Gloria a ti, Señor.
El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró. En eso, llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
La fiesta cristiana de la Pascua es, sobretodo, una fiesta de la vida recuperada, de la vida auténtica, de la capacidad de mantener la propuesta de Dios por encima de la mezquindad y la sordidez que imponen ciertas instituciones sociales. La Pascua no es una fiesta que nace del deseo de celebrar algún sentimiento, sino del deseo de reivindicar una esperanza sostenida con la intransigencia de la generosidad. La comunidad se reúne para proclamar que la existencia de ese sencillo hombre de Nazaret ilumina y cambia toda la historia humana. Una historia hecha de violencias interminables, sobre una tierra sedienta de esperanza en la que despuntan permanentemente las flores recónditas de la solidaridad.
La resurrección nos invita a no sofocarnos con la sórdida amargura de los interminables afanes cotidianos. La Pascua de Jesús nos muestra otro mundo, un mundo que comienza justo en los límites de la precariedad de nuestra existencia; un mundo que no nos enajena sino que abre nuestros ojos a una vida nueva. Una vida que no nace del voluntarismo o del deseo de querer imponer una opinión o un punto de vista. Todo lo contrario. La resurrección es primicia de una vida que nace del perdón, de la misericordia y la reconciliación. Porque sólo quienes sean capaces de reconocer el germen de la vida futura en medio de este valle de lágrimas, serán capaces de recoger la cosecha del reino.
La Pascua es la fiesta de la reconciliación, de la esperanza, de la resistencia. Con la resurrección, Jesús rompe el cerco de la impunidad. Su actitud de reconciliación es un grito de justicia. Jesús perdona a sus victimarios porque sabe que ellos están fanatizados por una moral que legitima la injusticia. Las instituciones religiosas y políticas "sólo hacen lo que saben". Instauran la violencia y la intolerancia como los únicos medios para legitimar su poder. Pero, con la resurrección, Jesús apela a la justicia de Dios que es el absoluto respeto por la vida humana y la libertad de todo ser humano. El perdón, entonces, nace de una conciencia soberanamente madura y tolerante y nos prepara para una reconciliación verdadera. Porque la injusticia cometida no se remedia con una agresión mayor.
Jesús sabe que el perdón no atenúa la atrocidad del crimen. El perdón cuestiona la conciencia del agresor y la respuesta del ofendido. Pues el perdón no es un recurso de emergencia para tapar con pulcras flores la irremediable fatalidad del crimen. Ni es tampoco la vana pretensión de querer superar la violencia con la violencia. La reconciliación y el perdón nacen de una fe muy profunda, de una confianza radical en el Dios de la Vida, de una nueva manera de ver la realidad. La actitud conciliadora es consciente que la vida social no se rige por la fuerza bruta. La realidad se percibe como una infinidad de lazos afectivos que sostienen la existencia humana. De este modo, la historia humana, bajo la luz del nuevo día, muestra un rostro desconocido en el que predomina el encuentro, la generosidad, la entrega, la confianza, la tolerancia y el amor. Una realidad que no se identifica por la mecánica eficacia de los gestos conocidos sino que nos muestra una nueva humanidad con los brazos abiertos al mundo. A un lado queda el puño cerrado por la furia y la violencia y ahora las manos acarician con suavidad, ofreciendo su palma como gesto de apertura sincera.
Con la resurrección, la vida humana supera la mera estadística de las interminables fatalidades para convertirse en una alternativa irrenunciable: la vida es un derecho que no se negocia; la vida es única y cada existencia tiene un valor infinito. La sacralidad de la existencia humana se revela como el dato absoluto e inalienable que constituye la vida social. Por esta vía, es posible propiciar un diálogo creativo, único modo de resolver los irremediables conflictos que surgen en la convivencia interhumana.
Esto nos lleva a meditar sobre un aspecto de la resurrección de Jesús que a veces se olvida, pero que es esencial para comprender cómo una transformación personal, una transformación al interior de un pequeño grupo, es capaz de cambiar el rumbo de la historia de esa comunidad, de ese grupo. Esto fue lo que les ocurrió a los discípulos y discípulas de Jesús cuando se encontraron de repente con una realidad sorprendente que se les impuso: Jesús había resucitado. No era la ocurrencia de unas mujeres desconsoladas o de algunos discípulos confundidos. Era la potente experiencia de una comunidad que había descubierto que Jesús los estaba llamando para continuar la misión de anunciar el evangelio a los pobres. Entonces, la resurrección se convirtió en una experiencia tan desconcertante como novedosa, una realidad que obligó a toda la comunidad a revisar sus expectativas y a ponerse de nuevo en camino.
