El contenido de la fe, como tal, no puede ser demostrado científicamente, pero podemos razonar la inteligencia del acto de fe
A menudo se afirma, con una cierta ligereza intelectual, que nuestras sociedades están atravesadas por una poderosa y creciente corriente de incredulidad. Hemos intentado describir, en artículos anteriores, una constelación de suspicacias postmodernas referentes a determinados actores sociales: el médico, el juez, el político, el maestro y el periodista entre otros. Esta desconfianza no debe confundirse con la incredulidad, del mismo modo que la fe tampoco debe identificarse jamás con la pura y ciega credulidad.
El ciudadano postmoderno desconfía de tales figuras, pero practica una ciega credulidad con respecto a otros actores sociales o mensajes publicitarios que acepta incondicionalmente. Dicho llanamente: se los cree sin someterlos al análisis crítico y racional.
Es verdad que el sistema de creencias tradicionales ha sido puesto entre paréntesis. En términos generales, el ciudadano común ha dejado de creer en lo que creyeron sus ancestros, pero esta crisis no debe confundirse con la caída en la incredulidad. No hay duda de que, en nuestras sociedades, se dan enormes dosis de credulidad, de aceptación a pies juntillas de lo que expresan determinados medios de comunicación o personajes célebres.
Estamos sumergidos de lleno en una cultura sólo de oídas en la que ofician unos oráculos tales como, por ejemplo, la televisión, las revistas del corazón o los sistemas de moda. Casi mágicamente se atribuye la infalibilidad a ciertos iconos televisivos e igualmente la capacidad para marcar pautas del pensamiento y de la convivencia en nuestros días.
En esta delicada cuestión no siempre se distingue con nitidez la creencia de la credulidad. En ocasiones, se identifican ambos términos, cuando, de hecho, se refieren a actitudes vitales muy distintas. El creer es constitutivo de la persona, pero no todos creemos en lo mismo, ni del mismo modo.
El objeto formal de la creencia y la forma de vivirlo y de expresarlo abre profundas diferencias entre los seres humanos, pero más allá del tipo de creencias, el ser humano se manifiesta como un ser credencial, un ser que vive instalado en un marco de creencias religiosas o puramente civiles, pero que acepta de un modo no siempre consciente.
La creencia se relaciona directamente con lo que no es evidente desde un punto de vista lógico. Exige una dimensión de apuesta, en el sentido pascaliano del término, un cierto valor moral, aunque no por ello la creencia es irracional, sino que alberga una intraestructura racional. La creencia, contrariamente a lo que se cree, no es un patrimonio exclusivo de la persona religiosa. En el ateo y en el agnóstico subsisten creencias que tienen que ver con el futuro, con la utopía social, con horizontes ideológicos que no se presentan clara y distintamente a la razón.
La credulidad no se puede identificar con la creencia. Es, en cualquier caso, un modo pueril de creer, incompatible con la exigencia de pensar por uno mismo y con el rigor intelectual del análisis propio del hombre ilustrado. La credulidad es incompatible con la crítica, con el esfuerzo racional y el análisis pormenorizado. Es como una especie de confianza ciega, carente de fundamento racional, una suerte de acto fiduciario que no se funda en unos criterios o principios. En el fondo, es una creencia de oídas, pero no sometida al tribunal de la razón.
La sociedad postmoderna, contrariamente a lo que tantas veces se ha afirmado, no es una sociedad madura críticamente, sino esencialmente crédula. Se mueve, para expresarlo con precisión, entre dos polaridades: entre la crítica estéril y tópica, muchas veces instintiva y carente de profundidad, y entre la credulidad ciega, la fe entregada a determinadas figuras o iconos sociales que carecen de autoridad moral.
La credulidad postmoderna se funda, esencialmente, en el medio o ámbito de comunicación. Si lo dicho ha sido dicho por la televisión, se convierte, para el crédulo postmoderno, en verdad. La autoridad de la verdad depende, por decirlo de algún modo, del canal comunicativo, lo que no deja de ser un tipo de confianza sin fundamento alguno. Lo que da autoridad a un mensaje es el canal, no el contenido, ni el sujeto que lo comunica.
Las imposturas, falsedades y episodios histriónicos de la televisión ponen en tela de juicio esta credulidad, pero aún así, el hombre postmoderno, cree en ella y en lo que se manifiesta a través de ella. Esta sociedad crédula no puede calificarse de mayor de edad, cuanto menos, en el sentido kantiano de la expresión, pues carece la capacidad de pensar por sí misma y de liberarse de los productos alienantes.
La creencia no se debe meter en el mismo saco de la credulidad, pues, como en todo, hay modos y modos de creer. La fe cristiana, que constituye una modalidad muy específica y singular del acto de creer, se puede definir como la adhesión personal al Dios que se revela en Jesucristo. Es una creencia que incluye una dimensión de apuesta, pero tiene una intraestructura racional. No es un grito de desesperación, ni una emoción descontrolada. Los más de veinte siglos de teología avalan el análisis crítico del acto de fe. El contenido de la fe, como tal, no puede ser demostrado científicamente, pero sí es posible razonar y comprender analógicamente la inteligencia del acto de fe.
El relativista espiritual mete en un mismo saco todo el circo de creencias actuales y los reduce a pura expresión emotiva. Olvida, de este modo, que en algunas tradiciones religiosas se ha desarrollado un esfuerzo intelectual, intenso y extenso a lo largo de siglos, para tratar de comprender y razonar lo que se cree. El crédulo ignora el trabajo del logos. El creyente está comprometido con él.
escrito por Francesc Torralba Roselló
(fuente: www.forumlibertas.com)
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