En el oratorio todos eran amigos de Domingo, sin embargo, sus amigos preferidos eran los socios de la Compañía de la Inmaculada. Y entre estos, había un grupito muy contado, con los que había contraído una amistad del todo particular.
"El que encuentra un buen amigo, ha encontrado un tesoro", dice el Eclesiástico (6,14).
Don Bosco vio siempre con buenos ojos aquella amistad de Domingo, sobre todo por esa labor de apostolado que llevaba a cabo en el oratorio.
Dos amigos sobre todo, merecen mención especial y la haremos aquí, guiándonos por lo que dice Don Bosco en la biografía de Domingo Savio.
CAMILO GAVIO
Este joven había venido a la ciudad de Turín para continuar sus estudios de pintura y escultura, para los que tenía una disposición particular. Don Bosco lo recibió en el oratorio dándole posibilidades de ir a la ciudad para hacer sus estudios.
Todo comienzo es difícil y a Camilo se le veía triste y abatido por los patios y pórticos del oratorio. Domingo lo ve, se le acerca, y entabla un diálogo con él... dando así inicio a una amistad maravillosa y profunda.
Fue a Camilo Gavio, a quien Domingo respondió con aquella frase imperecedera: "nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre muy alegres", cuando a él le preguntó cómo podría hacerse santo en el oratorio.
Camilo había padecido una afección cardiaca que lo puso al borde del sepulcro y de cuando en cuando tenía sus momentos depresivos. Ahora, lejos de la casa, y en un ambiente nuevo, la tristeza se le hacía insoportable.
Desde ahora en adelante Camilo será otro, gracias a la ayuda espiritual y a los buenos consejos de Domingo.
Pero la enfermedad reapareció pronto y lo obligó a suspender sus estudios. Domingo fue a visitarlo varias veces para hacerle compañía y llevarle un poco de consuelo.
Finalmente, después de haber recibido la unción sagrada, murió santamente, a fines de diciembre de 1856.
Domingo lloró desconsolado, pero con una gran conformidad, la muerte del amigo bueno y fiel; y como se lo había prometido oró con mucho fervor por su alma.
JUAN MASSAGLIA
Había entrado al oratorio de Don Bosco el 18 de noviembre de 1853, a la edad de 15 años. Domingo entró el 29 de octubre de 1854 y desde el principio contrajeron una sana y sincera amistad.
-Nosotros vamos a ser sacerdotes- le decía Domingo, y debemos prepararnos bien desde ahora. Vamos a corregirnos mutuamente nuestros defectos. Cualquier falta que notemos entre nosotros nos la decimos con entera confianza.
Massaglia gozaba de buena salud y estaba siempre alegre. Al terminar brillantemente el curso de humanidades, tuvo la satisfacción de recibir de manos de Don Bosco el hábito eclesiástico.
Domingo compartió con el amigo esas horas de alegría.
-Pronto -dijo Massaglia a Domingo- también tú podrás llevar también la sotana.
Pero un repentino mal cambió el rumbo de las cosas.
Todo comenzó con una simple gripe que no mejoraba. Don Bosco prefirió mandarlo a su casa y lo que pareció ser un simple mal se transformó rápidamente en la enfermedad que habría de llevarlo en poco tiempo a la tumba. Massaglia murió el 20 de mayo de 1856. Había cumplido los 18 años de edad. Dejó una profunda impresión en todos los que asistieron a su agonía. Murió como un santo. Todos lloraban desconsolados y en la casa conservaron intacta, como preciosa reliquia, la cama donde Juan pasó los últimos años de su vida.
Tan dura y dolorosa fue esta pérdida para Domingo, que lo lloró durante varios días, y pasaba largos ratos orando por el amigo.
Sus dos amigos más íntimos habían muerto.
La salud de Domingo, que ya estaba bastante delicada, se resintió fuertemente. ¿Cuándo iré yo también a unirme contigo y con Camilo en el cielo? Era el grito desgarrador que brotaba de aquel corazón golpeado por un dolor profundo, ante la tumba del amigo.
