Podemos comenzar a responder a estas cuestiones afirmando que el creacionismo científico surgió como reacción ante el pujante evolucionismo materialista, una filosofía nociva para las ideas religiosas y morales de la sociedad americana. Su génesis se encuentra en la actividad de algunos grupos de fundamentalistas protestantes que se organizaron emprendiendo una amplia campaña con la que pretendían conseguir dos objetivos básicos: por una parte, mostrar que la Biblia proporciona conocimientos científicos acerca de la creación y que serían contrarios a las hipótesis evolucionistas; y, por otra, conseguir legalmente que en las clases de ciencia natural que se dan en las escuelas, junto con las teorías evolucionistas, se explique también, dedicando igual tiempo, el creacionismo como concepción alternativa.
La mentalidad de los creacionistas científicos se explica por la confluencia de tres factores. Uno es el fundamentalismo protestante que interpreta la Biblia de modo excesivamente literal y que, por tanto, fácilmente considera como científicas algunas informaciones que deben ser entendidas en el contexto del estilo empleado en esas narraciones. Así, el obispo anglicano de Armagh, Usher, a finales del siglo XVII, decidió, basándose en textos bíblicos, que el mundo había sido hecho en el 4004 a. C., cálculo que debió de parecer poco interesante a teólogos de mayor envergadura. Otro factor es la historia de los Estados Unidos, que incluye contrastes ideológicos que se remontan a las causas y efectos de la guerra civil y que no han desaparecido por completo. Y un tercero es que, de hecho, se difunden tesis evolucionistas de tipo materialista y relativista, que se presentan como científicas pero realmente son extrapolaciones injustificadas carentes de base científica. El anti-evolucionismo es ya antiguo en grupos del Sur de los Estados Unidos. Después de la guerra civil no se consiguió una unidad religiosa. Los del Sur acusaban a los del Norte de estar infectados por un “espíritu liberal” que se manifestaría, por ejemplo, en afirmar, según el “espíritu” y no la “letra” de la Biblia, que debía condenarse la esclavitud. El Sur perdió la guerra, pero no estaba dispuesto a perder sus ideas, y se mantenía firme en convicciones que parecían tradicionales frente a la laxitud de los del Norte.
Henry M. Morris, antiguo profesor universitario, doctorado en Hidráulica, y un grupo de creacionistas como él, en 1963, organizaron la Sociedad para la Investigación de la Creación. En 1972, fundó el Institute for Creation Research (“Instituto para la Investigación de la Creación”, ICR) de San Diego, institución privada no lucrativa, cuyo objetivo original es publicar literatura creacionista y hacer campaña en las escuelas públicas en favor de las interpretaciones escriturísticas de los orígenes humanos. A pesar de presentarse como una organización de carácter apolítico y aconfesional, el ICR exige a todos sus miembros una confesión de fe sobre el fijismo de las especies creadas, la universalidad del diluvio y la realidad histórica de la Creación, según el Génesis. En 1981, Morris obtuvo la aprobación oficial para la escuela superior, que ofrece títulos en Ciencias de la Educación, Geología, Astrofísica, Geofísica y Biología. En 1986, consiguió trasladarse del campus de Christian Heritage College, en el Cajón, California, a su actual campus. Puesto que el ICR no está refrendado por la Western Association of Schools and Colleges, las escuelas más acreditadas no reconocerán sus títulos ni aceptarán sus créditos de clase para un traslado de matrícula.
El profesor Morris ha dicho que no es su intención solicitar un refrendo de la Western Association, a la que califica de “organización secular, muy comprometida con la teoría evolucionista”. Y añade: la Biblia es “nuestro libro de texto sobre la ciencia del creacionismo” pues “estamos totalmente constreñidos a lo que Dios ha considerado adecuado decirnos y esa información es su palabra escrita.” Y, en otro lugar: “Si el hombre desea saber algo acerca de la creación, su única fuente de información verdadera es la revelación divina”. De tal modo, que la creación habría tenido lugar en días de 24 horas, excluyendo absolutamente toda evolución. Esta perspectiva es compartida por importantes teólogos protestantes de Princeton, como Benjamin Warfield, Duane Gish, el reverendo Jerry Falwell y el Sínodo luterano de Missouri, de donde surgió un buen grupo de colaboradores de Henry Morris para organizar el “creacionismo científico” en 1963. Estos autores intentan poner de manifiesto el gran número de verdades científicas que han permanecido ocultas en sus páginas durante 30 siglos o más, y han puesto en el candelero este movimiento antes minoritario en los Estados Unidos, desde donde se ha difundido por todo el mundo.
