Ahora se abre el espacio para la buena noticia, el Espíritu Santo nos habita interiormente.
“Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios" Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que "habló por los profetas" nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos "desvela" a Cristo "no habla de sí mismo". Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué "el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce", mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos.
La Iglesia, comunión viviente en la fe de los Apóstoles , es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo:
– en las Escrituras que Él ha inspirado;
– en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
– en el Magisterio de la Iglesia, al que Él asiste;
– en la liturgia sacramental, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en comunión con Cristo;
– en la oración en la cual Él intercede por nosotros;
– en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia;
– en los signos de vida apostólica y misionera;
– en el testimonio de los santos, donde Él manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación.
La misión del Hijo y del Espíritu Santo es conjunta, y el Espíritu viene a mostrarnos el rostro de Jesús.
Si tuvieras que decir lo que el Espíritu Santo ha obrado en tu vida, ¿a qué lo referirías concretamente?
Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e indivisible, la fe de la Iglesia profesa también la distinción de las Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su Aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta, Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo da a conocer.
Es como una suave brisa, es como un aceite que penetra en lo más profundo de una textura, el Espíritu es como fuego, como una paloma. Todas son imágenes que hablan de una presencia suave en su forma de comunicarse. Para darle la bienvenida hay que tener una predisposición interior que debemos trabajar para que lo que resulta casi imperceptible se haga para nosotros consciente de su estar y desde ese vínculo de cercanía y de amistad, aprender de él y dejarnos llevar por él a aquellos lugares donde la humanidad y el mundo comienza a ser distinto, la presencia de Cristo en su totalidad, cabeza y cuerpo. En la humanidad en cuánto más allá del ámbito de la Iglesia, las semillas del Verbo encarnado están presentes con los valores escondidos en el mensaje total de Jesús, diseminados por todas partes.
El Espíritu nos puede dar esa mirada profunda de la presencia de Cristo en todo y en todos. Solamente por el Espíritu podemos penetrar desde Jesús a la realidad en toda su profundidad.
Él ha venido a dárnoslo a conocer.
La noción de la unción sugiere que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu, de tal modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe. Es un camino de unción.
El catecismo nos enseña que el nombre propio del Espíritu Santo, tal es el nombre propio de Aquel que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. La Iglesia ha recibido este nombre del Señor y lo profesa en el Bautismo de sus nuevos hijos.
El término "Espíritu" traduce el término hebreo Ruah, que en su primera acepción significa soplo, aire, viento. Jesús utiliza precisamente la imagen sensible del viento para sugerir a Nicodemo la novedad transcendente del que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino. Por otra parte, Espíritu y Santo son atributos divinos comunes a las Tres Personas divinas. Pero, uniendo ambos términos, la Escritura, la liturgia y el lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo, sin equívoco posible con los demás empleos de los términos "espíritu" y "santo".
Que el Espíritu Santo venga a traducir en nosotros el rostro velado de Cristo al que esperamos para acercarnos sus gracias.
El Espíritu Santo tiene varios apelativos. Jesús, cuando anuncia y promete la venida del Espíritu Santo, le llama el "Paráclito", literalmente "aquel que es llamado junto a uno", "Paráclito" se traduce habitualmente por "Consolador", siendo Jesús el primer consolador. El mismo Señor llama al Espíritu Santo "Espíritu de Verdad". Además de su nombre propio, que es el más empleado en el libro de los Hechos y en las cartas de los Apóstoles, en San Pablo se encuentran los siguientes apelativos: el Espíritu de la promesa el Espíritu de adopción, el Espíritu de Cristo, el Espíritu del Señor, el Espíritu de Dios , y en San Pedro, el Espíritu de gloria.
El agua, la unción, el fuego, la nube, la luz, el sello, la mano, el dedo, la paloma son los símbolos que utiliza el Espíritu Santo como una forma de hacerse presente en medio nuestro.
(fuente: www.radiomaria.org.ar)
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