"Esta fue la primera vez que vi aquel rostro angelical entristecerse de verdad y llorar amargamente de dolor", escribió Don Bosco más tarde refiriéndose a la pena de Domingo por la muerte de su amigo Massaglia.
Don Bosco, en la biografía que escribió sobre Domingo Savio, hizo del conocimiento público una carta que escribió Massaglia a Domingo desde su lecho de muerte.
"Querido amigo": "Pensaba permanecer solamente algunos días en mi casa y volver pronto al oratorio por cuya razón dejé allí todos mis libros; pero veo que las cosas van despacio y el resultado de mi enfermedad es cada día más incierto. El médico me dice que voy mejorando. A mí me parece que estoy empeorando. Veremos quién tiene razón. Querido Domingo, estoy sumamente afligido por hallarme lejos de ti y del oratorio, y porque no tengo comodidad de cumplir con mis prácticas de piedad. Unicamente me consuela el recuerdo de aquellos días que pasábamos juntos preparándonos para acercarnos a la santa comunión. Espero sin embargo, que, si estamos separados por el cuerpo, no lo estemos por el espíritu. Te ruego entre tanto que tengas la bondad de ir hasta el salón de estudio y revises mi pupitre. Allí encontrarás algunos cuadernos y el "Kempis" o sea "De imitatione Christi" (La Imitación de Cristo). Haz un paquete con todo y mándamelo. Fíjate bien que este libro está escrito en latín, pues aunque me agradaba la traducción, es siempre una traducción, y no encuentro ahí el gusto que pruebo en el original latino. Estoy aburrido de no hacer nada. Con todo, el médico me tiene prohibido estudiar. Doy vueltas por mi cuarto y a menudo digo entre mí: ¿sanaré de esta enfermedad? ¿veré nuevamente a mis compañeros? ¿será ésta mi última enfermedad? Sólo Dios lo sabe. Creo de todos modos que estoy preparado y dispuesto en los tres casos a hacer la santa voluntad de Dios. Si tienes algún consejo, no dejes de escribírmelo. Dime cómo estás de salud y acuérdate de mí en tus oraciones, especialmente cuando recibas la santa comunión. Animo, amigo mío. Cuento con tu amistad sincera y de todo corazón. Si no podemos vivir por largo tiempo juntos en la tierra, sí podemos vivir felices en agradable compañía allá en el cielo. Saludos a nuestros amigos y especialmente a los socios de la Compañía de la Inmaculada. El Señor esté contigo y créeme siempre tu amigo. Juan Massaglia."
Domingo cumplió fielmente con el encargo del amigo y lo acompañó con la siguiente carta:
"Querido Massaglia: "Muy grata me ha sido tu carta, porque desde tu partida no teníamos noticias tuyas, y yo no sabía si rezar el Gloria Patri o el De Profundis. Ahí van los objetos que me pides. Sólo debo notarte que el Kempis es un buen amigo, pero que, como está muerto, en donde lo ponen allí se queda. Es, pues, preciso que tú lo busques, lo sacudas y lo leas, haciendo lo posible por poner en práctica los consejos que ahí encuentres. Suspiras por la comodidad que tenemos nosotros aquí para cumplir nuestras prácticas de piedad. Y tienes razón. Cuando voy a Mondonio, me aflige a mí la misma pena. Procuro entonces suplir esta deficiencia, haciendo cada día alguna visita a Jesús Sacramentado y llevando conmigo a cuantos compañeros puedo. Además del "Kempis" leo el "Tesoro Escondido de la Santa Misa", del Beato Leonardo. (San Leonardo de Puerto Maurizio). Si te parece, haz tú lo mismo. Me dices que no sabes si volverás a verme en el oratorio. Pues bien, has de saber que el armazón de mi cuerpo está también muy deteriorado, y todo presagia que me acerco rápidamente al término de mis estudios y de mi vida. De todos modos, hagamos así: roguemos mutuamente el uno por el otro para que ambos podamos tener una buena muerte. El primero que muera le preparará un puesto al amigo y le dará la mano para que suba al cielo. Dios nos conserve siempre en su santa gracia y nos ayude a santificarnos pronto, porque temo que nos falte tiempo. Todos nuestros amigos suspiran por tu vuelta al oratorio y te saludan afectuosamente en el Señor. Tu afectísimo, Domingo Savio".