Morris desautoriza abiertamente la biología evolucionista en uno de los libros en que ha colaborado, The Bible Has the Answer (“La Biblia tiene la respuesta”), donde se califica la “evolución” no sólo de “antibíblica y anticristiana, sino de absolutamente acientífica, además de imposible. Pero ha servido, efectivamente, de base pseudocientífica para el ateísmo, el agnosticismo, el socialismo, el fascismo y numerosas otras filosofías falsas y peligrosas de los últimos cien años”.
Parece que estas corrientes, que han confluido en el “creacionismo científico”, ven en el evolucionismo un poderoso aliado del materialismo moderno que pretende difundir a gran escala una visión relativista y atea que socava los fundamentos mismos de la civilización humana. George Marsden, profesor de Historia en Michigan, afirma que los creacionistas científicos han identificado correctamente el contenido materialista de gran impacto social que se presenta apoyado en el evolucionismo. Cita como ejemplo la popular serie televisiva Cosmos, de Carl Sagan, que trasluce una clara visión anti-creacionista. Y señala que los creacionistas han percibido esa filosofía nociva para las ideas religiosas y morales básicas de la civilización, concluyendo, aunque no justificando, que “los defensores dogmáticos de mitologías evolucionistas anti-sobrenaturalistas constituyen una invitación a responder del mismo modo”.
En la práctica, el creacionismo utiliza argumentos basados en el razonamiento lógico de que, si la teoría evolucionista tiene fallos y puntos débiles o no puede dar razón de algunos hechos, quedaría demostrado que el creacionismo es correcto. Sus argumentos suponen que sólo existen dos opciones: el creacionismo o el evolucionismo darwinista. Los creacionistas científicos se han servido de los debates evolucionistas recientes como pretexto para afirmar que el darwinismo está a punto de ser destruido, con lo cual su posición quedaría como la única alternativa razonable. Sin embargo, no han tenido en cuenta que el deseo de proponer y discutir nuevas hipótesis, lejos de anunciar el inminente colapso de una teoría, se considera, en general, como un signo de vitalidad científica. La hipótesis creacionista, en cambio, armoniza bastante mal -literalmente entendida- con los datos científicos. Como la mayor parte de los creacionistas sostienen que el mundo fue creado casi instantáneamente hace unos pocos miles de años, ellos se oponen no sólo a la teoría de la evolución, sino a toda interpretación científica del pasado. Si prevaleciera esta posición, la Geología, la Paleontología, la Arqueología e incluso la Cosmología deberían reformularse de forma que la ciencia retornaría a un marco teórico propio del S. XVIII.
En el otro bando de la contienda, se encuentra el evolucionismo radical. Sus defensores han visto en las teorías evolucionistas la prueba científica de que no es admisible la creación. El origen del universo y del hombre se explican sin necesidad de recurrir a la existencia de un Dios creador, noción que ha sido superada por el avance científico. El hombre no es más que un producto de la evolución al azar de la materia, y los valores humanos son algo casual y relativo, ya que están en función de las condiciones en que se ha realizado dicha evolución material. Con estos presupuestos, las iniciativas jurídicas y educativas de los creacionistas han sido contrarrestadas directa y contundentemente por los defensores del evolucionismo. Por ejemplo, el Dr. Wayne Moyer, director ejecutivo de la Asociación Americana de Profesores de Biología, ha hecho un llamamiento a los profesores universitarios para que ayuden a los maestros a oponerse al intento de introducir en las clases de Biología una “teología disfrazada de ciencia”.
No existe la alternativa evolución-creación, como si se tratara de dos posturas entre las que hubiera que elegir.
