Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (Mc 10, 35-45)
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dijeron: “Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte”. El les dijo:” ¿Qué es lo que desean?” Le respondieron: “Concede que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria”. Jesús les replicó: No saben lo que piden. ¿Podrán pasar la prueba que yo voy a pasar y recibir el bautismo con que seré bautizado? Le respondieron: “sí podemos”. Jesús les dijo: “Ciertamente pasarán las pruebas que yo voy a pasar y recibirán el bautismo con que yo seré bautizado; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, eso es para quienes está reservado”. Cuando los otros diez apóstoles oyeron esto, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús reunió entonces a los Doce y les dijo: “Ya sabe que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes. Al contrario : el que quiera ser grande entre ustedes que sea su servidor, y el que quiera ser el primero , que sea el esclavo de todos, así como el Hijo del hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos”.
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
Hoy el pasaje evangélico no deja muy bien que digamos a esos primeros discípulos, que tanto admiramos por haber acompañado en vida a Jesús. Marcos nos los presenta a unos, demasiado preocupados por copar los mejores puestos, y a los demás, molestos por lo que otros se habían atrevido a pedir. Y sin embargo nos caen simpáticos esos hombres hom¬bres que seguían a Jesús ilusionados por conseguir algún beneficio personal tras tanto esfuerzo, que iban alimentando su fidelidad al Maestro a base de esperar de él una recompensa mejor. Nos caen simpáticos porque, en el fondo, nos podemos reconocer en su comportamiento: ¡son tan parecidos a nosotros! Puesto cuanto más nos parezcamos, más pertinente será la lección que Jesús les dejó.
I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice
El tercer anuncio de la pasión (Mc 10,32-34) es la más detallada de las tres predicciones, tanto que parece ser una especie de guión anticipado del relato de la pasión que vendrá a continuación. Al vaticinio sigue una instrucción, organizada en torno al motivo de la próxima pasión (Mc 10,38-39.45).
La escena se divide, claramente, en dos momentos: Jesús es abordado, primero, por los hijos del Zebedeo que buscan puestos de privilegio (Mc 10,35-40) y responde, después, a la reacción de los otros diez declarando el servicio universal como norma de la vida común. A los hermanos ambiciosos les propone la cruz, a los discípulos envidiosos el ministerio fraterno.
Los hijos del Zebedeo son hermanos y están hermanados por su ambición e inconsciencia. Lo señala Marcos en un vivo diálogo entre ellos y Jesús: a la repetida petición de los discípulos (Mc 10,35.37) responde Jesús con una pregunta renovada (Mc 10,36.38). Jesús no niega lo que piden, afirma que no saben qué están, en realidad, pidiendo y les cuestiona que lo merezcan. Jesús repite el motivo del cáliz y del bautismo en sus respuestas (Mc 10,38.39) sin asegurar dar lo que se le pide: sentarse junto a él (Mc 10,37.40). Sí que les predice una suerte como la suya (Mc 10,39). No obtendrán lo que desean, pero tendrán la fortuna de compartir suerte con Jesús.
Como pocas veces, en todo su relato, Marcos ha puesto aquí al descubierto la gran distancia que media entre el proyecto de Jesús y los proyectos que se hacen cuantos le siguen. El discípulo puede – y ése es el drama – se seguir a Jesús con tal de conseguir la propia gloria. Se puede acompañar a quien camina hacia su muerte soñando en triunfar más, y antes, que los mismos compañeros de aventura. No les ha preparado suficientemente la pasada instrucción (Mc 9,30-32); y Jesús tendrá, de nuevo, que intentar ganarlos para que se solidaricen con él. No son honores o poder sino el bautismo de sangre lo único que está en su mano compartir con quienes le acompañan.
En el relato se perciben problemas de la comunidad cristiana. A partir del recuerdo de una petición, a situar seguramente durante el ministerio de Jesús (Mc 10,35.37.38a.40), se añadió la sentencia del cáliz y del bautismo, que da por supuesta la muerte de los dos discípulos que anduvieron en busca de prebendas (Mc 10,38b-39; cf Hch 12,2; ¿Jn 21,23?). Los que, un día, se atrevieron a pedir la gloria junto a Jesús ya han muerto tras él: el triunfo que desearon lo han alcanzado con el martirio. No es otro ni mejor, recuerda Marcos a los suyos, el destino del que sigue a Jesús.
