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miércoles, 20 de octubre de 2010

Proteger al amor matrimonial

El amor verdadero no busca la independencia; no busca la "liberación" de todos los vínculos y responsabilidades. Al contrario, impulsa a actuar justo al revés: se entrega, y no anhela nada más que atarse para siempre a quien quiere ¡y no dejarle nunca más.

El amor verdadero no busca la independencia; no busca la "liberación" de todos los vínculos y responsabilidades. Al contrario, impulsa a actuar justo al revés: se entrega, y no anhela nada más que atarse para siempre a quien quiere ¡y no dejarle nunca más!


Alianza objetiva

Estos son los grandes deseos, los grandes impulsos naturales del amor. Sin embargo, todos conocemos las flaquezas de nuestra naturaleza: hoy, sentimos gran pasión por una persona; mañana, quizá, por otra. Por eso, no bastan los deseos de fidelidad; no bastan las promesas secretas o clandestinas. Hace falta llegar a una alianza objetiva: comprometerse también cara a la sociedad, lo que se traduce en este caso en contraer un matrimonio.


Esta alianza es una protección del amor. Es como decir a otra persona: "Yo te quiero verdaderamente, y siempre quiero quererte. No sé todo lo que pasará a lo largo de la vida. A lo mejor, hay tentaciones y conflictos. Pero tengo la voluntad de superarlas, y para probártelo, te doy una promesa oficial."

Conocemos los grandes navegantes de la mitología griega. Estos prometían a sus amigas y amantes volver a casa, después de algún tiempo de aventuras y trabajos, pero nunca volvían. En el mar, escuchaban los cantos de las sirenas, quedaban fascinados y cambiaban de rumbo para estar con ellas. Las mujeres no los veían nunca más...

Pero hubo uno -Ulises- que previó el peligro. Quiso que sus compañeros le ataran al mástil de la nave. Cuando pasaron por la isla de las sirenas, también él escuchó su canto maravilloso, también él se quedó fascinado, pero no podía seguir las voces y los cantos de las sirenas, ya que estaba atado. Así, las sirenas no pudieron seducirle. Fue el único que volvió a casa.

Toda persona -incluso el más acérrimo crítico del matrimonio- anhela, si es sincero consigo mismo, tener alguien en quien poder abandonarse completamente, alguien que siempre esté con él, pase lo que pase, que confíe en él también cuando todo está en contra suya; también cuando sufre fracasos y enfermedades, cuando se hace mayor y más débil.


Nuevos retos

Cada uno desea, en el fondo de su corazón, tener una persona segura, de confianza, a su lado. ¿Porqué, entonces, experimentamos hoy, que tantos hombres y mujeres rechazan de lleno el matrimonio? Muchos de ellos, quizá, no rechacen el matrimonio "en sí", sino un tipo de matrimonio lleno de mentira y de traición tras una imagen respetable. Rechazan a los matrimonios que se cierran, ponen barreras, no tienen amigos, viven una vida cómoda y aburguesada. Hay quienes buscan nuevos caminos, más interioridad y autenticidad, y -por desgracia-terminan frecuentemente en la confusión.

La crítica es dura, pero nos puede servir para plantear de nuevo la vida matrimonial. Es decir, el matrimonio no es anacrónico, pero tampoco debemos vivirlo de un modo que llaman "burgués", con estrechez de miras y falsedad, mirando más el aspecto externo que el amor verdadero entre las personas que lo componen.

Uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo consiste en demostrar que el matrimonio es atractivo, también para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Y que, realmente, es el amor el que reina entre los esposos. Conviene demostrar, en definitiva, que la fidelidad matrimonial es posible y que lleva a una felicidad mucho mayor que el amor "espontáneo": éste puede ser muy apasionante, pero queda inmaduro, si huye de la entrega definitiva. Hoy en día, hacen falta parejas que sean un ejemplo de que el matrimonio, como vida en común indisoluble, es la mejor garantía para la felicidad de toda la familia, y para ellos mismos, en la juventud, en la madurez y en la ancianidad.

El matrimonio no es anacrónico en absoluto. Pero es un reto -hoy más que nunca- mantenerse unidos uno al otro, también en tiempos de crisis o de poca comprensión. Todo matrimonio pasa por crisis, igual que toda persona, cuando crece, experimenta sus crisis de desarrollo. Es muy normal, que haya momentos duros en la vida. Uno nota monotonía, desazón, quizá la falta de una plena realización profesional; ve que los planes se derrumban y que los hijos son muy distintos de lo que se deseaba. A veces, con los años aparece el remordimiento de no haber dado al otro todo lo que se le podía haber dado... Pero, toda crisis trae consigo un cambio, y puede ser un cambio hacia una madurez mayor, hacia una confianza más plena.

El día de la boda no es la última estación, sino al contrario, es el comienzo de la verdadera aventura de la vida del amor. Si se tiene la conciencia clara de que el matrimonio dura hasta la muerte, entonces se esfuerza uno mucho más para hacer de él una empresa atractiva.


Consejos concretos

¿Cómo se puede llegar a superar las dificultades? ¿Cómo se puede conseguir que el matrimonio sea feliz? No hay recetas fijas. Pero podemos reflexionar sobre lo que puede facilitar la vida cotidiana.


1. Amor decidido. Si, al contraer matrimonio, los cónyuges son conscientes de que toman una decisión de por vida y tienen la firme voluntad de permanecer unidos hasta el final, pase lo que pase, en tiempos de sol y de lluvia, de nieve, hielo y tormenta, entonces pueden desarrollarse libremente, en un clima de seguridad y de confianza.

