(Jn. 20, 19-23)
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Palabra de Dios
Gloria a ti, Señor Jesús.
Oración introductoria
Ven, Espíritu Santo, llena mi corazón y enciende el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu Creador y renueva la faz de la tierra. Oh Dios, que has iluminado los corazones de tus hijos con la luz del Espíritu Santo; hazme dócil a tus inspiraciones para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo. Por Cristo nuestro Señor.
Petición: Espíritu Santo, mira mi vacío si Tú faltas, por eso te suplico vengas hacer en mi tu morada.
Meditación del Papa
Finalmente, el Evangelio de hoy nos entrega esta bellísima expresión: "Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor". Estas palabras son profundamente humanas. El Amigo perdido está presente de nuevo, y quien antes estaba turbado se alegra. Pero dicen mucho más. Porque el Amigo perdido no viene de un lugar cualquiera, sino de la noche de la muerte; ¡y la ha atravesado! No es uno cualquiera, sino que es el Amigo y al mismo tiempo Aquel que es la Verdad y que hace vivir a los hombres; y lo que da no es una alegría cualquiera, sino la propia alegría, don del Espíritu Santo. Sí, es hermoso vivir porque soy amado, y es la Verdad la que me ama. Se alegraron los discípulos, viendo al Señor. Hoy, en Pentecostés, esta expresión está destinada también a nosotros, porque en la fe podemos verle; en la fe Él viene entre nosotros, y también a nosotros nos enseña las manos y el costado, y nosotros nos alegramos. Por ello queremos rezar: ¡Señor, muéstrate! Haznos el don de tu presencia y tendremos el don más bello, tu alegría. Amén. Benedicto XVI, 12 de junio de 2011.
Reflexión
En cierta ocasión se encontraba una maestra en clase de religión con sus alumnos de tercero de primaria. Y les pregunta: - "Quién de ustedes me sabe decir quién es la Santísima Trinidad?" Y uno de los niños, el más despierto, grita: - "¡Yo, maestra! La Santísima Trinidad son el Padre, el Hijo ¡y... la Paloma!"
Para cuántos de nosotros el Espíritu Santo es precisamente eso:¡una paloma! De esa forma descendió sobre Cristo el día de su bautismo en el Jordán y así se le ha representado muchas veces en el arte sagrado. Pero ¡el Espíritu Santo no es una paloma! ¿Cómo se puede tener un trato humano, profundo y personal con un animalito irracional? La paloma es, a lo mucho, un bello símbolo de la paz, y nada más. Y, sin embargo, el Espíritu Santo es la tercera Persona de la Trinidad Santísima y Dios verdadero.
En la solemnidad de hoy celebramos la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles el día de Pentecostés. Pero en las lecturas de la Misa de hoy nos volvemos a encontrar con la misma dificultad de antes: el problema del lenguaje. En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles se nos narra que el Espíritu Santo bajó del cielo "en forma de un viento impetuoso que soplaba". ¡Otra imagen! Como el viento que mandó Dios sobre el Mar Rojo para secarlo y hacer pasar a los israelitas por en medio del mar, liberándolos de la esclavitud del faraón y de Egipto (Ex 14, 21-31); o como ese viento que el mismo Dios hizo soplar sobre un montón de huesos áridos para traerlos a la vida, según nos refiere el profeta Ezequiel (Ez 37, 1-14). El mismo Cristo en el Evangelio de hoy usa también la imagen del viento para hablarnos del Espíritu Santo: "Jesús sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo". La misma palabra espíritu significa, etimológicamente, viento: procede del latín, spíritus (del verbo spiro, es decir soplar). El vocablo hebreo, ruah, tiene el mismo significado. Y la palabra latina que se usaba para decir alma era ánima, que a su vez viene del griego ánemos, viento.
El libro del Génesis nos narra que, cuando Dios creó al hombre modelándolo del barro, "le sopló en las narices y así se convirtió en un ser vivo" (Gén 2,7). Por eso también Cristo, como el Padre, sopla su Espíritu sobre sus apóstoles para transmitirles la vida. Sin el aliento vital nada existe. Así como el cuerpo sin el alma es un cadáver, el hombre sin el Espíritu Santo está muerto y se corrompe. Por eso, en la profesión de fe, decimos que "creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y Dador de vida". ¿Y cómo nos comunica esa vida? Cristo lo dice a continuación: "a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados..." Es la vida de la gracia santificante, que producen los sacramentos: el bautismo, la confesión, la Eucaristía y los otros cuatro. Él es el Espíritu Santificador, que da vida, alienta todo y "anima" todo. Es esto lo que Cristo nos quiere significar con esta imagen del viento.
En la Sagrada Escritura se nos habla del Espíritu Santo a través de muchas otras imágenes, dada nuestra pobre inteligencia humana, incapaz de abarcar y de penetrar en el misterio infinito de Dios. En la primera lectura misma que acabamos de referir, se nos dice que descendió "como lenguas de fuego" que se posaban sobre cada uno de los discípulos.
La imagen del fuego es también riquísima a lo largo de toda la Biblia. Es el símbolo de la luz, del calor, de la energía cósmica, de la fuerza. El Espíritu Santo es todo eso: el fuego de la fe, del amor, de la fuerza y de la vida.
Pero, además de las mil representaciones, el Espíritu Santo es, sobre todo, DIOS. Es Persona divina, como el Padre y el Hijo. Es el Dios-Amor en Persona, que une al Padre y al Hijo en la intimidad de su vida divina por el vínculo del amor, que es Él mismo. Vive dentro de nosotros, como el mismo Cristo nos aseguró: "Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a hacer en él nuestra morada" (Jn 14,23).
Podemos decir que una persona que amamos vive dentro de nosotros por el amor. Y si esto es posible en el amor humano, con mucha mayor razón lo es para Dios. El Espíritu Santo y la Trinidad Santísima viven dentro de nosotros por el amor, la fe, la vida de gracia, los sacramentos y las virtudes cristianas. El "dulce Huésped del alma" es otro de sus nombres; y san Pablo nos recuerda: "¿No saben que son templos de Dios y que el Espíritu Santo habita dentro de ustedes?" (I Cor 3,16).
Podríamos decir tantísimas cosas del Espíritu Santo y nunca acabaríamos. Pero lo más importante no es saber mucho, sino dejar que Él viva realmente dentro de nosotros. Y esto será posible sólo si le dejamos cabida en nuestro corazón a través de la gracia santificante: donde reina el pecado no hay vida. Es imposible que convivan juntos el día y la noche, o la vida y la muerte. Dios vivirá en nosotros en la medida en que desterremos el pecado y los vicios para que Él verdaderamente sea el único Señor de nuestra existencia. ¿Por qué no comienzas ya desde este mismo momeneto?
(fuente: es.catholic.net)
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