La Iglesia llama Encarnación al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido nuestra naturaleza humana para llevar adelante la obra de la salvación. En un himno citado por San Pablo, la Iglesia canta este misterio de Cristo encarnado: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo, el cual, siendo de condición divina, no tuvo el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de servidor, haciéndose semejante a nosotros los hombres y apareciendo en su porte como tal y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz.”
Esta condición de la humanidad de Jesús ha sido especialmente remarcada en el siglo de oro español por dos grandes místicos que nos muestran cómo está aquí el camino seguro de nuestra espiritualidad. Dos amigos y compañeros nuestros de marcha, San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús, quienes -frente a algunas corrientes espiritualistas de su tiempo que negaban la imagen como lugar desde donde rezar- nos regalan la posibilidad de adentrarnos, con la imagen de Cristo, en los sentimientos de Cristo.
Ignacio dice como si estuviera yo allí presente cada vez que nos invita a contemplar un rasgo del misterio de Jesús. Teresa de Jesús nos invita a meditar en distintos aspectos de la vida de Jesús según esté nuestra alma: si triste, piense en Jesús en la agonía; si alegre, en lo que significó la transfiguración; si de compañero de camino se encuentra, como si fuera con los discípulos de Emaús. La vida toda se ve así afectada por esta presencia de un Dios vivo que nos habla en su propia carne.
Hay rasgos de la humanidad de Jesús que a nosotros particularmente nos significan mucho, tal vez porque en ellos Dios nos ha hablado y nos ha revelado su misterio, se ha mostrado cercano, lo hemos encontrado y nos ha hablado como Dios, nos ha revelado su verdadera identidad. Por ejemplo, Jesús glorificado en el monte del Tabor, con sus vestiduras resplandecientes, que invita a permanecer con Él en el gozo y la alegría. O aquel otro momento de Jesús, entregado en agonía en Getsemaní. Son rasgos de la personalidad de Jesús que nos revelan lo que Dios nos quiere decir al corazón.
La sonrisa de Jesús
Yo creo que una de las formas que el mundo de hoy necesita encontrar de Jesús es su buen humor y su sonrisa. Como dice Ignacio de Loyola cuando habla acerca de la necesidad de entrar en el retiro del espíritu con liberalidad de ánimo, porque mucho hay para trabajar y para transformar, con gran decisión y determinación, me imagino que para poder obrar así uno tiene que estar con una sonrisa muy amplia, con alegría, porque la alegría nos permite desplegar el alma en todas sus posibilidades. Por eso me da fuerzas encontrarme con este rostro de Jesús. Esa sonrisa de Jesús no tantas veces trabajada por nosotros ni bien reflejada en nuestro modo de hablar de Jesús en la comunidad y tan necesaria en estos tiempos tan complejos, tan oscuros y llenos de sombras, de tantas ausencias que nos muestren con claridad un rumbo.
Hace falta luz y claridad. Y cuando una persona sonríe y está alegre, la claridad la trasciende y el ambiente oscuro se llena de luz. Por eso, esta sonrisa de Jesús tal vez sea uno de los aspectos que debamos trabajar más en la contemplación de su misterio encarnado, de este Dios hecho a la medida nuestra y desde allí dejar que el alma, el ánimo, el espíritu, se nos llene de libertad, y la gracia de transformar la vida sea fruto de esa presencia gozosa de Cristo en nuestras vidas.
Allí está una de las dimensiones más exigentes para el cristiano: vivir las bienaventuranzas, es decir, ser feliz en medio del dolor, de las preguntas, en medio de las búsquedas, de las sombras y oscuridades. El cristiano está llamado a ser rostro del Dios viviente y con la presencia del Resucitado sonriendo, es posible.
La Virgen de la sonrisa
Al morir la madre de Teresita del Niño Jesús, su hermana Paulina fue por elección de la propia santa su segunda mamá. Pocos años después (en 1882) Paulina entró en el Carmelo para convertirse en la Madre Inés de Jesús. Esta partida de Paulina le significó a Teresita un nuevo abandono, y desde diciembre de ese año la niña cae con frencuencia enferma. La tarde de Pascua es atacada por temblores nerviosos que durarán seis semanas. La familia se moviliza para obtener la curación de Teresita y hacen celebrar una novena de misas en el Santuario Ntra. Sra. de las Victorias. Y el 13 de mayo de 1883, en la fiesta de Pentecostés, Teresa se vuelve ante la imagen que se encuentra al lado de su cama: es la Virgen de la sonrisa. Y ella cuenta: “De repente la Ssma. Virgen me pareció bella, tan bella que nunca había visto cosa tan hermosa; su rostro respiraba una bondad y una ternura inefable. Pero lo que llegó hasta el fondo de mi alma fue la arrebatadora sonrisa de la Virgen María. En aquel momento, todas mis penas se disiparon. Dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas. Pero eran lágrimas de pura alegría. La Santísima Virgen -pensé- me ha sonreído.”