A la muerte de sus amigos más íntimos, se unió la de Mamá Margarita, la cual entregaba su alma a Dios en el oratorio, el 25 de noviembre de 1855. Domingo Savio, tan apreciado por ella, sentía, a su vez, hacia ella un gran afecto. Esta muerte lo afectó en lo más profundo de su ser.
Despedida del oratorio
Todos los meses se celebra en el oratorio el Ejercicio de la Buena Muerte. Un acto sencillo, pero muy práctico en la vida cristiana. Los muchachos de Don Bosco lo hacían con fervor sin igual.
Domingo, en el último mes que pasó en el oratorio, cuando ya Don Bosco había decidido enviarlo a su casa, hizo de este Ejercicio una verdadera preparación para una Buena Muerte.
Partió para su casa el domingo lº de marzo de 1857, por la tarde. Vino el padre a buscarlo. Empleó la mañana en arreglar sus cosas y en despedirse uno por uno de todos sus compañeros.
Al momento de partir dijo a Don Bosco:
-Ya que usted no quiere que yo deje mis huesos aquí, tendré que llevármelos a Mondonio. La molestia en Valdocco sería por poco tiempo... porque esto habría terminado rápido. Sin embargo, hágase la voluntad de Dios. Recuerde, si va a Roma, no se olvide del recado para el Papa referente a Inglaterra.
Ruegue para que yo tenga una buena muerte. Nos volveremos a ver en el cielo.
Domingo tenía fuertemente agarrada la mano de Don Bosco y estaba emocionado. El momento era conmovedor. De repente se vuelve hacia sus compañeros que lo habían acompañado hasta la puerta y alza las manos:
-Adiós, a todos! nos veremos de nuevo allá, en la casa de la felicidad, en el Paraíso...!
Y de nuevo le dice a Don Bosco:
-¡Déjeme algún recuerdo!
Dime lo que quieras, que te lo doy enseguida, le respondió Don Bosco- ¿quieres un libro?
-No, -responde Domingo-, deme algo mejor.
-¿Quieres dinero para el viaje?
-Eso precisamente, dinero para mi viaje... pero para el viaje a la eternidad.
Domingo quería una oración especial.
Don Bosco entregó a Domingo un pequeño crucifijo, de los que había traído de Roma con la bendición del Papa Pío IX y la indulgencia "in articulo mortis" (en punto de muerte).
La tristeza invadió el corazón de Domingo. Sabía él que sus días estaban contados y hubiera querido morir allí, en el oratorio, acompañado por Don Bosco y por sus compañeros.
Don Francesia dijo una tarde: "Sé que Domingo al partir del oratorio se fue persuadido de que iba a morir pronto. El no acostumbraba venir a despedirse de mí las otras veces que iba a su casa. Esta vez, en cambio, vino corriendo a saludarme, como uno que se despide para siempre".
Su muerte
Por la tarde, llegaba Domingo a Mondonio. La madre y sus hermanitos salieron a recibirle con alegría. Los primeros cuatro días los pasó bastante bien y sin guardar cama. Sin embargo, el padre quiso llevarlo para una visita médica. Había perdido el apetito y una tos persistente le molestaba día y noche. El médico ordenó reposo absoluto y, para curarle lo que creía era una pulmonía le aplicó una serie de sangrías ( corte que se hace en el cuerpo para que fluyera sangre). En realidad, como se supo después, la enfermedad de Domingo era una pleuresía. El médico que le aplicaba la sangría lo invitaba a volver la cara para que no viera tan dolorosa operación. Pero Domingo respondía sereno:
-Eso no es nada, en comparación con los clavos de la Pasión del Señor.
