Texto de la Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
La Cuaresma, práctica anual de los católicos, adquiere un carácter singularísimo en este Año Jubilar de la Misericordia. Cada Cuaresma es, en realidad, una ocasión de gracia; lo ha sido siempre, aun cuando debamos reconocer que más allá de nuestras buenas intenciones el fruto haya sido magro, provisorio, porque olvidando nuestros propósitos volvimos a las andadas. O no hemos puesto la atención continuada, la tenacidad, el coraje necesarios para que alguno de esos períodos prepascuales que hemos vivido fuera decisivo para vencer nuestra mediocridad, la grisácea rutina de ser siempre y empecinadamente nosotros mismos, más o menos contentos, pero lejos todavía del cumplimiento de nuestra vocación y destino: ser colmados por la plenitud de Dios (Ef. 3,19), que Cristo sea formado en nosotros (Gal. 4,19), de modo que con toda verdad y sencillez podamos decir con el Apóstol: para mí, vivir, la vida, es Cristo. No es ésta una meta excesiva; todos, cualquiera sea nuestra suerte, nuestro lugar o nuestra ocupación en el mundo, no sólo podemos, sino que debemos tender a ella.
La Iglesia concibe la Cuaresma como un tiempo penitencial. Pero la penitencia no puede reducirse a algunas prácticas de mortificación. Tradicionalmente era ésta una cuarentena de ayuno, un ayuno ahora aliviado que ha quedado reducido al Miércoles de Ceniza y al Viernes Santo, tomando en consideración las condiciones de la vida moderna. Pero ya San León Magno advertía que el ayuno ha de consistir mucho más en la privación de nuestros vicios que en la de los alimentos. Por otra parte, penitencia en el griego del Nuevo Testamento suena metánoia, que significa propiamente conversión, es decir un cambio o giro en la manera de pensar y ver las cosas, capaz de imprimir otra dirección a nuestra vida. En suma: reconocimiento del pecado y apelación a la misericordia divina. He allí la penitencia. La misericordia es, precisamente, la inclinación del corazón paterno y amante de Dios hacia nuestra miseria sobre ella, para cubrirla y disolverla. El don de la metánoia, del cambio al cual la Iglesia nos incita a aspirar cada Cuaresma, en cuanto gracia de la misericordia divina que transfigura nuestra libertad, requiere y contiene como primer elemento el reconocimiento de que somos pecadores; este principio coincide con lo que en la Sagrada Escritura se llama temor de Dios. En su Magnificat María proclama que la misericordia del Señor se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen (Lc. 1,50). Es la buena nueva, el Evangelio, el feliz anuncio de la condescendencia divina con la debilidad humana. Que el reconocimiento del pecado es la condición de la misericordia –condición teológica y psicológica, precepto divino y necesidad humana– aparece claramente en la parábola del hijo pródigo; una enseñanza de Jesús que no admite interpretación errada y que se hace visión en la magnífica, inolvidable pintura de Reembrandt. Entonces, en el reconocimiento simultáneo del pecado y la misericordia, se experimenta la ternura de Dios nuestro Padre; su amor misericordioso nos esperaba, nos perseguía y finalmente nos alcanza.
El reconocimiento del pecado es- insistamos- para nosotros, el principio de la observancia cuaresmal; la penitencia de los pecados concretos que muchas veces ocultamos, ignoramos o disimulamos. Ahora se nos ofrece la ocasión providencial de sacarlos a luz. En la parábola aludida, que puede llamarse mejor “el padre misericordioso”, cuando el joven extraviado se encontraba hundido en lo más vergonzoso de su miseria, recapacitó y se acordó de su padre (Lc. 15,17s). Recapacitó suena literalmente en el texto griego volvió en sí mismo, entró en sí mismo; dicho vulgarmente: cayó en la cuenta, advirtió el disparate de lo que había hecho. El retorno espiritual precede al iniciar efectivamente el regreso. Como aquel muchacho veleidoso y desatinado también nosotros debemos, en los próximos días cuaresmales, entrar dentro de nosotros mismos con total objetividad, dejándonos desnudar por la mirada de Dios. No hace falta que encontremos pecados graves –¡si comulgamos diariamente y podemos pensar que estamos en gracia!– pero seguramente, si miramos bien, nos toparemos con pecadillos, venialidades que nos atan, hechos, hábitos u omisiones que nos impiden movernos resueltamente y crecer hacia la santidad, sobre todo la inacción que procede de nuestra frivolidad y de nuestra pereza. Cada cristiano debe rever su caso en la Cuaresma, tiempo de gracia también para los “grandes” pecadores, sobre todo en este Jubileo de la Misericordia. El Papa Francisco ha hablado reiteradamente de la ternura de Dios que aguarda a todos y a todos invita a su casa.
