Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (Lc 17, 11-19)
En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros". Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra. Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ese era un samaritano. Entonces dijo Jesús:"No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?" Después le dijo al samaritano: "Levántate y vete. Tu fe te ha salvado".
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
Las Lecturas de hoy nos hablan de dos sanaciones: una narrada en el Antiguo Testamento -la del leproso Naamán- y otra del Nuevo Testamento -la de los diez leprosos.
Con motivo de estos textos es bueno referirnos a las maneras en que Dios puede sanar. Vemos cómo en la Primera Lectura (2Re. 5, 14-17) el Profeta Eliseo manda a Naamán a bañarse siete veces en las aguas del río Jordán y, luego de hacerlo -dice la Escritura- “su carne quedó limpia como la de un niño”.
Por cierto no está esto en la parte del texto que hemos leído hoy, pero Naamán, que era el general del ejército de Siria, hombre poderoso y engrandecido, llegó con toda pompa y poder a Israel y se sintió ofendido porque el Profeta Eliseo no lo había recibido y solamente le mandó a decir que se bañara en el Jordán. Naamán se disgustó y cuando se disponía a volverse a su país, diciendo que los ríos de Siria eran mejores que los de Israel, sus servidores lo convencieron de hacer lo que el Profeta le había indicado.
En este caso vemos a Dios sanando a una sola persona (Naamán) a través de un instrumento suyo (el Profeta Eliseo), sin siquiera estar éste presente, con unas instrucciones muy precisas (bañarse 7 veces en un río).
En el caso de la curación de los 10 leprosos del Evangelio es una sanación colectiva, hecha directamente por Dios (por Jesucristo), sin estar El presente mientras la sanación sucedía (recordemos que los leprosos se sanaron mientras iban a presentarse a los sacerdotes).
Otras veces Jesucristo sanó -por ejemplo- utilizando barro para untar en los ojos de un ciego; es decir, utilizando una sustancia (Jn. 9, 1-41).
Otras veces dando una orden: “Levántate, toma tu camilla y anda” (Mt. 9, 6), le dijo a un paralítico.
O también como al criado del Oficial romano, a quien sanó sin siquiera ir hasta donde estaba el enfermo (Mt. 8, 5-12).
O como a la hemorroísa a quien sanó al ella tocar el manto de Jesús (Mt. 9. 20-22).
Otras veces fueron los Apóstoles los instrumentos que el Señor usó para sanar, como leemos en los Hechos de los Apóstoles (Hech. 3, 3-7).
Todos estos ejemplo son para indicar que Dios es Quien sana, y que Dios sana a quién quiere, dónde quiere, cuándo quiere y cómo quiere... porque Dios es soberano. Es decir: es dueño de nuestra vida y de nuestra salud. Y nuestra Fe consiste, no sólo en creer que Dios puede sanarnos, sino también en aceptar que El es soberano para sanarnos o no, y también para escoger la forma, el medio, el momento en que nos sanará.
Es así como Dios podría sanarnos milagrosamente. Hoy también se dan los milagros -“aunque Ud. no lo crea”-. Y cuando el Señor actúa así (extraordinariamente) lo hace para vitalizar la Fe de las personas: la del mismo enfermo, la de las personas alrededor de éste y la de los que reciban ese testimonio.
Dios sigue haciendo milagros hoy en día. Para cada canonización la Iglesia Católica requiere de un milagro comprobado. Para nombrar sólo un caso de los más recientes: en el proceso de beatificación de la Madre Teresa de Calcuta, se dio a conocer un milagro impresionante, no sólo por la gravedad de la enferma, sino porque la curación tuvo lugar en un asilo de las Misioneras de la Caridad, congregación fundada por ella, sucedió el día aniversario de su muerte, es decir de su llegada al Cielo y, adicionalmente, habiéndosele colocado a la paciente un escapulario que había estado en contacto con el cuerpo de nuestra futura santa, la Madre Teresa.
Sin embargo, en toda sanación el principal milagro es la conversión. Naamán -el leproso de la Primera Lectura- se convirtió al Dios de Israel: reconoció que no había otro Dios. El Señor suele acompañar sus sanaciones de un llamado a la conversión: “Tus pecados te son perdonados” - “Tu Fe te ha salvado” - “No peques más” - etc.
El Señor sana y sigue sanando. Sana cuerpos y sana almas. No importa el medio que use: puede hacerlo directamente, o a través de un instrumento escogido por El, o a través de médicos y medicinas. Pero sucede que la mayoría de los médicos creen que ellos son los que sanan, sin darse cuenta que también ellos son instrumentos de Dios, pues si Dios, que es soberano, no lo quisiera, tampoco se sanarían sus pacientes.
Quien sana es Dios. Y si algún enfermo sana a través de alguna persona, es porque Dios ha actuado. Jesucristo sanó directamente y realizó toda clase de milagros, no sólo de sanaciones, sino de revivificaciones, que son manifestaciones más extraordinarias aún que las curaciones. Y, además, realizó el más grande de los milagros: su propia Resurrección.
Por eso con el Salmo 97 alabamos al Señor por las maravillas que hace, porque nos muestra su lealtad y su amor y nos da a conocer su victoria.
Es importante tener una Fe, una Fe que cree que Dios es Todopoderoso y, además, soberano. Una Fe que acepta la Voluntad de Dios, que acepta que seamos sanados o no. Una Fe que, si se trata de que seamos sanados, acepta la sanación en la manera que Dios escoja. Una Fe agradecida, como la de Naamán, que alaba a Dios, construyéndole un altar, y como la del leproso que regresa a dar gracias a Jesús. Una Fe que recuerda que la principal sanación es la sanación del alma, que luego de una enfermedad física o de una enfermedad espiritual, nuestra alma queda re-establecida en Dios.
Que sepamos ser agradecidos, para que el Señor pueda decirnos, como al leproso del Evangelio que se regresó a dar las gracias: “Tu Fe te ha salvado”.
Pero la Fe debe, además, ser capaz también de sufrir, como sufre San Pablo en la Segunda Lectura (2Tim. 2, 8-13): “sufro hasta llevar cadenas como un malechor”, sabiendo que “la Palabra de Dios no está encadenada”.
Todo lo contrario, la Palabra de Dios cobra fuerza en la persecución, pues el sufrimiento hace fructificar la gracia. La sangre de los mártires, se ha dicho desde el comienzo de la Iglesia, riega la semilla de nuevos seguidores de Cristo. Por eso San Pablo es capaz de aceptar el sufrimiento de la persecución y la cárcel por amor a Cristo y a los elegidos, “para que ellos también alcancen las salvación y la gloria eterna”.
Es nuestro ejemplo en la evangelización: llevar la Palabra de Dios a quien quiera aceptarla, con prudencia, pero sin temer las consecuencias, porque “si morimos con El, viviremos con El. Si nos mantenemos firmes, reinaremos con El. Si lo negamos, El también nos negará. Si le somos fieles, El permanece fiel”.
“Que donde haya error, pongamos Verdad”.
“Que donde haya tinieblas, pongamos Luz”.
“Que donde haya duda, pongamos Fe”.
“Que donde haya desesperación pongamos Esperanza”.
“Que donde haya odio, pongamos Amor”.
(cf. Oración San Francisco de Asís)
(fuente: www.homilia.org)
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