II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida
Tras predecir de nuevo su próximo final cruento, Jesús tiene que soportar la petición de privilegios por parte de dos discípulos. Mayor incomprensión apenas puede imaginarse: mientras el maestro piensa en dar la vida, sus seguidores siguen pensando en obtener favores. Y hasta resulta lógica la indignación de los demás discípulos, al enterarse; pero no es demasiado honrosa: se molestan no porque esos dos no entendían a su señor, sino porque se atrevieron a pedirle honores en exclusiva. Jesús reacciona diferenciadamente: a los que le pidieron privilegios les predice una muerte solidaria con la suya, ése será su honor; a los que se indignaron, les propone el servicio al hermano como camino mejor para el discípulo.
Habría que verse retratados en esos discípulos, unos por pensar en glorias, mientras caminan con su Señor hacia la cruz, otros por sentirse traicionados ante la audacia de los primeros, sólo porque se atrevieron a esperar más de Jesús; en ambos casos, la pequeñez de miras es el elemento común. Pero no hay que culpar a los primeros discípulos: ¿acaso entendemos nosotros hoy, una vez muerto Cristo por nosotros, que no es posible el seguimiento sin aceptar la propia cruz?
Como ellos también nosotros mantenemos la secreta ilusión de que conseguiremos más fácilmente de Jesús lo que le pidamos precisamente porque somos de los pocos que le hemos seguido de cerca durante tanto tiempo: ¿cómo nos iba a negar el poder sentarnos junto a él, si junto a él hemos hecho tanto camino? Pero, por otra parte, ¡cómo no indignarse contra quien ruega que se le concedan en exclusiva favores que nosotros ambicionamos en silencio! ¿para qué sirve ser discípulos de Jesús, si éste no premia el esfuerzo a todos por igual? Si de alguna forma nos sentimos retratados en la actitud de los primeros discípulos de Jesús, la reacción del Maestro y sus palabras pueden significar para nosotros hoy una severa llamada de atención y una ocasión de oro para preguntarnos, en la intimidad de nuestra conciencia pero en la presencia de Dios, por las razones que nos llevan a ser hoy discípulos de Jesús.
Nada más natural que quien, como los hijos del Zebedeo, hubiera dejado casa y patrimonio, padre y criados, familia y trabajo, por seguir a Jesús, esperase algo mejor a cambio; no se renuncia a nada por nada. Y es comprensible que así se lo hicieran ver al Maestro en un momento de sinceridad; deseaban asegurarse el propio futuro con tiempo, evitar correr el riesgo de que, habiendo preferido a Jesús, no fueran ellos luego sus preferidos. Y se atrevieron a pedírselo, porque ellos ya le habían demostrado su entrega y entusiasmo; hay que advertir, además, que no pedían nada extraordinario: quienes le habían acompañado en todo momento, querían no dejarle solo nunca, - ¡y mucho menos, claro está! - cuando estuviera en el cielo.
Jesús, a diferencia de los demás discípulos, no tomó a mal el que le hubieran venido con semejante pretensión, pero, curiosamente, les reprocha no saber muy bien qué están pidiendo: quien quiera estar cerca de él en el cielo ha de ser capaz en la tierra de beber su mismo cáliz y recibir el mismo bautismo; aspirar a reinar un día junto a Cristo impone el compartir vida y muerte por los demás todos los días; no cuenta, pues, el haber estado junto a Jesús mientras vivía sino el vivir y, sobre todo, el morir como él murió dando la vida por los demás.
¡En verdad que no sabían aquellos discípulos lo que pedían!. Como no sabemos tampoco nosotros lo que deseamos de Jesús cuando llegamos a él rogándole milagros, pidiéndole un buen trato, exigiendo honores o - simplemente - buena fortuna, sólo porque le hemos sido fieles hasta ese momento. Nuestra fidelidad, intentada tantas veces y tan pocas conseguida, nuestros esfuerzos por seguirle de cerca caminando a su paso y a la luz de su palabra, no nos ponen en mejores condiciones para conseguir un puesto mejor ni nos aseguran que estaremos con él en el cielo. Sólo si nos atrevemos a dar la vida como él, sólo si tenemos su mismo fin, tendremos un destino idéntico, nos sentaremos para siempre junto a él: compartirá el triunfo de Jesús no quien se atreve a pedirlo, sino quien no rehúsa su fracaso aparente.
