Convertirnos a Dios, volver a Él; procurar no hacer, sino su voluntad, porque fuimos creados por Dios para vivir en la santidad, conforme a su imagen y semejanza. Precisamente, para esto vino Jesús al mundo, enviado por el Padre, para liberar a los hombres de las tinieblas del pecado y del poder de Satanás y así, libres en la verdad por el amor, hacernos partícipes de la V ida divina.
La Palabra de Dios nos muestra abundantemente, tanto el deseo de Dios para que volvamos a Él, como la búsqueda del hombre para encontrar la razón y el sentido verdadero de la vida humana. ¿Por qué vivir, entonces, engañados? ¿Para qué demorar la decisión y la entrega, de una vez para siempre, al Señor, única fuente de nuestra auténtica felicidad? Sólo Él, es el origen, el camino y el fin último de nuestra existencia.
En la vida de los santos apreciamos con toda claridad este necesario cambio interior del corazón que, abandonando el egoísmo y la maldad, se traduce, después, en toda clase de obras buenas, agradando así de este modo a Dios, y amando y sirviendo, con gozo y generosidad al prójimo.
A fines del mes pasado de enero, celebramos la fiesta de la Conversión de San Pablo; en el Apóstol de los gentiles podemos descubrir, quizá mejor que en ningún otro, el proceso de la conversión, que en definitiva consiste en el encuentro personal con Cristo y vivir ya siempre, todo y sólo para Él. En los relatos del Libro de los Hechos de los Apóstoles podemos leer y considerar esta maravillosa experiencia, puesta en labios del mismo Apóstol. En primer lugar, la iniciativa de la conversión parte del amor inmenso de Jesús, de su predilección y llamada para que sea “su siervo y testigo”; de la vocación a la que quiere hacerle partícipe de su misma misión, ayudar a otros a que se conviertan; es decir, a que salgan de las tinieblas a la luz, del podre de Satanás a Dios, a fin de que teniendo FE en Jesús, el único Señor, puedan obtener el perdón de los pecados y la herencia de la Vida eterna. Además de san Pablo hay tantos otros ejemplos en la historia: san Agustín, san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, san Carlos de Focauld, por mencionar sólo algunos más conocidos.
Qué lindo que, en el AÑO DE LA FE, nos preguntemos: ¿realmente, tengo deseos sinceros de conversión a Cristo, a la Iglesia, al bien de mis hermanos? Próximamente daremos inicio, el día 13 de este mes, miércoles de ceniza, al tiempo litúrgico de la Cuaresma. Es el tiempo “oportuno y propicio”, es el tiempo de gracia para la CONVERSIÓN. Si todos y cada uno, en nuestras comunidades donde celebramos y vivimos la FE, deseamos volver a Dios, nos despojamos del hombre viejo y nos revestimos de Cristo, el Hombre Nuevo, no nos faltará la ayuda del Señor y de los hermanos; experimentaremos la alegría que da el vivir en gracia de Dios, haciendo todo el bien que podamos, y cumpliremos el objetivo del Año de la Fe: Vivir, desde ahora, para Dios, en unión con Cristo Jesús. Escribo esta reflexión desde Kakamega, Kenia. Un abrazo misionero para todos.
Mons. José Vicente Conejero Gallego, obispo de Formosa
Editorial para el suplemento diocesano “Peregrinamos”,
órgano de difusión de la diócesis (Febrero de 2013)
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