Entre los invitados por el Maestro de Galilea a la construcción de un nuevo orden había personas de diversas extracciones del pueblo de Israel y, por lo tanto, la mirada proyectada sobre la misión de Jesús es diversa, según el lugar de pertenencia de cada uno de ellos.
Hagamos un breve repaso de algunos de aquellos primeros seguidores del camino y comparémoslo con los de este tiempo de la Iglesia. Comenzamos por Pedro y los otros tres pescadores -Andrés, Santiago y Juan-, gente sencilla que vivía de lo que le ofrecía su oficio (Lc.5,1). Pedro, de temperamento colérico e inestable, capaz de cortarle la oreja al soldado que viene a arrestar a Jesús (Jn.18,10) y, al poco tiempo, negarlo por tres veces antes de que cante el gallo (Mc.14, 66-72). Santiago y Juan no tienen reparos en "instrumentalizar" a su madre para ocupar un lugar de poder en su reino; y los otros diez apóstoles se enfurecieron con ellos por aspirar exactamente a lo mismo (Mt 20, 20-28).
Como servidor de las finanzas del imperio romano aparece Mateo, un cobrador de impuestos, servicio que hoy no dudaríamos en calificar de "vende patria" (Mc 2, 3-17). En el otro extremo, perteneciente a una línea revolucionaria y combativa, estaban Simón y Judas, que, al modo de Robin Hood, asaltaban en los caminos para repartir esos bienes entre los pobres. A éstos se suman dos más: Natanael, un hombre de una sola pieza, "un judío sin doblez" (Jn 1, 45-51); y, por último, Pablo de Tarso, a quien Jesús lo cruza en el camino y lo invita a sumarse a la comunidad como apóstol de los gentiles (Hech.9,1).
¿Qué diferencia hay entre aquellos hombres y estos seguidores, que mañana entran en cónclave? Desde ya, el contexto y el tiempo. Hace dos mil años, uno de ellos lo vendió por 30 monedas (Jn 13, 21-30); y hoy los "VatiLeaks" reflejan un vil comercio de lo religioso. Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia, en el primer concilio en Jerusalén representaban dos líneas antagónicas, una más aferrada a la ley judaica y otra más abierta, superando el muro legal judío para instalarse en el corazón del mundo (Hech.15, 1-29). Por estos días, desde algunos sectores la Iglesia se perciben deseos de mayor apertura y renovación; mientras otros, más vinculados a la curia romana, afirman que hay que conservar el orden y no es necesario innovar.
Un obispo argentino, con mucha agudeza, me manifestó que percibía la necesidad de una profunda transformación de una Iglesia enredada en los tres grandes pecados que ya denunciaba el documento de Puebla: poder, dinero y placer.
Los primeros discípulos, después del escándalo de la cruz, se encerraron por miedo; para luego, en oración, abrirse junto a María a la espera de la promesa de Jesús, el Espíritu Santo. Con Él en medio, hicieron milagros (Hech.3,1-10) gracias a la conciencia de que, en su debilidad, estaba toda su fortaleza (Rm.5, 20).
Antes de venir a Roma, y con la renuncia de Benedicto XVI ya anunciada, fui a ver la película "Los Miserables", basada en la novela del francés Víctor Hugo. Cuánto bien me hizo para entender que los hombres y las instituciones somos capaces de lo más bajo y de lo más grande. Nos pasa a todos, también a una Iglesia necesitada de purificación (Lumen Gentium 8).
escrito por el padre Javier Soteras, director de Radio Maria Argentina
para Diario La Nación
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