Una noche oscura, a hora algo avanzada, tornaba a casa solo -no sin cierto miedo-, cuando descubro junto a mí un perro grande que, a primera vista, me espantó; mas, al no amenazarme agresivamente, antes al contrario, hacerme carantoñas cual si fuera su dueño, hicimos pronto buenas migas y me acompañó hasta el Oratorio. Cuanto sucedió aquella noche, ocurrió otras muchas veces; de modo que puedo decir que el Gris me prestó importantes servicios.
Expondré algunos. A finales de noviembre de 1854, una tarde oscura y lluviosa, volvía yo de la ciudad y, para no hacer un largo camino en solitario, bajaba por la calle que desde la Consolata termina en el Cottolengo. A un cierto punto, percibo que dos hombres caminan a poca distancia delante de mí.
Aceleraban o retardaban su paso cada vez que yo aceleraba o retrasaba el mío. Cuando trataba de cambiar acera para evitar el encuentro, [315] hábilmente, ellos se colocaban delante de mí. Intenté desandar el camino, pero no me fue posible, porque ellos dieron repentinamente dos saltos hacia atrás y, sin pronunciar palabra, me arrojaron una capa sobre la cara. Hice cuanto pude para no dejarme envolver, pero todo fue inútil; es más, uno de ellos trataba de taparme la boca con un pañuelo. Quería gritar, pero ya no podía hacerlo. En aquel momento apareció el Gris, y aullando como un oso se abalanzó con las patas contra la cara de uno y con la boca abierta contra el otro, de modo que tenían que envolver al perro antes que a mí.
-Llame a este perro, se pusieron a gritar temblando.
-Lo llamaré; pero dejad en paz a los transeúntes.
-Pero llámelo enseguida, exclamaban.
El Gris continuaba aullando como lobo u oso enfurecido.
Reemprendieron ellos su camino y el Gris -siempre a mi lado- me acompañó hasta que llegué a la Obra Cottolengo. Rehecho del susto y entonado con una bebida que la caridad de aquella Obra sabe ofrecer siempre oportunamente, regresé a casa bien escoltado.
Todas las noches que no me encontraba acompañado por otros, superadas las últimas edificaciones, veía aparecer al Gris por algún lado del camino. Varias veces pudieron contemplarlo los jóvenes del Oratorio y, hasta en una ocasión, les sirvió de entretenimiento. Lo vieron los jóvenes de la casa entrar en el patio. Unos querían pegarlo, otros echarlo a pedradas.
-Que nadie le moleste, dijo Giuseppe Buzzetti, es el perro de Don Bosco.
Entonces, todos se pusieron a acariciarlo de mil formas y me lo llevaron. Me hallaba en el comedor, cenando con algunos clérigos y sacerdotes y con mi madre. Ante el inesperado cuadro, quedaron todos sorprendidos. No temáis, dije yo, es mi Gris; dejadlo que se acerque. En efecto, después de una larga vuelta alrededor de la mesa, se situó junto a mí, muy contento. También yo lo acaricié y le ofrecí sopa, pan y carne, pero él no lo probó; aún más, ni siquiera quiso olfatear cuanto le presenté.
-Pero entonces ¿qué quieres?, repliqué. Se limitó a sacudir las orejas y a mover la cola.
-Come o bebe o, de lo contrario, quédate tranquilo, concluí. Mientras continuaba dando muestras de satisfacción, apoyó la cabeza sobre mi servilleta, como si quisiera hablarme y darme las buenas noches; después, maravillados y con alegría, los jóvenes le acompañaron fuera de la puerta. Recuerdo que aquella noche había llegado yo tarde a casa, y que un amigo me había traído en su carroza.
La última vez que vi al Gris fue el año 1866, al ir desde Morialdo a Moncucco, a casa de mi amigo Luigi Moglia. [316] El párroco de Buttigliera [317] me quiso acompañar un tramo de camino. Por este motivo, me sorprendió la tarde en la mitad del camino.
-¡Oh, si estuviera aquí mi Gris!, dije para mí. ¡Qué útil me sería!
Dicho esto, subí a un prado para gozar del último rayo de luz. En aquel momento el Gris corrió detrás de mí, con gran alborozo, y me acompañó durante aquel trecho de camino que aún faltaba, unos tres kilómetros.
Llegado a la casa del amigo en la que me estaban esperando, me indicaron que cruzara por un pasadizo aislado para que mi Gris no se peleara con dos grandes perros de la casa. Se harían pedazos entre ellos, dijo Moglia.
Tuvimos una larga conversación con toda la familia; fuimos después a cenar, dejando que mi compañero reposara en un ángulo de la sala. Al terminar la cena, comentó mi amigo: es necesario dar también de cenar al Gris. Tomó algo de comida para llevárselo al perro. Lo buscaron por todos los rincones de la sala y la casa, pero no volvimos a encontrar más al Gris. Todos quedaron asombrados, porque no se había abierto ni la puerta ni ventana alguna, ni los perros de la casa habían dado la menor señal de que hubiese salido. Se repitieron las pesquisas por las habitaciones superiores, pero nadie pudo volver a encontrarlo.
Ahí quedó la última noticia [318]. ] que tuve del perro Gris, objeto de tantas preguntas y discusiones. Tampoco pude conocer nunca al dueño. Sólo sé que aquel animal fue para mí una providencial protección en muchos de los peligros en que me encontré.
[315] En el original: scontro (choque). E. Ceria, en sus notas a la Memorie, observa que en piamontés scontr es sinónimo de incontr.
[316] Don
Bosco, siendo niño, permaneció en casa de la familia Moglia, labradores
acomodados, ayudando en las faenas agrícolas, desde el mes de febrero
de 1827 al mes de noviembre de 1829. Cf. STELLA, Don Bosco I, 33-36.
[317] Teólogo
Giuseppe Vaccarino (1805-1891). En 1861 fundó en Buttigliera de Asti un
asilo o guardería infantil. Organizó también un Oratorio festivo.
[318] Según
Ceria, Don Bosco volvió a encontrar al Gris en 1883, después de haber
escrito esta afirmación en las Memorias. Cf. MBe XVIII, 17-18 [MB XVIII,
8
escrito por San Juan Bosco
(fuente: www.sdb.org)
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