Mucha gente no tiene inconveniente en pensar que, en ciertas circunstancias, lo mejor que puede hacer es mentir. Engañar sobre una enfermedad grave, inventar el motivo de haber llegado tarde a la cita, atribuirnos méritos inexistentes, modificar las cifras a las notas de consumo y mil situaciones más. Pero los moralistas dicen de modo categórico que “nunca es lícito mentir”. ¿Nunca? ¿Ni para evitar daños mayores? ¿Ni para salvar a la humanidad con una pequeña mentira? Así parece, pues el adverbio “nunca” no admite excepciones. Pero vendrán de nuevo los moralistas en nuestra ayuda para tranquilizarnos: “de que nunca sea lícito mentir, no se sigue que haya siempre obligación de decir la verdad”. Ocultar la verdad es a veces no sólo conveniente, sino incluso obligatorio, por ejemplo, cuando se debe guardar un secreto.
Dejemos por el momento lo anterior e intentemos profundizar sobre la importancia de la veracidad. Esta virtud lleva a manifestar, con las palabras o los hechos, aquello que el individuo piensa en su interior. Sabemos que “la palabra es la expresión oral de la idea”. De ahí que, por ley natural, aquello que yo expreso es algo que debe coincidir con lo que pienso. Si mi palabra no refleja la idea, estoy violentando el orden natural de las cosas, voy contra la ley de Dios. Por eso se dice que la mentira es intrínsecamente mala, es decir, no es mala porque alguien la prohíba, sino que es mala en sí misma. Y algo de suyo malo no puede producir nada bueno, aunque sean muy buenas las intenciones de quien actúa.
Pero aún podemos profundizar en nuestro razonamiento sobre la veracidad, hasta que alcancemos su razón más alta: la verdad es algo divino, un atributo de Dios. “Yo soy la verdad”, dijo Jesucristo (Jn. 14, 6). No sólo “anuncia” la verdad, no sólo explica lo verdadero -que también lo hace- sino que por Sí y en Sí “es” la verdad misma: posee la verdad en la totalidad de su plenitud. Y, a partir de ahí, el contrapunto: Jesús dice que Satanás es “el padre de la mentira” (Jn. 8, 44), pues en sí mismo niega a Dios-Verdad y todo en su actuación tiende a oscurecer o a apartar de la verdad.
Quizá lo anterior nos aclare por qué no existen “mentiras piadosas”, ni mentiras inocuas. Un mal moral, aun el mal moral de un pecado venial, es mayor que cualquier mal físico. No es lícito cometer un pecado venial ni siquiera para salvar de su destrucción un país entero. Mentir es ir contra Dios.
Sin embargo, decíamos que, con la restricción mental, puedo no decir la verdad cuando injustamente traten de averiguar algo de mí. Lo que diga en ese caso podrá ser una respuesta no exacta, evasiva o confusa, con un sentido verdadero y otro falso, pero no una mentira. Podríamos decir que la restricción mental es un medio lícito de autodefensa cuando no queda otra salida. El político que sabe cómo esquivar a los periodistas que buscan acorralarlo es prototipo de quienes practican este difícil arte.
Todos sabemos que en este mundo hay demasiados entrometidos que preguntan lo que no tienen derecho a saber. Es del todo válido dar a tales individuos una respuesta evasiva. Si un oliscón me pregunta cuánto dinero traigo, y yo le respondo que traigo mil pesos cuando, en realidad, llevo diez mil, no miento. Tengo mil pesos, pero no menciono los otros nueve mil que también tengo. Pero sería una mentira, claro está, afirmar que tengo diez mil pesos cuando sólo tengo mil.
En ese mismo sentido, hay frases que al parecer son mentiras, pero no lo son en realidad, pues se usan convencionalmente en sentido ambiguo. “No está” es un ejemplo de esas frases. Cualquier persona medianamente perspicaz sabe que decir “no está” cuando preguntan por alguien en el teléfono puede significar “no está para usted”, o “no está disponible en este momento”, pues la niña no tiene por qué manifestar que mamá se está arreglando o haciendo la sopa. Quien piensa que le mienten si le contestan con frases como ésta (u otras parecidas de uso corriente) se equívoca: es un convencionalismo social que resulta para todos un valor entendido.
Igual principio se aplica al que acepta como cierto un relato que se cuenta en plan de broma, o una frase que se dice con manifiesta exageración. Por ejemplo, si afirmo que el jabón que yo fabrico es el mejor del mundo, quien lo tome literalmente se está engañando a sí mismo. Sin embargo, esas afirmaciones pueden hacerse verdaderas mentiras si no aparece claramente ante el auditorio que lo que cuento es un chiste o una exageración.
escrito por Ricardo Sada Fernández
(fuente: www.encuentra.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario