Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (Mt 28, 16-20)
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban. Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo".
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
La Iglesia destina este domingo a la contemplación del misterio central de su fe: el misterio de la Santísima Trinidad. Es el misterio más importante de la fe cristiana, porque es el más cercano a Dios mismo; en efecto, se refiere a la intimidad de Dios. A la pregunta: ¿Cómo es Dios en sí mismo?, se responde: "Dios es uno y trino; es uno solo, y es una comunidad de tres Personas divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo". En Dios se realiza la comunidad más perfecta que existe, porque son tres Personas que poseen la misma divinidad, la misma única sustancia divina, la misma naturaleza divina.
Para celebrar este misterio la liturgia de la Palabra de este domingo nos propone el Evangelio de la misión universal. Con él concluye el Evangelio de Mateo. Allí encontramos, en boca de Cristo resucitado, el texto trinitario más explícito del Nuevo Testamento: "Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizandolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".
Esto ocurrió en Galilea, en el monte que Jesús les había indicado. Nosotros no conocemos la ubicación de este monte. Pero es cierto que Jesús les había dicho: "Después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea" (Mt 26,32). Y a las mujeres, que fueron las primeras en verlo resucitado cerca del sepulcro vacío, Jesús les dice: "Id, avisad a mis hermanos, que vayan a Galilea; allí me verán" (Mt 28,10). Los apóstoles fueron obedientes a este mandato y no faltó ninguno a esta cita, como vemos de las palabras con que comienza el Evangelio de hoy: "Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado". Y allí lo vieron resucitado.
Los apóstoles estaban lejos de ser personas crédulas. En efecto, "al verlo lo adoraron; algunos, sin embargo, dudaron". No sabemos cuántos ni quiénes fueron éstos que dudaron; pero fueron ciertamente más de dos o tres; fueron "algunos", de un total de once. La verdad de la resurrección del Señor se impuso a ellos después de muchas pruebas, como observa el libro de los Hechos de los Apóstoles: "Después de su pasión, Jesús se les presentó dandoles muchas pruebas de que vivía, apareciendoseles durante cuarenta días" (Hech 1,3). Pero, cuando se abrió en ellos paso una fe firme, ellos fueron todos testigos de la resurrección de Cristo hasta derramar su sangre por defender esta verdad.
Jesús, en su vida mortal, se había presentado como el siervo manso y humilde de corazón, que vino a servir y a dar su vida en rescate por muchos. El fue el siervo del Señor, "hombre de dolores, familiarizado con el sufrimiento" (Is 53,3), que asumió sobre sí todas nuestras dolencias. Pero también él había anunciado en medio del tribunal judío: "Veréis al Hijo del hombre, sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26,64). Y así se presenta ahora a sus discípulos: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra". Y él sigue ejercitando este poder ahora entre nosotros: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Este poder de Cristo resucitado, que actúa hoy, se hace evidente en la predicación de la Iglesia, haciendo de ella un instrumento de salvación para todos los pueblos. La Iglesia ha atravesado los embates de la historia y del tiempo, y cuanto más es perseguida, tanto más se fortalece. Es demasiado evidente -para quien sabe mirar- que en la Iglesia se cumple la promesa de Cristo: "Los poderes del infierno no prevalecerán jamás contra ella" (Mt 16,18).
Centremos ahora la atención sobre el texto trinitario. Jesús está expresando el modo cómo han de llegar a ser discípulos suyos hombres y mujeres de entre todos los pueblos, es decir, como se llega a adquirir una relación de amor, de confianza y de total entrega a él. Se logra "bautizandolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñandoles a guardar todo lo que yo os he mandado". Dos condiciones: el Bautismo y la enseñanza. Ambas condiciones es la Iglesia quien las administra. Todo discípulo de Cristo debe recibir ambas cosas de la Iglesia.
El Bautismo se administra "en el nombre", en singular; pero este nombre único se abre en un abanico de tres Personas, no de tres nombres. Es porque "el nombre" indica la sustancia de una cosa. Y en Dios ésta es única. La sustancia divina es estrictamente una. Por eso los cristianos somos estrictamente monoteístas. Pero, siendo administrado el Bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad, por él se adquiere una relación personal no sólo con Cristo -"haced discípulos mios"-, sino con cada una de las tres Personas divinas. El bautizado es adoptado como hijo del Padre, como hermano de Cristo y coheredero con él, y como receptor del don del Espíritu Santo que crea la comunión entre el Padre y el Hijo y entre los hijos adoptivos de Dios. Puesto que todos los fieles, de entre todos los pueblos de la tierra, entran en la Iglesia por medio del Bautismo administrado en nombre de la Trinidad, por eso el Concilio Vaticano II, usando la antigua fórmula de San Cipriano, define a la Iglesia como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (L.G. 4).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles (Chile)
(fuente: www.aciprensa.com)
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