Cuando uno se pregunta cuáles serán las formas más frecuentes en que el precepto de honrar el nombre de Dios queda conculcado en la sociedad de hoy, quizá la respuesta sería que en la utilización de su Nombre Santo en las banderías humanas o en las facciones políticas.
Por ejemplo, en ciertos ambientes se habla de Jesucristo como de un guerrillero revolucionario, de la Eucaristía como de la reunión del pueblo en lucha, de que el verdadero bautismo consiste en liberarse del opresor capitalista... mezcolanza de Biblia, de cristología, política, sociología y economía. Para todos resulta patente que es un indebido abuso de la utilización del nombre de Dios y lo que a Él se refiera -sus valores absolutos y sagrados-, en vista a la sustentación de un orden sociopolítico.
Tal desacralización del orden divino contrasta con la reverencia suma que los judíos rendían al nombre de Dios. Los israelitas llamaban a Dios Yahvé y también Adonai (Señor), pero, por respeto, ni siquiera osaban pronunciar su nombre. Al leer la Biblia y encontrar en ella el nombre de Yahvé, hacían una pausa silenciosa e inclinaban la cabeza. Para escribirlo solían poner solamente consonantes -YHVH-, que se conocen como el “tetragrama sagrado”. Los israelitas entendían (como debemos entender nosotros) que al pronunciar un nombre no se trata sólo de unas letras o sonidos, sino de lo que está detrás, es decir, de Dios Uno y Trino.
El Apocalipsis nos presenta la adoración que recibe Dios de los ángeles y de los santos: “No se daban reposo día y noche, diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios todopoderoso, el que era, el que es, el que viene (...) Digno eres, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas” (Ap. 4, 8-11).
En el Nuevo Testamento, San Pablo repite en sus Epístolas el nombre de Jesús más de doscientas veces y nos dice: “Todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él” (Col. 3,17).
Existen muchas formas de atentar contra la reverencia debida al nombre de Dios. La más corriente es el simple pecado de falta de respeto: usar su santo nombre como excusa para dar salida a nuestras emociones. “¡Sí, por Dios!”; “Te aseguro, por Dios, que me la vas a pagar”. O a veces, por utilizarlo como protagonista para chistes o ironías, que por el sólo empleo del nombre de Dios, o de Jesucristo, o de los santos, resultan de muy escaso buen gusto. Todos conocemos a personas que usan el nombre de Dios con la misma actitud con que mencionarían ajos y cebollas, lo que siempre da testimonio cierto de lo pobre de su amor a Él.
Por lo general, esta clase de irreverencia es falta leve, porque no se tiene la intención deliberada de deshonrar a Dios o despreciar su nombre; si esta intención existiera, se convertiría en pecado mortal, pero, de ordinario, es una forma de hablar debida a la ligereza y al descuido más que a la malicia. Este tipo de irreverencia puede hacerse grave, sin embargo, en caso de ser ocasión de escándalo: por ejemplo, si con ella el profesor menoscabara en sus alumnos el respeto que al nombre de Dios se le debe.
Otra forma de incumplir este precepto es a través del juramento. Jurar es poner a Dios por testigo de la verdad de lo que se dice o promete. No hace falta decir “te lo juro por Dios”, pues siempre que se jura, Dios es el testigo. Está claro que jurar no es un pecado necesariamente; por el contrario, un respetuoso juramento es agradable a Dios, siempre y cuando reúna tres condiciones, de las que trataremos enseguida.
En primer lugar, para jurar ha de haber un motivo serio. No se puede invocar a Dios como testigo de algo fútil. Podemos jurar cuando tenemos que declarar como testigos de algún hecho especialmente grave para uno o para el prójimo. Otras veces, es la Iglesia quien pide juramentos, como en el caso de haberse perdido los registros bautismales, a los padrinos del bautizo. Pero jurar sin motivo o necesidad, salpicar nuestra conversación con frases como “júramelo”, “te juro por Dios que es verdad” y otras parecidas, es pecado. Normalmente, si decimos la verdad, ese pecado no será grave, porque, como en el caso anterior, no es producto de malicia, sino de inconsideración.
Ahora bien, si lo que decimos es falso y sabemos que lo es, ese pecado es mortal. Ésta es la segunda condición para un legítimo juramento: que al hacerlo, digamos la verdad estricta, tal cual es. Poner a Dios por testigo de una mentira es una deshonra grave a quien es la misma Santidad. Cometemos el pecado de perjurio, y el perjurio deliberado es siempre falta grave.
Un tercer requisito debe tener un juramento para que sea meritorio y agradable a Dios: afirmar o prometer sólo lo que está permitido y no es pecado. Si alguien jurara, por ejemplo, vengarse de una afrenta que le hicieron, resulta claro que tal juramento es malo, como lo es cumplirlo. En este caso la obligación es precisamente no cumplir el juramento hecho.