Tenemos que reconocer que también nosotros, como los hijos del Zebedeo, nos creemos con cierto derecho para reclamar a Dios un mejor trato; con frecuencia nos presentamos ante él con la esperanza de obte¬ner mayores honores que los demás, sólo porque nuestra ambición ¡y nuestra inconsciencia! ha sido mayor. Jesús no se deja pedir favores de quien no está dispuesto a arriesgar nada por él; Dios Padre no asegura la vida eterna a quien no esté dispuesto a dar la propia, la que uno va a perder de todas maneras, por los demás. Deberíamos pensar un poco más antes de presentarnos con nuestras exigencias a Dios en la oración; deberíamos, sobre todo, no quejarnos tanto de no conseguir nada de Dios, a pesar de lo mucho que le pedimos: si nos parece que El no se acuerda de nosotros, si nos da la impresión de retrasarse en respondernos, si no cumple nuestros deseos cada vez que se los presentamos, ¿no será que ya no nos acordamos de su voluntad, que no respondemos ya de su ley, que no nos importan sus deseos? Quien, como los hijos del Zebedeo, pide favores sin saber que ha de dar la vida a cambio, no sabe lo que pide; y quien no pide nada especial a Dios pero le está dando su vida entera, como Jesús, está seguro de conseguir un día todo cuanto hoy más desea.
Nada más lógico asimismo que los demás discípulos, que compartían con los hijos del Zebedeo la fatiga del seguimiento, se indignaran al conocer sus deseos: pedir para uno el primer puesto, esperar de Jesús el honor mayor, suponía el negárselo a todos los demás; quienes así se portan, no se comportan como camaradas auténticos. Con todo, Jesús no atendió las razones de los que vinieron con quejas: sólo por no haberse atrevido a pedirle un imposible no eran mejores que quienes lo habían hecho; más aún, su enojo les privaba de razón: los discípulos de Jesús ni ambicionan primeros puestos ni se entristecen si no los consiguen. El seguidor de quien vino sólo a servir no puede confundirse con los ambicionan el poder; quien aprende del que vino a dar la vida por los demás, no debe pensar en robársela a nadie: el cristiano que ambicione mejores puestos, mayores privilegios, honores seguros, ha de buscar los últimos lugares, ponerse a disposición de todos, entregarse a quien lo necesite. Y ello sin más motivo, sin otro beneficio, que el de actuar como Cristo, que vino a servir y a dar la vida por todos.
Tomemos en serio la lección que Jesús dio a sus mejores discípulos; si queremos seguir a Jesús, no le sigamos por lo que nos puede dar ni por los bienes que de él confiamos obtener; no ambicionemos sacar provecho de una vida de fe y de nuestro esfuerzo cotidiano de fidelidad; no merecerían la pena un Dios a quien servimos, ni Jesús a quien seguimos, sólo porque de ellos esperamos que cumplan nuestros deseos y den satisfacción a nuestra necesidad. Deberíamos hoy preguntarnos por cuanto de Jesús esperamos, y por lo que le pedimos; tendríamos que examinar si lo que nos lleva a Jesús no son más que nuestro prurito de triunfo y los deseos de triunfar en la vida: no sea que Jesús esté defraudándonos sólo porque esperamos de él cuanto no quiere darnos.
Recordándonos la insólita petición de esos discípulos hermanos y la airada reacción de los restantes, el evangelio nos advierte: quien se mantiene junto a Cristo, no puede esperar de él favores extraordinarios o éxitos momentáneos; de quien es cristiano sólo se puede esperar lo que ya cumplió su maestro, la entrega de su vida en favor de los demás. El sacrificio personal, que no el triunfo, el servicio desinteresado, y no el medro social, es el criterio de autentificación: es seguidor de Cristo sólo quien le sigue hasta el final.
(fuente: say.sdb.org/blogs/JJB)
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