En el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas, se nos presentan tres parábolas o comparaciones que son ejemplos de la misericordia de Dios para con los hombres: el buen pastor que busca a la oveja perdida, dejando a las otras 99 en el redil hasta que encuentra a la centésima, que estaba extraviada. Aparece también la mujer que había perdido una moneda y barre incansablemente la casa hasta que la encuentra. Y se nos habla de un padre que acoge amorosamente al hijo ingrato y derrochador, a la vez que también muestra su confianza al hijo responsable que había permanecido junto a él.
Son figuras de la solicitud paterna y misericordiosa. “En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia… En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón” (Papa Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 9).
Jesús nos recuerda que somos deudores insolventes a los que se ha perdonado, por parte de Dios, una gran deuda. Y que, en consecuencia, debemos perdonar, tal como pedimos en el Padrenuestro. “Provocado por la pregunta de Pedro acerca de cuántas veces fuese necesario perdonar, Jesús responde: «No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18, 22) y pronunció la parábola del siervo despiadado. Este, llamado por el patrón a restituir una grande suma, le suplica de rodillas y el patrón le condona la deuda. Pero inmediatamente encuentra otro siervo como él que le debía unos pocos centésimos, el cual le suplica de rodillas que tenga piedad, pero él se niega y lo hace encarcelar. Entonces el patrón, advertido del hecho, se irrita mucho y volviendo a llamar aquel siervo le dice: «¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?» (Mt 18, 33). Y Jesús concluye: «Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos» (Mt 18, 35)” (idem).
Vemos así que la misericordia no es sólo patrimonio del obrar de Dios sino que ha de ser la pauta del obrar de cada uno de los hijos de Dios. “Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir” (idem).
Nuestra estrechez de corazón hace que nos cueste tanto perdonar. “Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices. Acojamos entonces la exhortación del Apóstol: «No permitan que la noche los sorprenda enojados» (Ef 4, 26). Y sobre todo escuchemos la palabra de Jesús que ha señalado la misericordia como ideal de vida y como criterio de credibilidad de nuestra fe. «Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia» (Mt 5, 7) es la bienaventuranza en la que hay que inspirarse durante este Año Santo” (idem).
Nuestro Padre Dios nos trata con misericordia. “Él no se limita a afirmar su amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, después de todo, nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano. La misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de alegría y serenos” (idem).
Se nos propone así un tenor de vida que abarca a todos los hombres, sin excluir a ninguno. “Es sobre esta misma amplitud de onda que se debe orientar el amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros” (idem).
escrito por Rafael María de Balbín
(fuente: almudi.org)
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