La acción más palpable de la resurrección de Jesús fue su capacidad de transformar el interior de los discípulos. El resucitado convoca a su comunidad en torno al evangelio y la llena de su espíritu de perdón. Los corazones de todos estaban heridos. A la hora de la verdad, todos eran dignos de reproche: nadie había entendido correctamente la propuesta del Maestro. Por eso, quien no había traicionado a Jesús, lo había abandonado a su suerte. Y si todos eran dignos de reproche, todos estaban necesitados de perdón. Volver a dar cohesión a la comunidad de seguidores, darles cohesión interna en el perdón mutuo, en la solidaridad, en la fraternidad y en la igualdad… era humanamente un imposible. Sin embargo, la presencia y la fuerza interior del resucitado lo logró.
Cuando los discípulos de esta primera comunidad sienten interiormente esta presencia transformadora de Jesús, y cuando la comunican, es cuando realmente experimentan su resurrección. Y es entonces cuando ya les sobran todas las pruebas exteriores de la misma. La imprevista e intempestiva novedad del Resucitado arranca desde los cimientos las falsas seguridades y lanza a toda la comunidad a encarar la misión con una fuerza y una dignidad hasta ese momento desconocida.
Lo que no es la resurrección de Jesús.
Se suele decir en teología que la resurrección de Jesús no es un hecho "histórico", con lo cual se quiere decir no que sea un hecho irreal, sino que su realidad está más allá de lo físico. La resurrección de Jesús no es un hecho realmente registrable en la historia; nadie hubiera podido fotografiar aquella resurrección. La resurrección de Jesús objeto de nuestra fe es más que un fenómeno físico. De hecho, los evangelios no nos narran la resurrección: nadie la vio. Los testimonios que nos aportan son experiencias de creyentes que, después de la muerte de Jesús, "sienten vivo" al resucitado; no son testimonios del hecho mismo de la resurrección.
La resurrección de Jesús no tiene parecido alguno con la "reviviscencia" de Lázaro. La de Jesús no consistió en la vuelta a esta vida, ni en la reanimación de un cadáver (de hecho, en teoría, no repugnaría creer en la resurrección de Jesús aunque hubiera quedado su cadáver entre nosotros, porque el cuerpo resucitado no es, sin más, el cadáver). La resurrección (tanto la de Jesús como la nuestra) no es una vuelta hacia atrás, sino un paso adelante, un paso hacia otra forma de vida, la de Dios.
Importa recalcar este aspecto para darnos cuenta de que nuestra fe en la resurrección no es la adhesión a un "mito", como ocurre en tantas religiones, que tienen mitos de resurrección. Nuestra afirmación de la resurrección no tiene por objeto un hecho físico sino una verdad de fe con un sentido muy profundo, que es el que queremos desentrañar.
La "buena noticia" de la resurrección fue conflictiva
Una primera lectura de los Hechos de los Apóstoles suscita una cierta extrañeza: ¿por qué la noticia de la resurrección suscitó la ira y la persecución por parte de los judíos? Noticias de resurrecciones eran en aquel mundo religioso menos infrecuentes y extrañas que entre nosotros. A nadie hubiera tenido que ofender, en principio, la noticia de que alguien hubiera tenido la suerte de ser resucitado por Dios. Sin embargo, la resurrección de Jesús fue recibida con una agresividad extrema por parte de las autoridades judías. Hace pensar el fuerte contraste con la situación actual: hoy día nadie se irrita al escuchar esa noticia. El anuncio pascual de la resurrección de Jesús puede ahora suscitar indiferencia. ¿Por qué esa diferencia con lo que ocurrió entonces? ¿Será que no anunciamos la misma resurrección, o que no anunciamos lo mismo en el mismo anuncio de la resurrección de Jesús?
Leyendo más atentamente los Hechos de los Apóstoles ya se da uno cuenta de que el anuncio que hacían los apóstoles tenía ya en sí mismo un aire polémico: anunciaban la resurrección "de ese Jesús a quien ustedes crucificaron". Es decir, no anunciaban la resurrección en abstracto, como si la resurrección de Jesús fuese simplemente la afirmación de la prolongación de la vida humana tras la muerte. Tampoco estaban anunciando la resurrección de un alguien cualquiera, como si lo que importara fuera simplemente que un ser humano, cualquiera que fuese, hubiera traspasado las puertas de la muerte.
El crucificado es el resucitado
Los apóstoles no anunciaban una resurrección abstracta, sino una muy concreta: la de aquel hombre llamado Jesús, a quien las autoridades civiles y religiosas habían rechazado, excomulgado y condenado.
