Sin embargo, nuestra presentación de la castidad y del respeto por la sexualidad humana tiene que ser en clave positiva. No podemos limitarnos a denunciar las malas consecuencias del libertinaje sexual: infecciones de transmisión sexual (ITS), corazones rotos, divorcios, abortos, pérdida de la salvación, etc. Tenemos también que anunciar la belleza del Evangelio de la castidad y de la sexualidad humana.
La visión cristiana de la sexualidad humana se funda en la visión cristiana de la persona humana. La Palabra de Dios nos enseña que la persona humana goza de una dignidad o valor intrínseco y absoluto por razón de haber sido creada a imagen de Dios (Génesis 1:27), poseer un alma inmortal (Génesis 2:7) y ser objeto del amor eterno y salvador de Cristo (Juan 3:16).
El cuerpo humano está unido sustancialmente –no accidentalmente– al alma humana. Sin el cuerpo no existe una persona humana completa. Por ello Cristo lo resucitará en el último día, como lo confesamos en El Credo. Por tanto, el cuerpo es parte intrínseca de la persona humana y como tal debe ser respetado y valorado.
De ello se sigue que la sexualidad humana tampoco debe ser despreciada, sino valorada como un don natural maravilloso de Dios. La sexualidad humana comporta dos grandes valores: la unión conyugal en el amor (Génesis 2:24) y la apertura a la transmisión de la vida (Génesis 1:28). La castidad es la virtud que nos hace capaces de integrar el dinamismo de la sexualidad humana en el centro de nuestra persona para así poder colocarlo al servicio de estos dos grandes valores, ya sea en el matrimonio –castidad conyugal– o en la vida consagrada –continencia total– (Catecismo, 2337). La castidad, por tanto, no es algo negativo, sino muy positivo y hermoso. La castidad conyugal implica la continencia cuando, por ejemplo, se está practicando la planificación natural de la familia por motivos serios. Pero también implica la realización misma del acto conyugal en el respeto por sus dos grandes valores: la unión conyugal en el amor como don de sí al otro y la apertura a la transmisión de la vida. En ese sentido el acto conyugal es casto y el gozo implicado en él es perfectamente compatible con la santidad e incluso constituye una ayuda para ella (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 49).
Todas las personas no casadas, incluyendo las consagradas, deben vivir la castidad en continencia total. Los novios deben reservar para el matrimonio las muestras de afecto propias del estado conyugal. Los consagrados expresan su afectividad amando a todos y engendrando hijos espiritualmente para Dios y Su Iglesia, sin sensualismos ni relaciones peligrosas de ningún tipo. Su sexualidad es un dinamismo cuya fuerza queda totalmente integrada en el centro de su persona, de donde emana el amor de Dios por sus hermanos. En los consagrados el celibato es un don de Dios que en esa persona manifiesta la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia de una manera amplia y dedicada.
Cristo elevó el matrimonio a sacramento, es decir, a signo eficaz que hace presente el amor y la unión entre Él y su Iglesia (Efesios 5). Por tanto, el matrimonio y la sexualidad no son cualquier cosa, deben ser respetados y valorados. Debemos agradecer a Dios por tan sublimes dones.
En base a los dos grandes valores de la sexualidad humana (el amor auténtico y la vida) –que son valores del propio Dios, en cuya imagen hemos sido creados– y en base al hecho de que el matrimonio y la vida consagrada, cada uno a su manera, reflejan el carácter esponsal de la relación Cristo-Iglesia, es que la Iglesia rechaza, entre otros, el adulterio, la fornicación, la anticoncepción y el homosexualismo. Estos actos contradicen el plan de Dios para la sexualidad humana y ofenden la dignidad humana y a Dios mismo. Son actos intrínsecamente inmorales porque contradicen valores intrínsecos al ser humano, por tanto no son justificables en ninguna circunstancia ni por ningún motivo. Son también actos gravemente inmorales porque contradicen valores tan elevados. La sexualidad humana no es ningún tabú, sino un gran don de Dios y, precisamente por serlo, es que debe ser respetada.
Como la persona humana ha sido afectada por el pecado, también lo ha sido su sexualidad. Por tanto, tenemos que luchar para ser castos con los medios a nuestro alcance: la vida espiritual, el apoyo de los hermanos, las actividades sanas y una vida de orden y disciplina. También debemos luchar con la verdad y el amor para sanear nuestra sociedad de la pornografía, la "educación" sexual hedonista, el homosexualismo y todo lo que se oponga a la castidad, al mismo tiempo que proclamamos el Evangelio de la castidad y de una sexualidad humana correctamente entendida, fundamento de la cultura de la vida.
Autor: Adolfo Castañeda
(fuente: www.autorescatolicos.org)
No hay comentarios:
Publicar un comentario