1º.-
De la pereza a
las dudas: Una buena parte de los fieles
que se han alejado de este sacramento, no lo han hecho por un rechazo a la
fe católica, sino simplemente arrastrados por el mal de la pereza y por la
ley del mínimo esfuerzo. Es indudable que el sacramento de la Penitencia
requiere un esfuerzo notable, y que a algunas personas les puede exigir
altas dosis de vencimiento propio.
Pero claro, quien cede a la pereza, tarde o
temprano, se hace vulnerable a las dudas de fe: se empieza por entonar el
célebre "yo me confieso con Dios", dejando en el olvido la afirmación
bíblica de que «Dios
confió a los apóstoles el ministerio de la reconciliación»
(2 Cor 5,18), para terminar por decir aquello de "yo no hago mal a nadie… no
tengo pecados", contradiciendo las palabras de Cristo:
«El que esté
libre de pecado, que tire la primera piedra»
(Jn 8,7).
2º.-
Sensibilidad
moderna: Más allá de la pereza, algunos
piensan que la sensibilidad moderna chirría ante la confesión de los pecados
a un ministro mediador. Sin embargo, deberíamos atrevernos a cuestionar el
presupuesto de partida: ¿es cierto que la sensibilidad moderna es reacia a
la confesión particular de los pecados? Hay a nuestro alrededor muchos
síntomas que invitan a cuestionarlo. No me refiero únicamente al aumento de
pacientes en las consultas de los psicólogos, inversamente proporcional al
descenso de la confesión. Ahí
tenemos también la proliferación de los "reality shows" radiofónicos y
televisivos, en los que los "penitentes" reconocen ante millones de
espectadores sus "pecados" con sus rostros distorsionados por el zoom
televisivo, como si de una discreta rejilla de confesionario se tratase.
3º.-
Abusos en las
celebraciones comunitarias: Por los motivos
aducidos, tanto los fieles como los sacerdotes, podemos tener la tentación
de cometer o de permitir determinadas infidelidades en la disciplina de este
sacramento. Por ejemplo, ¿qué sentido tiene una celebración comunitaria de
la Penitencia, en la que los fieles se limitan a confesar de forma genérica
“soy pecador”, o “perdón, Señor”, sin necesidad de concretar sus propios
pecados?
La declaración de los pecados personales ante
el sacerdote, es una parte esencial del sacramento de
la Reconciliación. Baste
entender las siguientes palabras del Evangelio de San Juan: «A quienes
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis,
les quedan retenidos» (Jn 20, 23). Es decir, el sacerdote que administra
este sacramento, no puede ni debe hacerlo de una forma automática, ya que su
tarea consiste en discernir si existe el debido arrepentimiento en el
penitente, intentando suscitar en él una verdadera contrición, de forma que
así puedan darse las condiciones para “perdonar” los pecados en nombre de
Cristo, o “retenerlos”, en su caso. Lógicamente, para poder realizar ese
discernimiento, es necesaria la manifestación de las faltas al confesor.
4º.-
Confesiones
rutinarias y desesperanza: Una celebración
correcta del sacramento de la Penitencia no depende exclusivamente de la
manifestación íntegra de nuestros pecados. Quienes nos confesamos con
frecuencia, debemos tener en cuenta que existe el peligro de caer en la
rutina y en
la superficialidad. Los
penitentes hemos de procurar con responsabilidad, que nuestra confesión sea
un encuentro personal con Jesucristo, quien nos consuela en nuestras
debilidades, al mismo tiempo que fortalece nuestra esperanza en el inicio de
una vida nueva.
Los penitentes habituales podemos ser tentados
también por el cansancio y hasta por la desesperanza, cuando a veces no
percibimos un avance en la reforma de nuestra vida moral. Nos puede dar la
sensación de que siempre caemos en los mismos pecados y de que estamos
encadenados en una espiral de caídas y peticiones de perdón, sin progresos
constatables. Sin embargo, la única manera de permanecer fieles a la llamada
a la conversión, es continuar fieles en el camino penitencial, “sin perder
la paz, pero sin hacer las paces”. Es decir, sin perder la paz interior, por
que no avanzamos como sería nuestra deseo; al mismo tiempo que nos
resistimos a pactar con nuestro pecado, sin rebajar el ideal de la santidad
al que estamos llamados. Decía un autor espiritual que el cristianismo no es
tanto de los perfectos, como de aquellos que no se cansan nunca de estar
empezando siempre.
Los cristianos que nos acercamos a recibir el
perdón en estos días, estamos llamados a ser testigos de la Misericordia de
Dios. La alegría del perdón es el mejor testimonio de fe y de esperanza ante
nuestros hermanos. De forma similar a como San Agustín escribió un libro
autobiográfico con el título de “Confesiones”, en el que cuenta la
conversión de su vida pecadora, para proclamar ante el mundo la bondad de
Dios; así también nosotros, al “confesar” nuestros pecados, “confesamos” el
Amor de Dios.
(fuente: www.enticonfio.org)
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