Mejoró algo. El médico, optimista, confortaba a la familia diciéndole que prácticamente el mal estaba vencido.
Otra cosa pensaba Domingo y, apenas el médico se retiró, pidió recibir la Unción de los enfermos.
Todos los presentes lloran y rezan.
-No llores madre... que yo me voy al cielo, -dice Domingo-.
Al párroco que está para retirarse le dice:
-Antes de irse, déjeme un recuerdo.
-¿Qué quieres, Domingo, que te diga?
El párroco edificado e impresionado ante tanto espíritu de sacrificio, no sabe qué decir.
-Algo que me consuele -añade Domingo.
-Acuérdate de la Pasión de Cristo.
-¡Ah, la Pasión! -exclama Domingo.
-¡Siempre la llevo en mi mente!
Y se quedó dormido...
Parecía un ángel...
A la media hora despierta.
-¡Papá! -exclama- busca mi libro de oraciones.
El padre, con un esfuerzo supremo, lee las oraciones de los agonizantes. Domingo responde con claridad y devoción: "Jesús misericordioso, ten piedad de mí".
Algunos jóvenes y niños a quienes se les permite entrar, pasan en silencio y recogimiento a contemplar por última vez el rostro con vida del amigo.
De repente abre los ojos y exclama:
-¡Adiós, papá, adiós! ¡qué cosas tan hermosas veo! Veo los cielos y al Señor y a la Virgen... que me esperan!
Y con estas palabras expiró.
Eran las diez de la noche del lunes 9 de marzo de 1857. En abril iba a cumplir los quince años.
Rápidamente la noticia corrió por todas partes.
En el oratorio compañeros y amigos lloran inconsolables la muerte del amigo. La celebración Eucarística ofrecida por Don Bosco contó con la presencia fervorosa de familiares, salesianos y amigos.
En la Iglesia y fuera, todos repetían: "Ha muerto un santo". Fue sepultado el miércoles 11 de marzo. Sus restos permanecieron en la Capilla del cementerio de Mondonio hasta que definitivamente fueron trasladados a Turín, a la Basílica de María Auxiliadora.
¿Visión o sueño?
El recuerdo de Domingo permaneció siempre vivo entre sus familiares y amigos. Más que pedir por él, se encomendaban a su intercesión, convencidos como estaban, de que gozaba de la visión beatífica.
Carlos Savio, padre de Domingo, cuenta con sencillez, cómo Dios quiso consolarlo con una visión misteriosa.
Una noche en que no podía conciliar el sueño, vio que el techo se abría y aparecía Domingo radiante de luz. Fuera de sí, Carlos exclama:
-¿Cómo estás, dónde te encuentras?
-Papá, -responde una voz celestial- estoy feliz en el Paraíso.
Todo fue cosa de un momento. Al desaparecer la visión reinó nuevamente la oscuridad en aquella habitación.
Carlos consideró aquello como una gracia especial.
Más aleccionador fue el sueño que tuvo Don Bosco, la noche del 6 de diciembre de 1876.
Don Bosco se encontraba en el Colegio de Lanzo. En medio de hermosos jardines y mientras contemplaba ricos y magníficos edificios, oye la música más grata que pudiera imaginarse, como cien mil instrumentos y un coro infinito de voces, una alegría inusitada en todos los rostros. De repente una turba inmensa de jóvenes se dirige hacia él. A la cabeza de todos viene Domingo Savio. Le siguen sacerdotes, clérigos y jóvenes.
Domingo se detiene cerca de Don Bosco. Reina completo silencio. Domingo hermosísimo, lleno de luz, con una túnica larga que llega hasta los pies, entretejida en oro y decorada con diamantes. Un ancho cinturón rojo ciñe su cuerpo. Un brillante collar de luz vivísima adorna su cuello.
Don Bosco tiembla emocionado. Pero Domingo rompe el silencio y obliga a Don Bosco a dejar esa actitud de reserva y de miedo. Dice Domingo:
-¿No me conoces? ¿No recuerdas el bien que me hiciste? ¿No correspondí yo a tus cuidados? ¿Por qué tienes miedo?
