La Semana Santa evoca el comienzo de nuestra historia personal, el lugar de origen, el pueblo que nos vio nacer, formado por una comunidad de lazos y recuerdos, sentimientos, creencias y emociones, capaces de elaborar un sentido de las cosas, una maduración del vivir personal. No hay nada como volver a las raíces, experimentar el encuadramiento existencial de un seno íntimo, de un hogar primero que te alberga y alimenta, dispuesto siempre a la acogida, como una madre que te ha engendrado, portador inconmensurable de promesas y sueños. El hombre, dirá Goethe, no es sólo descendiente, sino que además es heredero, posee un pasado que lo contiene.
Pero más allá del factor intimista y emotivo, interior y propio, donde uno se complace y no olvida el conjunto de bienes que nuestros antepasados han creado en el decurso de las generaciones, existe algo más determinante: la vigencia absoluta de la fe religiosa. Esta vigencia significa que la persona se encuentra envuelta en un amor primero, en una presencia de gracia que antecede y funda la propia vida del hombre; que la persona es portadora de una vocación que la religa a Dios. Y significa también el vínculo socializador del cristianismo, la capacidad natural de la religión para crear unión entre los hombres, la importancia del compromiso y la responsabilidad, de la entrega personal de cada hombre en la construcción de nuestro mundo. Lo expresaba Schiller: “el mundo es lo que hacemos de él. Nada permite definir lo que era en su origen ni lo que sería sin nosotros”.
La belleza de los pasos de Semana Santa, habitados de silencio y esperanza, de oración y adoración, manifiesta la Belleza de Cristo como un poderoso vínculo de hermandad, el anhelo del alma -que es anhelo de Dios- por lo imperecedero y lo divino, sin cuya presencia el hombre y la sociedad se corrompen y cuya recusación del cotidiano vivir no sólo sería contraria a la fe sino a la misma razón, convirtiendo la vida en dramática y desdichada.
Las procesiones de Semana Santa no hacen sino evidenciar la incidencia de un orden sobrenatural y eterno en la naturaleza finita que determina en la persona un destino trascendente irrealizable con las solas fuerzas naturales; manifiestan un modo de ser, un profundo sentir y creer, un patrimonio religioso y espiritual capaz de forjar una comunidad viviente de herederos; la necesidad que el hombre y la sociedad tienen de Dios, asumiendo su condición de ser algo esencialmente religiosos, así como la firme voluntad de honrar a Dios con el culto público, haciendo de la religión católica, públicamente profesada, un inequívoco lazo de comunión entre los hombres.
La sociedad sabe que tiene deberes ante Dios y no quiere, en estos días de Semana Santa, sustraerse a la eficacia vivificante del cristianismo, a la sólida garantía de orden y salvación, al más poderoso vínculo de fraternidad, a la fuente inagotable de las virtudes individuales y públicas. La sociedad desea vivir ante Dios, como si Dios existiese, en el reconocimiento de que no hay progreso sin religión ni culto a Dios, ni los hombres son productivos sino mientras son religiosos.
Después de la Semana Santa queda por delante la más hermosa, sugerente y esperanzadora de las tareas: “¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Haced vosotros lo mismo” (Jn 13, 12-14). Después de haber experimentado el atractivo seductor de su Presencia y recibirla como vida nueva entregada, se abre un magnífico escenario de caridad fraterna, de autodonación del cristiano, que prolonga la entrega del Hijo al mundo por parte del Padre y la entrega de la vida que Jesús nos hizo. Esta voluntad de autodonación constituye la única acreditación fidedigna del humano “haber nacido de Dios”. Si Dios es amor, si Cristo dio su vida por nosotros, no puede haber otra prueba de que nos hemos apropiado de su vida que no sea la de actuar como él actúa, hacer las obras que él hace, pasar de la muerte a la vida a través del amor.
escrito por Roberto Esteban Duque, sacerdote y profesor de Teología
(fuente: revistaecclesia.com)
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