Me parece importante advertir el contexto cultural en el que hoy nos movemos los cristianos. La palabra “pecado” no circula, signo de que esa realidad no es reconocida, no es considerada una categoría real; se acuerdan de ella los bodegueros y la hacen objeto de chanza: hay un vino que se llama Pecado, y otro Lujuria. Ambos muy buenos, muy ricos, pero ¿por qué tales nombres? ¿Será una ocurrencia de marketing o nos están tomando en solfa? Por otra parte, causaría escándalo si uno llamara pecado a las hazañas financieras y sentimentales de la gente rica y famosa, a los robos de los políticos y las degeneraciones de algunos artistas. Pecados y pecadores han existido siempre, y no nos es lícito a nosotros excluirnos de esa miserable cofradía, pero ahora no se llaman las cosas por su nombre; peor aún, las leyes convierten los pecados en derechos, y ¡guay si nos atrevemos a desconocerlos o impugnarlos! ¡La altiva sapiencia de los legisladores los ha convertido en intangibles derechos humanos! El diablo debe estar de fiesta permanente. En el Nuevo Testamento figuran varias listas de pecados. Por ejemplo, San Marcos pone una en boca de Jesús: de dentro del corazón del hombre salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, desatino (Mc. 7, 21-23). San Pablo ofrece otra enumeración a los corintios, como una amenaza: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los pervertidos, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los usurpadores heredarán el Reino de Dios (1 Cor. 6, 9-10). La traducción de estos nombres puede variar levemente en las ediciones de las Biblias en uso. Los distraigo con dos anotaciones lexicográficas: en 1 Cor. 6, 9 se lee “pervertidos”; existen diversos tipos de perversiones, aunque el término deja sospechar de qué se trata. El texto griego dice arsenokóitai, que literalmente habría que traducir “varones que se acuestan con varones”. Otra nota de interés: en la lista de Marcos figuran las codicias y en la de Pablo los avaros; se trata de la misma raíz: pleonexíai y pleonéktai; es el amor al dinero, causa de todos los males. Otro tema sobre el cual el Santo Padre Francisco se explayó en varias oportunidades.
Esta cuestión de la pleonexía es de máxima actualidad: el vicio se convierte en sistema allí donde el sector financiero ejerce un dominio abusivo sobre el conjunto de la actividad económica y determina insensiblemente la miseria de multitudes empobrecidas.
Hay algo peor al olvido del pecado, y es el aceptarlo como algo normal, y más aún el considerarlo una virtud. Últimamente se ha creado bastante confusión en los fieles y en el público en general con motivo de declaraciones resonantes en relación al Sínodo Extraordinario sobre la Familia 2014-2015. Por ejemplo, respecto de los divorciados y vueltos a casar, un obispo francés ha dicho que “al comprometerse en una segunda alianza (la pareja) ha creado un vínculo tan indisoluble como el primero”. Sobre otro tema candente un obispo belga declaró: “debemos buscar en el seno de la Iglesia un reconocimiento formal de la relación que también está presente en numerosas parejas bisexuales y homosexuales”. Son macanazos gratuitos que pueden hacer mucho daño. Nosotros aguardamos confiadamente la Exhortación Apostólica Postsinodal que el Sumo Pontífice publicará sobre los temas discutidos en el Sínodo. Lo que está fuera de discusión es el respeto y el amor que debemos a todas las personas, sin olvidar la tercera de las obras de misericordia espirituales: corregir al que yerra. En realidad, no se puede corregir a nadie si no se lo ama, y si no se le demuestra, con mucha humildad, mucho amor.