Don Bosco cobra ánimo y pregunta que si eso que ahora ve es el cielo.
Domingo responde:
-Estás en un sitio donde reina la alegría y la paz, pero no es el cielo. Todo, la luz, la música, el canto son cosas naturales.
-¿Podría ver un rayito de luz sobrenatural? -pregunta Don Bosco-.
-De ninguna manera, -responde Domingo-. No lo podrías resistir. Está reservado para la otra vida, cuando pases a ver directamente el rostro de Dios.
Don Bosco insiste.
-¿Podré ver, al menos, un destello de luz?
-Mira hacia allá lejos, -le dice Domingo-.
Y Don Bosco percibe un rayo de luz como una hebra de hilo tan resplandeciente y luminoso, que se ve obligado a cerrar los ojos. En ese momento, Don Bosco lanza un grito tan fuerte, que despierta al sacerdote Lemoyne, que duerme en el cuarto contiguo.
Y luego, Don Bosco se anima y continúa preguntando sobre la Iglesia, la congregación, los alumnos...
Domingo le complace y, al terminar, le ofrece un ramo de flores. Representan las virtudes que más le agradan a Dios. La rosa simboliza la caridad; la violeta, la humildad; el girasol, la obediencia; la genciana, la mortificación; las espigas, la Eucaristía; el lirio, la pureza y la siempreviva, la perseverancia. Don Bosco quiere saber algo más y pregunta a Domingo:
-¿Qué fue lo que más te consoló en el momento de la muerte?
Domingo le responde:
-Lo que más me consoló en aquella hora fue la presencia de la Madre de Dios.
-Acerca del futuro, ¿tienes algo que decirme?
-El año entrante, 1877, tendrás una gran prueba, pues seis jóvenes y dos salesianos pasarán a la eternidad. Pero, no temas, irán al Paraíso y tú tendrás otros hijos, buenos también. El Papa Pío IX morirá pronto y recibirá el premio a sus méritos.
Domingo le entrega a Don Bosco tres listas. En la primera aparecen los nombres de los "invulnerati", (no heridos) los jóvenes que siempre han conservado la amistad con Dios. En la segunda los "vulnerati", (heridos) que habían pecado gravemente, pero luego, con una acción penitencial sincera, habían regresado al estado de gracia. La tercera, la de los "lássati in via imiquitatis", los que voluntaria y obstinadamente se alejan de Dios con una vida pecaminosa. Al abrir esta lista una fetidez insoportable se esparció por todas partes y se infiltró en paredes y ropas.
Don Bosco hizo la última pregunta:
-¿Qué se goza en el cielo?
-En el cielo se goza de Dios y Dios es Infinito, -responde Domingo a la última pregunta de Don Bosco-.
Más tarde, Don Bosco narró a los salesianos y niños este sueño y todos quedaron sumamente impresionados. Los vaticinios anunciados por Domingo se cumplieron y su fama de santo se extendió por todas partes. Las gracias y favores atribuidos a su intercesión fueron tantos, que se pensó seriamente en introducir la Causa de Beatificación y Canonización.
(fuente: http://www.santodomingosavio.com.ar/)
2 comentarios:
ME parece excelente que se utilicen estos medios para difundir la vida de grandes santos, en espeial la de Santo Domingo Savio, que se nos presenta como un muy buen modeo para nuestra juventud. De todo corazón los felicito y que Dios bendiga esta manera en la cual se difunden tan buenos ejemplos cristianos.
En Jesús y María,
Andrés
Hola Andrés
Me alegro de todo corazón y doy gracias a Dios porque te hace bien leer historias como la de Domingo Savio.
Los santos son solo ejemplos de que se puede tener el coraje de vivir el Evangelio día a día, haciendo bien las cosas que hay que hacer en Dios.
Te mando un abrazo grande y que Dios te bendiga!
Publicar un comentario