Pero, debemos plantear esta polémica en sus justos términos. La realidad es que la evolución como hecho científico y la creación divina se encuentran en dos planos diferentes: no existe la alternativa evolución-creación, como si se tratara de dos posturas entre las que hubiera que elegir. Se puede admitir la existencia de la evolución y, al mismo tiempo, de la creación divina. Si el hecho de la evolución es un problema que ha de abordarse mediante los conocimientos científico-experimentales, la necesidad de la creación divina responde a razonamientos metafísicos. En sentido estricto, creación significa “la producción de algo a partir de la nada”. En ningún proceso natural se puede dar una creación propiamente dicha: los seres naturales, desde las piedras hasta el hombre, sólo pueden actuar transformando algo que ya existe. La naturaleza no puede ser creativa en sentido absoluto. El hecho de la creación, así entendido, no choca con la posibilidad de que unos seres surgieran a partir de otros.
Evolución y creación divina no son necesariamente, por tanto, términos contradictorios. Podría haber una evolución dentro de la realidad creada, de tal manera que, quien sostenga el evolucionismo, no tiene motivo alguno para negar la creación. Dicha creación es necesaria, tanto si hubiera evolución como si no, pues se requiere para dar razón de lo que existe, mientras que la evolución sólo se refiere a transformaciones entre seres ya existentes. En este sentido, la evolución presupone la creación. Pero es que, además, quien admite la creación -así entendida-, tiene una libertad total para admitir cualquier teoría científica. Quien no admita la creación, necesariamente deberá admitir que todo lo que existe actualmente proviene de otros seres, y éstos provienen de otros, y así sucesiva e indefinidamente, de manera que todos y cada uno de los seres que existen deben tener un origen trazado por la evolución. Aunque pueda resultar paradójico, es el evolucionista radical quien viola las exigencias de rigor del método científico, pues se ve forzado a admitir unas hipótesis que no pertenecen al ámbito científico, y deberá admitirlas aunque no pueden probarse.
No hay, por tanto, necesidad de plantear ningún conflicto entre ciencia y religión. Esto es lo que postulan, al menos, destacados científicos evolucionistas. John McIntyre, profesor de Física en la Universidad de Texas, confiesa la frustración que experimenta por el hecho de que los “antievolucionistas” hayan usurpado el término “creacionismo”, e insiste en que es del todo posible conciliar las creencias cristianas en un Dios creador con la idea de que la vida haya evolucionado a través del tiempo. Por su parte, el paleontólogo neodarwinista G. G. Simpson, asegura:
“Ningún credo, salvo el de las fanáticas sectas fundamentalistas -que son una minoría protestante en EE.UU.-, reconoce por dogma el rechazo de la evolución. Muchos profesores, religiosos y laicos, la aceptan , en cambio, como un hecho. Y muchos evolucionistas son hombres de profunda fe. Además, los evolucionistas pueden ser también creacionistas”.
Y Martin Gardner, colaborador habitual de la revista Investigación y Ciencia, creador de juegos matemáticos y autor de libros de divulgación científica de calidad, sostiene: “No conozco ningún teólogo protestante o católico fuera de los círculos fundamentalistas que no haya aceptado el hecho de la evolución, aunque puede que insistan en que Dios ha dirigido el proceso e infundido el alma a los primeros seres humanos”.
Por lo que hace a la polémica, el panorama no es muy halagüeño. Sin embargo, queda la esperanza de que se impongan los análisis serenos. El creacionismo científico y el evolucionismo radical se alimentan mutuamente. Hoy por hoy, el evolucionismo radical parece el contrincan-te más fuerte: su poder y difusión están aliados con una mentalidad pragmatista muy extendida, en la que la ciencia es para muchos la única fuente de la verdad. La batalla no tendrá final, mientras no se disipe el error en que incurren ambas posturas con sus extrapolaciones. Porque ni la Biblia contiene datos científicos desconocidos en la época en que fue escrita, ni tampoco es legítimo ni científico negar lo que no se alcanza mediante la ciencia. Existen dos parcelas autónomas del saber humano -Filosofía y Ciencia- que no se pueden trasvasar sin caer en extrapolaciones inadmisibles o en una peligrosa pirueta conceptual. El problema desaparece cuando se advierte que evolución y creación divina se encuentran en planos distintos y, por lo tanto, no se excluyen mutuamente, aunque haya un tipo de “evolucionismo” que es incompatible con la admisión de la creación y un tipo de “creacionismo” que es incompatible con la aceptación de la evolución.
(1) Una profundización sobre esta polémica puede verse en mi libro: Carlos Javier Alonso: Tras la evolución. Panorama histórico de las teorías evolucionistas, Eunsa, Pamplona, 1999.
(fuente: www.arvo.net)
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