Cuando Jesús fue atacado por las autoridades, se encontró solo. Sus discípulos lo abandonaron, y Dios mismo guardó silencio, como si también lo hubiera abandonado. Con su muerte en cruz, todo pareció concluir. Sus discípulos se dispersaron y quisieron olvidar.
Pero ahí ocurrió algo. Una experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que estaba vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios sacaba la cara por Jesús, y se empeñaba en reivindicar su nombre y su honra. «Jesús está vivo», no ha podido la muerte con él. Dios lo ha resucitado, lo ha sentado a su derecha misma, confirmando la veracidad y el valor de su vida, de su palabra, de su Causa. Jesús tenía razón, y no la tenían los que lo expulsaron de este mundo. Dios está de parte de Jesús, Dios respalda la Causa del Crucificado. El Crucificado ha resucitado, ¡vive!
Y esto era lo que verdaderamente irritó a las autoridades judías: Jesús les irritó cuando estaba vivo, y les irritó aún más cuando resucitó entre sus discípulos. A las autoridades judías, lo que tanto les irritaba no era el hecho físico mismo de una resurrección, que un ser humano esté muerto o vivo; lo que no podían tolerar era que aquel ser humano concreto, Jesús de Nazaret, cuya Causa (su proyecto, su utopía, su buena noticia) que tan peligrosa habían considerado y que creían ya descartada al haberlo crucificado, volviera a ponerse en pie, resucitara.
Y no podían aceptar que Dios estuviera sacando la cara por aquel crucificado condenado y excomulgado. Era imposible para ellos que Dios se manifestara a favor de Jesús, que lo avalara. Ellos creían en otro Dios, no en el que los discípulos de Jesús creían reconocer en aquella experiencia de sentir a Jesús resucitado.
Creer con la fe de Jesús
Pero los discípulos, que redescubrieron en Jesús el rostro de Dios (como Dios-de-Jesús) comprendieron que él era el Hijo, el Señor, la Verdad, el Camino, la Vida, el Alfa, la Omega. La muerte no tenía ya ningún poder sobre él. Estaba vivo. Había resucitado. Y no podían sino confesarlo y «seguirlo», «persiguiendo su Causa», obedeciendo a Dios antes que a los humanos, aunque costase la muerte.
Creer en la resurrección no era pues para ellos tanto la afirmación de un hecho físico-histórico, ni una verdad teórica abstracta (la vida postmortal), sino la afirmación contundente de la validez suprema de la Causa de Jesús (¡el Reinado de Dios!), a la altura misma de Dios («a la derecha del Padre», como valor absoluto), por la que es necesario vivir y luchar «hasta dar la vida».
Creer en la resurrección de Jesús es sobre todo creer que su palabra, su proyecto y su Causa (¡el Reino!) expresan el valor fundamental de nuestra vida.
Y si nuestra fe reproduce realmente la fe de Jesús (su visión de la vida, su opción ante la historia, su actitud ante los pobres y ante los poderes...) será tan conflictiva como lo fue en la predicación de los apóstoles o en la vida misma del nazareno.
En cambio, si la resurrección de Jesús la reducimos a un símbolo universal de vida postmortal (como podría serlo en el universo común de las religiones), o a la simple afirmación de la vida sobre la muerte, o a un hecho físico-histórico que ocurrió hace veinte siglos... entonces esa resurrección queda vaciada del contenido que tuvo en Jesús y ya no dice nada a nadie, ni irrita a los poderes de este mundo, o incluso desmoviliza en el camino de la Causa de Jesús.
Lo importante no es creer en Jesús, sino creer como Jesús. No es tener fe en Jesús, sino tener la fe de Jesús: su actitud ante la historia, su Causa, su opción por los pobres, su propuesta, su lucha decidida...
Creer lúcidamente en Jesús en esta América Latina, o en este Occidente llamado "cristiano", donde la noticia de su resurrección ya no irrita a tantos que invocan su nombre para justificar incluso las actitudes contrarias a las que tuvo él, implica volver a descubrir al Jesús histórico y el sentido de la fe en la resurrección.
Creyendo con esa fe de Jesús, las «cosas de arriba» y las de la tierra no son ya dos direcciones opuestas, ni siquiera distintas. Las "cosas de arriba" son la Tierra Nueva que está injertada ya aquí abajo. Hay que hacerla nacer en el doloroso parto de la Historia, sabiendo que nunca será fruto adecuado de nuestra planificación sino don gratuito de Aquel que viene. Buscar "las cosas de arriba" no es esperar pasivamente que suene la hora escatológica (que ya sonó en la resurrección de Jesús) sino hacer realidad en nuestro mundo el Reinado del Resucitado y su Causa: Reino de Vida, de Justicia, de Amor y de Paz.
(fuente: www.conjesus.org)
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