Con Abraham estamos delante de un personaje no sólo de gran importancia bíblica, sino también de un gran significado en nuestros días pues sobre él recae la admiración, el respeto y la identificación de al menos tres grandes religiones monoteístas.
Cristianos, musulmanes y judíos no pueden sino referirse a él como el padre común, si bien jugando un papel diverso en cada grupo.
Para el pueblo judío es el primer patriarca, el “padre de la estirpe”, entendida en sentido genético, además de padre de la fe; los musulmanes lo consideran un profeta, el cual ha transmitido el culto al verdaderos Dios, y se le atribuye el nombre de “amigo de Dios” (Khalil Allàh); para los cristianos es el ejemplo más significativo y modelo de “hombre de fe”, “es el padre de todos nosotros… y lo es ante Dios en quien creyó, el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen.
Contra toda esperanza creyó Abraham que sería padre de muchos pueblos, según le había
sido prometido…” (Cfr. Rom 4, 16-18)
Apuntes históricos
Para hablar de Abraham tenemos que transportarnos a un periodo de la historia cercano al 1850 antes de Cristo y situarnos en la antigua Mesopotamia. Es decir, estamos, nada más y nada menos, que en el medio oriente, en todo el arco que recorre los ríos Tigris y Eufrates y la costa occidental del Mediterráneo, una zona conocida con el nombre de “el Creciente Fértil” y que hoy coincide con los estados de Kuwait, Irak, Siria, Israel y territorios palestinos.
Las investigaciones arqueológicas de esta zona parecen mostrar que a comienzos del segundo milenio antes de Cristo se ponen en movimiento por todo el creciente fértil numerosos pueblos y tribus. Buscan lugares donde asentarse, unos desplazan a otros y no son extraños los conflictos.
Las tribus semitas suben desde el desierto de Arabia o bajan desde las mesetas del Irán actual hasta establecerse en la ciudad de Ur, donde, como veremos, encontramos las primeras noticias de Abraham.
Si abres la Biblia…
Para encontrar la historia de Abraham en la Biblia, tienes que abrir el libro del Génesis. En él se narra el llamado “Ciclo de Abraham y su hijo Isaac” a partir del capítulo 12 y se desarrolla hasta el capítulo 25.
Verás que el Génesis no nos narra toda su vida. La primera noticia que tenemos de él es, en forma muy breve, una lista de datos que nos dicen que es hijo de Téraj, un hombre asentado en Ur de Caldea (al sur de la actual Irak). También sabemos que Abraham se casa con Sara, mujer estéril, y que no tenía hijos. Cuando su padre Téraj abandona Ur y se dirige hacia la tierra de Canaán (territorios de Palestina e Israel), Abraham lo acompaña, pero su viaje termina en Jarán (al norte de la actual Siria, en la frontera con Turquía). Y no tenemos más datos hasta que lo volvemos a encontrar en Jarán con setenta y cinco años. Momento en el que la Biblia empieza a contarnos su historia.
El tema principal de esta historia es la espera ansiosa, por parte de Abraham y su esposa Sara de un hijo que pueda prolongar la estirpe. Un hijo prometido por Dios que, por su parte, ha prometido también una tierra y numerosas bendiciones.
En esta espera, Abraham recorre durante años los territorios de Canaán, participará en batallas contra reyes, tendrá que viajar a Egipto, retornar de nuevo a Canaán, establecer pactos, aceptar tener un hijo de su esclava, construir altares y ofrecer sacrificios… hasta ver cómo nace y crece el hijo prometido a él y su esposa.
Padre de nuestra fe
Imaginémonos, por tanto, a un anciano de setenta y cinco años, llamado Abram, cuyo nombre significa “padre grande” y que, paradójicamente, no tiene hijos.
Hagámonos a la idea de un mundo en el que se adora a muchos dioses que no acaban de llegar al corazón de los hombres. Pero en el que aparece en escena un Dios que tiene un as debajo de la manga, tiene algo que decirle a este hombre sin hijos y se convierte en el protagonista de su historia. Dicho Dios entra en la vida de Abraham, lo llama y le da una orden y una promesa llena de bendiciones. Bendiciones precisamente a un anciano considerado lleno de maldiciones por no tener descendencia, es decir, no tener ni futuro ni destino.
“El Señor dijo a Abram: Sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y haré famoso tu nombre, que será una bendición… Por ti serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn 12, 1-2)
La suerte está echada. Dios tiene un plan lleno de futuro, un destino para este anciano y para toda la humanidad y pide la colaboración de Abram, sin presentarse, sin dar garantías de nada…
¿Aceptará Abraham? Abraham no abre la boca pero responde actuando: “Partió Abram,
como le había dicho el Señor…” (Gn 12,4)
Con esta llamada de Dios y con este gesto del anciano Abram de ponerse en camino sin pedir garantías ni explicaciones, empieza una historia de amistad y de mutua confianza. Pero también un camino de dificultades y de desesperación cuando, después de salir victorioso de una batalla, Dios le habla diciéndole que no tenga miedo, pues Él le protege: “El Señor habló a Abram en una visión y le dijo: No temas, Abram, yo soy tu escudo. Tu recompensa será muy grande. Abram respondió: Señor, Señor, ¿para qué me vas a dar nada, si voy a morir sin hijos…? No me has dado descendencia, y mi heredero va a ser uno de mis criados. Pero el Señor le contestó: No, no será ése tu heredero, sino uno salido de tus entrañas. Después lo llevó afuera y le dijo: Levanta tus ojos al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas. Y añadió: Así será tu descendencia. Creyó Abram al Señor, y el Señor lo anotó en su haber” (Gn 15, 1-6)
Dios convierte el momento de desesperación en uno de los momentos más bellos de la historia de Abram. Abram se encuentra delante del cielo lleno de estrellas, con una promesa más grande que el número de estrellas. Y sin condiciones, de nuevo, sin garantías, y sin exigencias cree. Tal es el punto de partida de la fe de Abram y de sus hijos judíos, cristianos y musulmanes. Tal es el punto de partida de nuestra fe, que no es otra cosa que una acogida libre, una respuesta generosa y una actitud de confianza. El reto del pobre que se apoya totalmente en Dios y su Palabra.
Por eso, leer, meditar y contemplar la historia de Abram hoy tiene un gran significado para los que somos creyentes. Abraham es un eslabón, el primero, insustituible de la historia de la salvación, del plan de Dios para todos los pueblos del mundo. Por eso Dios quiso cambiarle el nombre: “Ya no te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham, porque yo te hago padre de una muchedumbre de pueblos” (Gn 17,5)
En su propio nombre nuestro anciano padre de la fe y amigo de Dios lleva escrito el destino.
escrito por Abel Domínguez, sdb
(fuente: www.salesianosbilbao.com)
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