Lectura del Santo Evangelio Según San Juan (Jn 6, 51-58)
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”. Entonces los judíos se pusieron a discutir entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? ” Jesús les dijo: “Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no es como el maná que comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan vivirá para siempre”.
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
El misterio de la Misa debiera siempre asombrarnos, pero sucede que estamos acostumbrados a la Misa,y tomamos la Misa y la Comunión como un derecho adquirido.
Pero es un misterio inmenso el que cada Misa no sólo recuerda la Ultima Cena y el Calvario, sino que –de veras- los hace presente.
El sacrificio de Cristo en la Cruz siempre está presente ante el Padre Celestial, porque Dios vive en un eterno presente. Entonces el sacrificio de Cristo en la Cruz, que la Trinidad vive de manera perenne, se nos hace presente en nuestro tiempo y lugar, cada vez que estamos en Misa.
¿Nos damos cuenta, entonces, que en cada Misa estamos en la Ultima Cena, en el Calvario, en el Cielo y en la Misa en que participamos? ¿Nos damos cuenta de este milagro que se sucede cada vez que estamos en Misa?
En realidad hay una sola Liturgia Eucarística eterna, hay una sola Misa, y ésta tiene lugar en el Cielo de manera continua … todo el tiempo.
Cuando estamos en la Iglesia en Misa, estamos encerrados en nuestro propio tiempo y espacio, y solemos pensar que estamos sólo allí, unidos al Sacerdote y con los demás para ofrecer nuestra Misa particular. Pero en realidad Cristo nos está invitando a traspasar el velo del tiempo, para elevarnos fuera de nuestro tiempo hasta el eterno presente divino, al santuario del Cielo, donde El nos lleva a la presencia del Padre (cf. Hb. 10, 19-21).
No estamos solamente asistiendo a Misa, estamos unidos con Cielo y tierra celebrando esa única Liturgia eterna.
Momento importantísimo en la Misa es participar en la Cena, es decir recibir ¡a Dios! -a Jesús Dios y Hombre verdadero.
Porque la Comunión no consiste solamente en que recibimos la Hostia Consagrada, sino en que recibimos ¡una Persona! ¡que es Dios! Y esa Persona-Dios quiere unirse íntimamente con quien lo recibe. ¿Nos damos cuenta de este privilegio indescriptible?
Recibir la Comunión significa entrar en unión. No significa nada más que Jesús viene a nosotros: implica una relación de unión. Por tanto, ese deseo de Cristo unirse a nosotros requiere nuestra respuesta: debemos darnos a El como El se da a nosotros.
Uno de los Padres de la Iglesia, San Cirilo de Jerusalén, nos regala una imagen eucarística que puede ayudarnos a apreciar y tomar conciencia de lo que significa Comunión: si vertimos cera derretida sobre cera derretida, una inter-penetra a la otra de manera perfecta. Se parece a la unión de Cristo con nosotros y de nosotros en Cristo cuando comulgamos.
En la Comunión estamos participando en el Banquete Celestial (Lc. 14, 15), el que disfrutaremos también por toda la eternidad cuando seamos llevados al Cielo y participemos, junto con toda la muchedumbre celestial, de la Cena del Cordero (Ap. 19, 9). ¡Dichosos los llamados a esta Cena! … aquí en la tierra y allá en el Cielo. “Estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y comeré con él y él conMigo” (Ap. 3, 20).
Pan de Vida
Mientras mejor preparados estemos para la Misa, más gracias recibimos. Las gracias de una sola Misa son ¡infinitas! … es toda la gracia del Cielo. El único límite es nuestra capacidad para recibirlas.
(fuente. www.homilia.org)
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