta años de la vida oculta de Jesús se nos narra sólo un episodio y éste ocurrió en el contexto de una de esas peregrinaciones a Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años.

“Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin saberlo sus padres”. No es un hecho fortuito; ¡es un hecho deliberado! Así lo entienden sus padres cuando, al cabo de tres días de búsqueda, lo encontraron en el Templo sentado en me-dio de los maestros: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscan-do”. Jesús responde con una doble pregunta: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”. Esta es, en realidad, una respuesta: “Sabíais que mi lugar es la casa de mi Padre y que mi deber era estar aquí”. En esta respuesta se revela, por primera vez, la conciencia de Jesús de ser Hijo de Dios. Ningún judío llamaba a Dios “mi Padre”, y mucho menos con esa intimidad con que lo hacía Jesús.

Esta conciencia de su filiación divina se ve confirmada por la impresión que producen sus palabras entre los maestros: “Todos los que lo oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas”. Es claro. Su palabra no es un mero comentario de la Escritura, como era la palabra de esos maestros, por muy autorizados que fueran; ¡su palabra es nueva instancia de Palabra de Dios! Sus palabras son esas “Palabras de vida eterna” que sólo él tiene (cf. Jn. 6,68). O, como dice el autor de la epístola a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo... que es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa” (Heb. 1,1.2.3).

En este episodio se revela entonces la doble filiación de Jesús: Hijo de Dios e hijo de José. Con José y María forma una familia humana; con su Padre y el Espíritu Santo forma la Trinidad divina. Este episodio nos informa que José todavía vivía cuando Jesús tenía doce años. No sabemos en qué momento murió José. Lo que pare-ce cierto es que al comenzar la vida pública de Jesús ya había muerto. Jesús ciertamente pensaba en él cuando, enseñando sobre el poder de la oración, pregunta: “¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez, le da una culebra?” (Lc. 11,11). José procuraba siempre el bien de su hijo.

Jesús es hijo de José, porque Dios se lo dio a José como hijo. Lo hizo por medio del ángel Gabriel que anunció a María: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (Lc. 1,32). Recordemos que esto está anunciado a una “virgen esposa de un hombre llamado José, de la casa de David” (Lc. 1,27). Todo ser humano es creado por Dios y es encomendado por Dios a sus padres para que venga al mundo en el seno de una familia, pero sin dejar de ser de Dios. Por eso los padres no pueden disponer del hijo a su antojo, sino que deben amarlo y respetarlo y ayudarlo a responder a Dios su creador. Dios se lo da a los padres de modo implícito por medio de la generación ordinaria. En el caso de Jesús, Dios lo dio a María como hijo al ser concebido en ella por obra del Espíritu Santo, y lo dio a José como hijo de modo explícito por medio de su palabra. De esta manera, José es verdaderamente padre de Jesús y, por esta filiación, Jesús es verdaderamente “hijo de David”.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles (Chile)
(fuente: www.aciprensa.com)

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