San Juan Crisóstomo, en la segunda de sus homilías “Sobre el diablo tentador”, enumera cinco caminos de penitencia, que pueden sernos útiles como vías de un itinerario cuaresmal. Comienza por la acusación de los pecados, y ya hemos hablado lo suficiente del tema. En seguida propone perdonar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos poniendo en raya nuestra ira. Somos a veces un tanto delicados, susceptibles, y nos sentimos ofendidos no solamente por los enemigos (en el caso que los tengamos y que efectivamente nos hagan la guerra) sino también por las faltas, a veces insignificantes, que proceden de nuestros hermanos; perdonar equivale a olvidar. Borrón y cuenta nueva; no se perdona de verdad si no se olvida la ofensa. El tercer camino es para el Crisóstomo la oración ferviente y continuada que brota de lo íntimo del corazón. ¿Cómo podrá cumplirse semejante anhelo? Pienso en la plegaria del peregrino ruso, que es adoración y súplica: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, apiádate de mí, pecador”. Dicen que hay que repetirla incesantemente, hasta que ya no la pronuncien los labios, sino que las palabras se identifiquen con los latidos del corazón. Después viene la limosna, que no es la monedita que se da distraídamente o de mala gana. “Limosna” viene del griego, y significa precisamente misericordia. El espectro de este gesto cristiano en la actualidad se amplía sin fronteras: los pobres son innumerables, los desgraciados, marginales, descartados, muertos en vida. ¿Qué podemos hacer por ellos, por algunos de ellos, por uno solo cuya miseria nos hiere los ojos y nos deja indiferentes? San Cesáreo de Arlés distinguía una misericordia terrena y humana y otra celestial y divina. Las dos parecen íntimamente vinculadas: la primera consiste en atender las miserias de los pobres, la segunda en el perdón de los pecados. El santo obispo argumenta así: Todo lo que da la misericordia humana en este tiempo de peregrinación se lo devuelve después la misericordia divina en la patria definitiva. Dios, en este mundo, padece frío y hambre en la persona de todos los pobres, como dijo él mismo: “cada vez que lo hicieron con uno de estos mis humildes hermanos, lo hicieron conmigo”. El mismo Dios que se digna dar en el cielo quiere recibir en la tierra (Sermón 25, 1).
Pero volvamos a Juan, el Boca de Oro, y a sus caminos de penitencia. El último, dice, es la humildad y el obrar con modestia. Ojo con esto, porque se trata de un terreno en el cual patinamos con frecuencia, y fácilmente. En este campo brotan rasgos psicológicos y actitudes habituales de conducta que hunden sus raíces en el fondo de nuestra personalidad. El célebre Bossuet en su Tratado de la Concupiscencia caracteriza un pecado que podría llamarse hoy autorreferencialidad; dice, recordando, el caso bíblico de Adán y Eva: una cierta atención a ellos mismos que no les estaba permitida, un amor de su propia excelencia y de allí un secreto placer de gustar de ellos mismos, de complacerse en ellos y en su propia perfección. Las nuevas generaciones se educan así: a gustar a los demás en facebook y link porque gustan de ellos mismos; la ingenuidad adolescente de estas peligrosas pavadas tiene en muchos de nosotros, adultos, réplicas nada inocentes y difíciles de desarraigar. Vale la pena pensar en esto y reconocerlo.
Para concluir: la cuaresma no tiene nada de triste, al contrario; es seria, pero no triste. Es un tiempo acotado que mira al futuro, a la Pascua; así aparece claramente en la liturgia eclesial. Lo que se nos dice en el momento en que recibimos la ceniza expresa la seriedad de ese gesto profundamente religioso y, después de todo, la seriedad de la vida y del compromiso cristiano. Como sabemos, las dos fórmulas alternativas rezan: Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás; Conviértete y cree en el Evangelio. Se busca que por medio de las prácticas cuaresmales recibamos el perdón de los pecados y la vida nueva a imagen de Jesús resucitado. Aludo nuevamente a la parábola. Se busca esto, el perdón y la gracia, y se lo pide a Dios, al Padre misericordioso que nos esperaba y al vernos de lejos se conmueve profundamente, corre a nuestro encuentro, nos abraza y besa y nos viste de lo mejor para empezar la fiesta (cf. Lc. 15, 20 ss.). Porque todos somos hijos pródigos.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
en la celebración del Miércoles de Ceniza
Iglesia San Ramón, Tandil
10 de febrero de 2016
(fuente: aica.org.ar)
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