Tres condenados a muerte. Parecería que han recibido el mismo trato, pero no. A ti, Jesús, te rompieron las espaldas, te las araron a fuerza de latigazos. Los ejecutores se cansaron de golpearte inmisericordemente, hasta verte desmayar sobre la pequeña columna, retorciéndote de dolor.
Luego vino la borrachera de risotadas y burlas, en catarata, al hacer de ti el centro del juego llamado "basileos": eras el rey de sornas, te vistieron con una clámide roja, te buscaron un cetro de caña y te coronaron -¡ingeniosa iniciativa!- con un casquete de espinas, que a base de presionarlo con sus guanteletes de hierro, terminaron por clavártelo completamente en tu cabeza bendita. Y nuevos, abundantes hilillos de sangre descendieron por tu rostro. Eran espinas muy pronunciadas, no muchas. La cohorte desfila burlonamente ante tu persona deshecha. Se arrodillan ante ti, saludándote con un “¡salve, rey de los judíos!”, y se despiden con un gesto obsceno, una risotada, tirando de tu barba sanguinolenta o escupiendo sobre tu rostro. Quizá, en el colmo de la humillación, alguno tuvo la desfachatez de orinar encima de ti... para que supieras que no eras nadie para ellos, aunque lo eras todo para la creación entera.
Paso seguido te llevan ante Pilato y éste se queda petrificado, al ver cómo en poco tiempo habías envejecido, y cómo te habían quitado tanto de esa dignidad regia que te envolvía. “Ecce homo”, o lo queda de él. Aquí está el hombre, para que terminemos con él. Aquí está el hombre, el auténtico, el genuino, el más bello hijo de Adán. Aquí está Jesús de Nazareth, nuestro redentor, revelándonos el valor infinito de cada persona al soportar este cúmulo de humillaciones. Sólo él “revela el misterio del hombre al hombre mismo”.
Tres son los sentenciados. Cada uno debe cargar sobre sus espaldas el travesaño horizontal hasta el montículo de la calavera. Unidos el uno al otro por cuerdas, comparten una misma condena, mismos sufrimientos, pero por razones diametralmente opuestas, y con resultados absolutamente diversos y contradictorios: uno de ellos se robará esa misma tarde la gloria del cielo; mientras que el tercero no dará, al menos externamente, signos de arrepentimiento, sino de odio y de desprecio.
A ese cuerpo ya no lo llevas, lo arrastras, y cuando te vence la debilidad, te recibe secamente el suelo polvoriento. Tu rostro se impacta contra las piedrecillas. La sangre y el sudor se vuelven lodo. Has perdido la conciencia más de una vez. La muerte empieza a rondar. Te levantas para llegar hasta la meta, para cumplir tu misión, para no dejar de amar hasta la última brizna de vida. Pero estás tan débil y tu mirada tan perdida, que uno de los soldados debe echar mano de un transeúnte, un cierto Simón de Cirene, para que te ayude a llevar el travesaño hasta los pies del Calvario.
Es un camino cargado de gritos, burlas, improperios, llanto, reclamos de piedad, insultos, obscenidades. “¡Padre, llegó la hora!” La hora de las tinieblas, que en la cruz será la hora del amor supremo, y a base de humildad, trocarás el Via-crucis en Via-lucis. Desde ella, desde ese patíbulo de ignominia todo dolor humano quedará injertado en el tuyo, preñado de eternidad y roto desde dentro su sinsentido y toda desesperación.
Observas cómo preparan el travesaño horizontal para hacerlo empalmar posterior-mente con el vertical que ya ha sido sólidamente erigido en la cumbre de aquel montículo.
Te quitan la ropa, tu túnica bañada en sangre, casi seca. Te la arrancan abriéndote nuevamente tantas heridas a punto de cerrar. Duele demasiado, como si te desollaran de espaldas y pecho.
Te hacen recostar, abriendo los brazos sobre el madero. Tus manos benditas, que siempre compartieron todo y que no dejaron de bendecir a tu alrededor, ahora quedan atrapadas por dos inmensos clavos que perforan tus muñecas, una después de la otra, creando un dolor de tal magnitud que te hace convulsionar de pies a cabeza. Es un horrendo calambre que recorre tus brazos, como una descarga que llega a la columna, inmisericorde, y que no te abandonará sino hasta el mismo momento de tu muerte.
Con gran agilidad te levantan, elevan el travesaño hasta hacerlo empotrar en el palo vertical. Lo aseguran y, entonces, realizan la misma maniobra sobre tus pies: los fijarán al madero con otro clavo, un pie sobre el otro. Tus pies, que sólo trajeron verdad y belleza, la buenas nuevas del Reino, la alegría del amor del Padre, ahora están inmóviles, atravesados por ese clavo, para siempre.
No hubo cuerdas de apoyo para tus brazos, no había estribo como asiento ni como apoyo para tus pies. Los tres criminales quedaron literalmente pendientes de sus carnes vivas. El tormento romano fue inventado y desarrollado para infligir a los condenados un dolor atroz que hacía bisagra sobre su aguante físico: en la medida en que se podían apoyar sobre sus heridas vivas para levantar el cuerpo podían respirar; al cansarse, se abandonaban, creando una desesperante sensación de ahogo. La posición del crucificado buscaba la muerte por asfixia. Era, por tanto, doblemente macabro, ingenioso, sádico… ¡y allí colgaba el hijo de Dios!
El diablo se debió sentir profundamente satisfecho. Había logrado dirigir todas las baterías, todas las pasiones humanas contra el Mesías y lo tenía indefenso y moribundo sobre una cruz.
Ahora tu cuerpo se retuerce y gime, anhelando un poco de oxígeno. Sientes estallar los pulmones, y, con enorme esfuerzo, logras algunas bocanadas de aire irguiéndote sobre tus carnes, sobre tus heridas abiertas. Respiras a precio de infinito dolor.
Tres horas pendiendo de la cruz, hasta compartir la angustia de los condenados. No “sientes” la presencia del Padre, como si se te hubiese escondido su rostro: “Eloí, Eloí, lamá sabactaní”. Hasta allá bajaste, hasta los límites del abandono y de la desesperación, para desde allá rescatar al hombre, rescatarme a mí de las garras del infierno, de mis más íntimos miedos, de mis más ocultos complejos. Este es el precio de mi salvación, de mi rescate. ¡Demasiado alto para jugar con él! ¡Demasiado amor para continuar jugando con ello!
Y todo esto por mí, en lugar mío, para mí. Para demostrarme –con hechos- cuánto me quieres, cuánto valgo ante tus ojos y cuánto esperas de mí, Señor.
Cuando así me has amado, la única pregunta válida es ésta: ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué quieres de mí, Señor? ¡Aquí me tienes! Cuenta conmigo para lo que quieras. Te lo mereces. En verdad, algo menos de esto sería absurdo, vil tacañería, desesperante ceguera.
Ojalá que al contemplar tu cuerpo fláccido y desgarrado a jirones, tus manos retorcidas, tus pies amoratados, tu rostro deformado, tu sangre que no cesa de escapar desde todos tus poros y ha encharcado la base de tu cruz, yo no pueda contener el grito que escapó del pecho de S. Pablo: “la vida al presente la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.
Sí, Señor. Ahora puedes terminar de morir en paz. Todo está consumado.
Sí: todo lo has cumplido. Has cumplido de sobra tu misión… “los amó hasta el extremo”.
E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu.
escrito por P. Alfonso Pedroza LC
(fuente: Catholic.net)
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