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domingo, 12 de febrero de 2012

"Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo"

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (Mc 1, 40-45)
Gloria a ti, Señor.


En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: "Si tú quieres, puedes curarme". Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: "¡Sí, quiero: Sana!". Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: "No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés". Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera en lugares solitarios, a donde acudían a El de todas partes.


Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.

Desde siempre en la predicación y en los comentarios a la Sagrada Escritura, la lepra ha sido considerada como la expresión física de la fealdad y el horror que es el estado de pecado. Sin embargo, mientras la lepra del cuerpo es tan repugnante y tan temida, la del alma pasa casi inadvertida.

Según la Ley de Moisés, la lepra era una impureza contagiosa, por lo que el leproso era aislado del resto de la gente hasta que pudiera curarse. En la Primera Lectura vemos que la Ley daba una serie de normas para el comportamiento del leproso, de manera de evitar el contagio con los demás. Se prescribía que debía ir vestido de cierta manera y debía ir anunciando a su paso: “Estoy contaminado! ¡Soy impuro!” (Lv. 13, 1-2.44-46).

Se creía también que la lepra era causada por el pecado. Por eso, los leprosos eran considerados impuros de cuerpo y de alma. Todos los demás daban la espalda a los leprosos. Menos Jesús. Son varias las curaciones de leprosos que realiza el Señor.

Una de ellas es la del leproso que vemos en el Evangelio de hoy, quien se acerca a Jesús y, de rodillas, le suplica: “Si tú quieres, puedes curarme” Y, Jesús, “extendiendo la mano, lo tocó le dijo: “¡Sí, quiero: Sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. (Mc. 1, 40-45).

¡Qué grande fe la de este pobre leproso! Y ¡qué audacia! No tuvo temor de acercarse al Maestro. No tuvo temor de que le diera la espalda. La fe cierta no razona, no se detiene. Quien tiene fe sabe que Dios puede hacer todo lo que quiere. Para Dios hacer algo, sólo necesita desearlo. Por eso el pobre leproso se le acerca al Señor con tanta convicción. Por eso el Señor le responde con la misma convicción: “¡Sí quiero: Sana!”

Nos dice el Evangelista que Jesús “se compadeció”, “tuvo lástima” del leproso. Tiene el Señor lástima de la lepra que carcome el cuerpo. Por eso la cura. Pero más lástima y más compasión tiene aún Jesús de la lepra del pecado que carcome el alma. Por eso toma sobre sí nuestros pecados para salvarnos, apareciendo El también “despreciado y evitado por los hombres, como un leproso” (Is. 53, 3-40). Es la descripción que hace el profeta Isaías cuando anuncia la Pasión del Mesías.

La Segunda Lectura tomada de San Pablo (1 Cor. 10, 31-11,1) nos habla de la obligación que tiene todo cristiano de hacer todo “para la gloria de Dios”; es decir, pensando antes de actuar si lo que hacemos, cualquier cosa que hagamos, desde comer y beber, es para dar gloria a Dios. Asimismo nos recuerda en qué consiste la caridad cristiana: complacer a los demás (dar gusto a todos en todo) y buscar el interés de los demás ... y no el propio interés. Pero ese “dar gusto” y ese “buscar el interés de los demás” tiene una finalidad muy específica. No se trata de complacer por complacer cualquier capricho, ni buscar satisfacer el interés egoísta de los demás, sino que queda muy, muy claro cuál es ese interés que debe perseguir quien quiere ser imitador de Cristo, como lo fue San Pablo. Lo dice muy claramente: “sin buscar mi propio interés, sino el de los demás, para que se salven”. Es decir, el servir a los demás, el buscar el interés de los demás, debe tener como finalidad la búsqueda de su mayor bien, que es la salvación eterna. Esto debe tenerse siempre en cuenta, pues de otra manera, más bien podemos hacer daño a la salvación eterna de los demás, si lo que buscamos es complacer por complacer o por ser apreciados y queridos.

Pero ... volvamos al tema de la Primera Lectura y del Evangelio. ¿Qué nos enseñanza estos pasajes de la Biblia sobre la lepra? Primeramente el horror que es el pecado. Luego, la actitud del Señor ante el pecador que busca su ayuda. Y ... ¿qué hacer nosotros, pecadores, ante nuestros pecados? ¿Qué hizo el leproso? Acercarse a Jesús con convicción, sin temor y con una fe segura. Se acercó también con humildad, “suplicándole de rodillas”. Esa debe ser nuestra actitud: reconocer nuestra lepra, buscar ayuda del Señor y aproximarnos a El con convicción y sin temor, pidiéndole que nos sane. El Señor no tendrá asco de nuestra lepra, por más grave que sea nuestra situación de pecado, si humillados nos presentamos ante El. Sabemos que no podemos curarnos por nosotros mismos. Puede ser que por muchos, por muchísimos años vengamos arrastrando una enfermedad del alma, una lepra que parece incurable. Pero, si Dios quiere –y si yo estoy dispuesto- Dios puede hacer cualquier milagro ... como el del leproso que se le acercó con fe, con confianza, sin temor, con convicción.

¡Qué mejor oportunidad para obtener la sanación de nuestra lepra espiritual que la Confesión! Por más fea o más larga que sea la lepra de nuestra alma, necesitamos arrepentirnos de nuestros pecados, confesarlos ante el Sacerdote, recibir a Jesús en la Sagrada Comunión. Así de fácil los requisitos. Así de grande la recompensa: quedamos sanos totalmente, como el leproso, para comenzar una nueva vida de gracia en Dios. Vale la pena.

(fuente: www.homilia.org)

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