Dios derrama en nosotros Su misericordia en todo tiempo y en todo lugar, como una lluvia de gracia y bendición, pero podría decirse que en la Eucaristía, hace descender sobre nosotros ¡un verdadero chubasco!, ¡un torrente tan grande que no se puede comparar con nada más!
¿Qué significa ‘Eucaristía’? Acción de gracias, y realmente merece nuestra gratitud todo lo que Dios nos da en cada celebración Eucarística.
De entrada, el que nos invite a Su casa, que tenga apartado para nosotros un sitio alrededor de Su mesa, ¡es un privilegio inigualable! ¡Nadie queda fuera de la divina hospitalidad! La Misa es gratuita y se celebra en todo tiempo y lugar alrededor del mundo, lo mismo en la sobre una mesa improvisada al aire libre en un humilde caserío, que en el altar mayor de una grandiosa Catedral.
Empezamos ubicando que estamos allí ‘en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’, que pertenecemos a una comunidad de amor que es la Santísima Trinidad, que no somos ‘colados’ sino hijos misericordiosamente amados de la familia de Dios, y hermanos de cuantos nos rodean.
Enseguida se nos invita a reconocernos pecadores, pero no para humillarnos, sino porque Dios quiere abrazarnos con misericordia, es decir, poner Su corazón en nuestras miserias, y perdonarlas.
Luego tenemos el privilegio de escucharlo. ¡Dios se digna hablarnos! Aunque sabe que a veces nos fingimos sordos, sigue iluminándonos con Su Palabra que nos restaura.
Después podemos compartir algo de lo mucho que recibimos, y vivir la bienaventuranza de ser misericordiosos y poner nuestro corazón en las miserias y necesidades de los demás, intercediendo por ellos.
Enseguida viene algo increíblemente misericordioso: se nos permite estar presentes, por encima del tiempo y del espacio, en el momento único e irrepetible en que Cristo instituyó la Eucaristía, y unirnos a Su sacrificio en la cruz, a Su ofrenda perfecta, y orar, junto con toda la Iglesia, por vivos y difuntos, en comunión con María y con todos los santos y santas del cielo, y recordar que estamos allí no sólo participando de un suceso del pasado, sino también aguardando uno futuro: la Segunda Venida de Jesús.
Más adelante, nos atrevemos a llamar ‘Padre’ a Dios, recibimos Su abrazo, y sabemos que no importa en qué lugar del mundo estemos, la Misa es la misma, nos sentimos en casa y recibimos y comunicamos la paz de Dios.
Lo que sigue después es realmente la prueba máxima de la misericordia divina, que se nos permita a nosotros, indignos pecadores, ¡ recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se nos da por alimento! Sólo a Él podía habérsele ocurrido una manera tan maravillosa de quedarse con nosotros.
Al final, ya no queda más que hacer una breve oración, recibir la bendición y salir, y ojalá en este Año de la Misericordia, salgamos a compartir con fe, esperanza y amor, la misericordia con que, a raudales, nos colma en cada Eucaristía el Señor.
escrito por Alejandra María Sosa Elízaga
(fuente: www.siame.mx)
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