Conviene perder el miedo a las crisis. Conflictos y divergencias de opiniones existirán siempre allí donde varias personas viven en estrecho contacto. Lo decisivo es la actitud que se adopta ante aquellas situaciones difíciles: aprovechar la oportunidad de estrechar los lazos de unión, superando juntos las dificultades, buscar el camino de la reconciliación. A menudo, esta disposición a perdonar es la única esperanza en el camino hacia un nuevo comienzo. Con los años un cónyuge va amando al otro más y más porque quiere amarle, porque se ha decidido por el otro de por vida, y está dispuesto a soportar desilusiones.


2. Respeto mutuo. Hoy en día, casi nadie duda de que el hombre y la mujer se encuentran en el matrimonio uno junto al otro con la misma dignidad, para enfrentarse unidos a la vida: que son, en definitiva, de la misma altura; que tienen los mismos derechos y deberes. Hay, a veces, mucha independencia social y económica entre los cónyuges y, a la vez, una gran dependencia afectiva, que los une de un modo casi enfermizo. Pero sólo aquel que es interiormente libre y autónomo puede entregarse a los demás. Por tanto, hay que reconocer también la necesidad de mantener una sana distancia en el matrimonio. La vida en común no debe convertirse en una atadura o cárcel que restringe la libertad del otro. Un cónyuge no puede quitar al otro el aire para respirar, la posibilidad de desarrollarse y llevar adelante iniciativas propias, pensamientos o planes personales: para llegar a una profunda unidad, es necesario seguir siendo dos personas individuales.

No se ama al otro, mientras no se le ama en sí mismo. El "tú" no es la prolon­gación del "yo". El "tú" es el misterio del otro que pide ser afirmado en sí mismo. No existe verdadero amor entre un hombre y una mujer, si no se experimenta -incluso en este amor, que hace de ambos una sola carne- un cierto desapego.


3. Apertura a la vida. Un matrimonio en el que el marido y la mujer viven pendientes sólo el uno del otro, y en sus vidas no hay lugar para nadie más, acabará por cansarse y amargarse. Un matrimonio verdaderamente feliz descubre continuamente nuevos horizontes, está abierto a otras personas, también a una futura descendencia. Tiene el valor de transmitir la vida, de conservarla, de amarla y de velar por su desarrollo.

Pero, si la unión sexual se entendiera exclusivamente como la procreación de descendientes, se denigraría al cónyuge al tratarlo como un simple medio; en última instancia se abusaría de él. Esto ha sido reconocido generalmente en nuestro tiempo de manera muy clara. Más, de la misma manera se humilla al cónyuge si se hace de él un mero objeto de placer. En cambio, si están integrados en el amor matrimonial tanto el deseo de tener hijos como la búsqueda de la unión sexual, se puede considerar conseguida la relación.

La fecundidad hace del matrimonio una familia. Por supuesto, los hijos traen consigo desorden e incomodidades para la vida de la pareja, hasta entonces tran­quila, ordenada y controlable. Pero en vez de considerar la maternidad como una esclavitud, hace falta convencerse de nuevo, de que existe una felicidad más profunda que la de la satisfacción por el dinero y el éxito; que no sólo los padres ayudan a los hijos, sino que también los hijos ayudan a sus padres a madurar espiritualmente (precisamente a través de las preocupaciones que aquellos originan). Los adultos pueden aprender mucho de sus hijos.


4. Sentido del humor. La mejor educación es la convivencia familiar alegre y armónica. "Cuando hayas estado un día entero sin reír, habrás perdido totalmente ese día". Este lema es muy importante precisamente para la vida cotidiana de la familia. Las personas carentes de humor e incapaces de reír llevan una vida poco atractiva. Los matrimonios y las fa­milias, que han dejado de reír, están perdidas.

En cambio, el que tiene sentido del humor, puede olvidarse de sí mismo, y de este modo está libre para los demás. Todos tendemos a veces a plantearnos problemas existenciales por cosas insignificantes, y esto afecta a las relaciones entre los hombres. Debemos esforzarnos por no contemplar las múltiples cosas pequeñas de la vida cotidiana desde su aspecto negativo. Cada cosa, como es sabido, tiene dos caras, y vale la pena centrar la vista en aquella cara de la que podemos reírnos a gusto, o al menos sonreír.

Una persona que se siente querida por su familia, también es capaz de amar; recibe fuerza y apoyo para la lucha diaria. Sólo el que se siente feliz, puede regalar paz, alegría y optimismo a otros; sólo quien se siente protegido, puede ofrecer apoyo y fortaleza. Únicamente quien tiene iniciativa, puede transmitirla y atreverse a cambiar el mundo. En una familia sana, los miembros serán capaces de desprenderse unos de otros y lanzarse activamente al mundo con generosidad. Están abiertos a los problemas de los demás, saben lo que es la amistad, y están dispuestos a gastarse en servicio al prójimo, desinteresadamente y sin miedo a interrumpir con ello la tranquilidad de la tarde.

Autora de este artículo: Jutta Burggraf
Doctora en Psicopedagogía. Doctora en Sagrada Teología.
Profesora Agregada de Teología dogmática.
Áreas de investigación e intereses: Teología de la creación, Teología ecuménica, Teología feminista.
Especialista en temas de familia y matrimonio.
e-mail: jburggraf@unav.es

(fuente: Sontushijos.org)

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