Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (Lc 18, 9-14)
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: "Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias'. El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: 'Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador'. Pues bien, Yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
Las Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la oración. Esta vez, de una oración humilde. Y al decir humilde, decimos “veraz”; es decir, en verdad... pues -como decía Santa Teresa de Jesús- “la humildad no es más que andar en verdad”.
¿Y cuál es nuestra verdad? Que no somos nada... Aunque creamos lo contrario, realmente no somos nada ante Dios. Pensemos solamente de quién dependemos para estar vivos o estar muertos. ¿En manos de Quién están los latidos de nuestro corazón? ¿En manos nuestras o en manos de Dios?
Hay que reflexionar en estas cosas para poder darnos cuenta de nuestra realidad, para poder “andar en verdad”. Porque a veces nos pasa como al Fariseo del Evangelio (Lc. 18, 9-14), que no se daba cuenta cómo era realmente y se atrevía a presentarse ante Dios como perfecto.
El mensaje del Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista. No se limita a indicarnos que debemos presentarnos ante Dios como somos; es decir, pecadores ... pues todos somos pecadores ... todos sin excepción.
La exigencia de humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante Dios, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios. Y nuestra realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que El no nos haya dado, que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros. Esa “realidad” es nuestra “verdad”.
Comencemos hablando del primer aspecto de la humildad al orar: el reconocer nuestros pecados ante Dios. A Dios no le gusta que pequemos, pero sabemos que cuando hemos pecado, El está continuamente esperando que reconozcamos nuestros pecados y que nos arrepintamos, para luego confesarlos al Sacerdote.
Recordemos que hay otro pasaje del Evangelio que nos dice que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierta que por 99 que no pecan (Lc. 15, 4-7). Así es el Señor con el pecador que reconoce su falta ... sea cual fuere. Pues puede ser una falta grave o una falta menos grave. O bien un defecto que hay que corregir.
Pero si tomamos la posición del Fariseo del Evangelio, y ante Dios nos creemos una gran cosa: muy cumplidos con nuestras obligaciones religiosas, muy sacrificados, etc., etc., y pasamos por alto aquel defecto que hace daño a los demás, o aquel engreimiento que nos hace creernos muy buenos, o aquella envidia que nos hace inconformes, o aquel resentimiento que nos carcome, o aquel escondido reclamo a Dios que impide el flujo de la gracia divina, nuestra oración podría ser como la del Fariseo.
Podríamos, entonces, correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando de ese pecado que tanto Dios aborrece: la soberbia, el orgullo.
La verdad es que la virtud de la humildad es despreciada por los hombres y mujeres de este tiempo. En nuestros ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al soberbio ” (Salmo 137).
Por eso dice el Señor al final del Evangelio: el que se humilla (es decir aquél que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado de su bajeza). Y lo contrario sucede al que se enaltece. Dice el Señor que será humillado, será rebajado.
Pero decíamos que este texto lo podemos aplicar también a la humildad en un sentido más amplio. Si nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos comportamos como si fuéramos independientes de Dios. Y muchos podemos caer en esa tentación de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que dependemos totalmente de Dios ... aún para que nuestro corazón palpite.
Entonces ... ¿cómo podemos ufanarnos de auto-suficientes, de auto-estimables, de auto-capacitados?
Nuestra oración debiera más bien ser como la de San Agustín: “Concédeme, Señor, conocer quien soy yo y Quien eres Tú”. Pedir esa gracia de ver nuestra realidad, es desear “andar en verdad”.
Y al comenzar a “andar en verdad” podremos darnos cuenta que nada somos sin Dios, que nada podemos sin El, que nada tenemos sin El. Así podremos darnos cuenta que es un engaño creernos auto-suficientes e independientes de Dios, auto-estimables y auto-capacitados.
Y como criaturas dependientes de El, debemos estar atenidos a sus leyes, a sus planes, a sus deseos, a sus modos de ver las cosas. En una palabra, debemos reconocernos dependientes de Dios.
Podremos darnos cuenta que nuestra oración no puede ser un pliego de peticiones con los planes que nosotros nos hemos hecho solicitando a Dios su colaboración para con esos planes y deseos. Podremos darnos cuenta que nuestra oración debe ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los nuestros.
Sobra agregar que los planes y deseos de Dios son muchísimo mejores que los nuestros. “Así como distan el Cielo de la tierra, así distan mis caminos de vuestros caminos, mis planes de vuestros planes” (Is. 55, 3).
Reconociéndonos dependientes de Dios, nuestra oración será una oración humilde y, por ser humilde, será también veraz.
Podrá darse en nosotros lo que dice la Primera Lectura (Eclo. o Sir. 35, 15-17; 20-22): “Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído ... La oración del humilde atraviesa las nubes”. Es decir quien se reconoce servidor de Dios, dependiente de Dios y no dueño de sí mismo, quien sabe que Dios es su Dueño, ése es oído.
En la Segunda Lectura (2 Tim. 4, 6-8; 16-18) San Pablo nos habla de haber “luchado bien el combate, correr hasta la meta y perseverar en la fe”, y así recibir “la corona merecida, con la que el Señor nos premiará en el día de su advenimiento”. Condición indispensable para luchar ese combate, para correr hasta esa meta, perseverando en la fe hasta el final, es -sin duda- la oración. Pero una oración humilde, entregada, confiada, sumisa a la Voluntad de Dios.
Reflexionemos, entonces: ¿Nos reconocemos lo que somos ante Dios: creaturas dependientes de su Creador? ¿Somos capaces de ver nuestros pecados y de presentarnos ante Dios como somos: pecadores? ¿Es nuestra oración humilde, veraz? ¿Oramos con humildad, entrega y confianza en Dios? ¿Reconocemos que nada somos ante El?
Entonces, ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debiera ser una de adoración. Y … ¿qué es adorar a Dios?
Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño. Es reconocerme en verdad lo que soy: hechura de Dios, posesión de Dios. Dios es mi Dueño, yo le pertenezco. Adorar, entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de El y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarme a El y a su Voluntad.
(fuente: homilia.org)
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