¿De dónde aprendió Jesús la sonrisa sino de esta Madre, capaz de curar, capaz de sanar? El rostro de Cristo sonriendo tal vez venga no solamente a traer luz sino también sanidad a nuestros corazones.
Otros aspectos de la personalidad de Jesús
Algunos hablan de los sesenta caracteres que representan los rasgos de Cristo Jesús: la amabilidad; su capacidad de amistad (en la Cena Pascual, “ustedes son mis amigos”); lo apreciativo, cómo Jesús valora la amistad (en relación con Lázaro particularmente); lo atento (cuando en medio de la multitud que lo apretujaba, alguien le toca el manto y Él lo percibe); la bondad de Jesús (“hay tantos que no tienen qué comer, démosle de comer”); la compasión misericordiosa (reflejada en ese vínculo con la mujer que está allí por ser apedreada por ser una pecadora pública); lo confiado que es y la confianza que Él tiene (“vayamos a Jerusalén”, por más que sabe que le espera la muerte); su capacidad de conmoverse (conmovido, Jesús oró al Padre ante la muerte de Lázaro); su alegría; su capacidad creativa, todo lo que Jesús toca lo transforma; su decisión (“nadie me quita la vida, Yo la doy libremente”); lo determinado que es Jesús; lo disciplinado (siempre se lo ve a Jesús orando o trabajando), también en el descanso Jesús es disciplinado; lo disponible (mientras están descansando, la multitud lo busca y Él dice atendamos a la gente); la fidelidad de Jesús en el amor al Padre. Son solo algunos de los rastros que podemos identificar al hablar de este Dios que, habiéndose hecho carne, hizo realidad en su propia vida tantos valores que nos ha dejado, en los cuales podemos adentrarnos para que, desde ese lugar, nos hable Dios y nos reconstituya el alma y así nosotros, como buenos alfareros, podamos trabajar en el corazón de nuestros hermanos.
La mansedumbre de Jesús
En la Palabra, hay un pasaje en el que Jesús habla de sí mismo, cuando da a conocer su identidad más profunda, habla de un valor que lo representa como ningún otro: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón.” La mansedumbre es fruto de una gracia del Espíritu Santo, donde lo que nos gana es el dominio de sí mismo. No es falta de carácter; es ser fuerte, pero también sereno, humilde. Pareciera que fuerte y serenidad son dos contrarios que no pueden convivir en un mismo lugar. En Cristo, los contrarios parecen que se encuentran. Como dice la Palabra, en Isaías, hablando del tiempo mesiánico: allí van a convivir el lobo y la paloma; el niño va a meter la mano en el hueco de la serpiente y no le hará daño. Es decir, los opuestos van a convivir.
El apóstol San Pablo en la Carta a los Efesios nos muestra un camino para vivir bajo este rasgo de la mansedumbre: Yo, preso en el Señor, les ruego que anden como es digno de la vocación con que fueron llamados; con toda humildad y mansedumbre, sobrellévense los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la humildad del espíritu en el vínculo de la paz. Un cuerpo, un espíritu, como también fueron llamados en una misma esperanza de su vocación. La mansedumbre como el lugar donde el Señor, con su estilo y con su forma, nos atrae y busca que nosotros también atraigamos a otros.
El espíritu de mansedumbre
Decíamos que la sonrisa nos recrea el alma y nos capacita para la liberalidad de espíritu. Y la mansedumbre se viene de la mano de la sonrisa para mantenernos con carácter firme y, al mismo tiempo, sereno, en esto de ir esculpiendo el rostro nuevo de la nueva humanidad en Cristo Jesús.
El espíritu manso es aquél que nos acompaña y nos hace estar en calma en medio de la tormenta. Es ese espíritu que mientras se sacude la barca parece que Jesús estuviera dormido, pero sin embargo el Señor dice estén tranquilos. Es un espíritu que no busca lo propio, que es capaz de sufrir cuando el otro sufre. Que no es respondón, no es “leche hervida” como decimos por ahí, sino que es manso, tranquilo; que tiene la capacidad de adaptarse a las circunstancias, es dúctil, es capaz de acostumbrarse a los nuevos escenarios. Es un espíritu que tiene la capacidad de aceptar los planes de Dios, los previstos y los imprevistos, con la fuerza de quien se entrega y se deja llevar por Aquél en quien confía; es pronto a perdonar, agradece cuando recibe ayuda, tiene la capacidad de ser afable y flexible. El espíritu manso es hermano de la benignidad y de la magnanimidad, es grande. No se adelanta en el supermercado a los empujones ni sube al tren a los codazos. Recibe con mansedumbre la Palabra de Dios y la medita. Es servicial y reconoce que puede estar equivocado. Acepta la voluntad de Dios porque sabe que Él elige lo mejor.
escrito por el Padre Javier Soteras
(fuente: www.radiomaria.org.ar)
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