Con este mandamiento se relacionan los votos. Un voto es prometerle algo a Dios, con intención de obligarnos. Si fallamos en el voto, pecamos contra este precepto. Por eso resulta necesario subrayar que estos votos privados (por ejemplo, el de no beber alcohol) jamás pueden hacerse con ligereza. Un voto obliga bajo pena de pecado, y violarlo implica pecado mortal o venial, dependiendo de la intención del que lo hace y de la importancia de la materia. De ahí que hacer un voto sea una obligación demasiado seria para tomarla a la ligera. Nadie debería hacer voto privado alguno sin consultar previamente a su confesor. Habitualmente lo mejor será sólo hacer buenos propósitos.
Así como el voto privado se hace sólo ante Dios (Coram Deo) el voto público se hace Coram Ecclesia, es decir, es un voto que la Iglesia acepta por medio del Superior legítimo, que actúa en su nombre. Los votos públicos más conocidos son los de pobreza, castidad y obediencia, dentro de una comunidad religiosa. De quien hace estos tres votos públicamente se dice que “entra en religión”; y con ellos una mujer se hace monja o hermana, y un hombre fraile, monje o hermano; a través del voto se dice que ha abrazado el estado religioso.
Otro pecado contra el segundo mandamiento es la blasfemia, consistente en el absurdo deseo de injuriar o deshonrar el nombre de Dios. La blasfemia admite distintos grados. A veces es la reacción instantánea ante la contrariedad, dolor o impaciencia: “Si Dios me ama, ¿cómo permite que esto ocurra?”, “Si Dios fuera bueno no me dejaría sufrir tanto”. Otras veces se blasfema por insensatez: “Ése sabe más que Dios”, “A fulano, ya ni Dios lo detiene”. Pero también puede ser claramente antirreligiosa e, incluso, proceder del odio a Dios: “Los Evangelios son un mito oriental”, “La Misa es un engaño”, “Dios es un invento, una fábula”. En este último tipo de blasfemia hay, además, un pecado de herejía o infidelidad. Cada vez que una expresión blasfema implica negación de una determinada verdad de fe como, por ejemplo, la virginidad de María o la existencia de los ángeles, además del pecado de blasfemia hay un pecado de herejía.
En sí misma, la blasfemia es siempre pecado mortal, porque siempre lleva implícita la intención de inferir a Dios una grave deshonra. Tan sólo cuando carece de suficiente premeditación o consentimiento es venial, como sería el caso de proferirla bajo un sufrimiento intenso o una pena atroz.
El catálogo de las transgresiones al segundo mandamiento es, pues, pronunciar sin respeto el nombre de Dios, jurar innecesaria, indebida o falsamente, hacer votos frívolamente o quebrantarlos, y blasfemar. Al estudiar los mandamientos es preciso analizar el lado negativo de éstos para adquirir una conciencia rectamente formada. Sin embargo, en este mandamiento, como en todos, abstenerse de pecado es sólo una de las dos mitades. La otra es la positiva: también debemos hacer lo que le agrada. De otro modo, nuestra religión sería como un pájaro con una sola ala.
De ahí que el segundo mandamiento nos lleve a honrar el nombre de Dios siempre que tengamos que hacer un juramento necesario. Y lo mismo sucede con los votos: aquel que se obliga con un voto prudente bajo pena de pecado a hacer algo grato a Dios, realiza un acto de culto divino que le es agradable, un acto de la virtud de la religión. Y cada acto derivado de ese voto es también un acto de religión.
Muchos acontecimientos de nuestra vida pueden darnos la oportunidad de honrar el nombre de Dios. Por ejemplo, es una excelente costumbre de hacer una discreta reverencia cada vez que pronunciamos u oímos el nombre de Jesús y de María. O el laudable hábito de hacer un acto de reparación interior cuando seamos testigos de alguna falta de respeto al nombre de Dios, por ejemplo, cuando estamos de espectadores en alguna película, conferencia o representación teatral. Honramos públicamente el nombre de Dios en el acto de reparación que hacemos siempre que nos unimos a las alabanzas que se rezan en la Bendición con el Santísimo Sacramento expuesto en la Custodia.
Honramos el nombre de Dios en procesiones, peregrinaciones y otras reuniones organizadas en ocasiones especiales. Son testimonios públicos de cuya participación no deberíamos retraernos. Elocuente ejemplo nos ha dado Juan Pablo II, restableciendo la procesión del Corpus por las calles de Roma. Cuando la divinidad de Cristo o la gloria de su Madre es la razón primordial de tales manifestaciones públicas, nuestra activa participación honra a Dios y a su santo nombre, y Él la bendice.
escrito por Ricardo Sada Fernández
(fuente: www.encuentra.com)
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