Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (I Corintios 1, 17-25).
Es lógico comenzar esta serie de doce cartas sobre la oración cristiana de la misma forma con la que iniciamos toda oración: con la señal de la cruz. Comenzamos a rezar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén”. Invocamos a la Santísima Trinidad e iniciamos nuestra oración en su nombre. Recordamos así el centro de nuestra fe recibida en el Bautismo (Mateo 28, 19). Al hacer un ofrecimiento de obras al inicio del día para dar un sentido sobrenatural a todas nuestras actividades; al empezar un examen de conciencia que, más que simple contabilidad moral, es un acto de diálogo con Dios, Padre de misericordia; en el inicio del rezo del Angelus; en las primeras palabras de la Misa: siempre está presente la señal de la cruz y la invocación a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de quien procede toda bondad y a cuyo santo nombre nos confiamos.
Rezamos en nombre de Dios y este “nombre” encierra en sí toda la misteriosa realidad de “Aquel que es el que es” (Éxodo 3, 13-15) y no necesita de nada ni nadie. El Catecismo de la Iglesia Católica explica muy bien la profundidad que encierra el nombre de Dios: A su pueblo Israel, Dios se reveló dándole a conocer su Nombre. El nombre expresa la esencia, la identidad de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima. Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente... Al revelar su nombre misterioso de YHWH, "Yo soy el que es" o "Yo soy el que soy" o también "Yo soy el que Yo soy", Dios dice quién es y con qué nombre se le debe llamar. Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es, a la vez, un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que Él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el "Dios escondido" (Isaías 45, 15), su nombre es inefable (Cf Jueces 13, 18), y es el Dios que se acerca a los hombres. Al revelar su nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el pasado ("Yo soy el Dios de tus padres", Éxodo 3, 6) como para el porvenir ("Yo estaré contigo", Éxodo 3, 12). Dios, que revela su nombre como "Yo soy", se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo (Catecismo de la Iglesia Católica 203 y 206-207).
La señal del cristiano es la señal de la cruz. En ella murió Nuestro Señor Jesucristo para alcanzarnos la salvación eterna. Así, la cruz se ha convertido en signo de esperanza y de victoria. Es el símbolo de la victoria de Jesucristo, una victoria que descubrimos en la resurrección después de haber visto a Jesús sufrir una aparente derrota, la más cruel. La cruz es el icono de Jesucristo y el indicio de la vida eterna que nos espera. Toda esta riqueza de significado hace que mostremos con orgullo y llevemos con amor este instrumento de tortura que para nosotros es mucho más que eso, es un instrumento de amor. La cruz que llevamos y la cruz que señalamos, sobre la frente o el pecho, es símbolo de aquella que nos pide tomar Jesucristo para ser sus discípulos auténticos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo 10, 38; 16, 24; Marcos 8, 34; Lucas 9, 23; 14, 27). Los contemporáneos de Jesús no entendieron aquella petición que sólo se aclaró cuando vieron al Maestro morir sobre una cruz y resucitar. Entonces comprendieron que el secreto del seguimiento de Cristo está en morir a sí mismo para tener vida (Marcos 8, 35); perder la vida por Jesucristo y por su Evangelio es salvarla.
En el capítulo 9 (versículos 4-7) del libro del profeta Ezequiel, encontramos un texto enigmático donde aparece por primera vez la señal de la cruz. Es el primer lugar de la Biblia en que se cita esta palabra. Dios envía un castigo contra los idólatras, pero respeta a los que han recibido la señal de la cruz en su frente, aquellos que no compartieron las idolatrías y las abominaciones. En el libro de los Números se nos relata una situación similar que el propio Jesucristo interpreta como un símbolo de lo que será la salvación por la cruz (Juan 3, 14-15). Dios había castigado con mordeduras de serpiente al pueblo de Israel que caminaba por el desierto y no dejaba de quejarse contra Dios. Habían muerto ya muchos israelitas y pidieron perdón a Dios. Moisés intercedió por el pueblo y Dios le dijo que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un mástil. Los que miraran a la serpiente de bronce quedarían curados: “Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” (Números 21, 9). Los israelitas tentaron al Señor (I Corintios 10, 9), como tantos hombres lo han seguido tentando y desafiando a lo largo de la historia. La cruz de Jesucristo es la respuesta misericordiosa de Dios a la rebeldía del hombre: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Juan 3, 14-15).
La cruz de Jesucristo es, a la vez, la señal del libro de Ezequiel para los que aman a Dios y están libres de culpa y, al mismo tiempo, la serpiente de bronce de Moisés para que los pecadores puedan volver a Dios. Estos últimos, sin la cruz, estarían perdidos para siempre, sufriendo en sus vidas los efectos de la desobediencia a Dios. Pero Él canceló nuestros cargos (Colosenses 2, 14). Llevar la cruz es llevar el signo de salvación y de vida eterna que Dios nos ha entregado. Hacer la señal de la cruz es manifestar el perdón y la misericordia de Dios. Por ello, en el sacramento de la reconciliación, la absolución de los pecados se acompaña con la señal de la cruz, (Concilio de Trento, 25-XI-1551, Doctrina sobre el sacramento de la penitencia, cap 3. 5 y 6; Dz 896 y 899-902): “La fórmula sacramental: “Yo te absuelvo …”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiesta que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia 31, 2-XII-1984).
La cruz es signo de obediencia. Jesucristo muere en ella por obediencia a la voluntad de Dios. San Pablo lo ilustra perfectamente en el himno cristológico de su epístola a los filipenses: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2, 5-11). San Pablo nos invita a apropiarnos de la humildad y la obediencia de Jesucristo, a hacerlas nuestras. La obediencia humilde es signo de auténtica presencia de Dios en el alma, es indicio de santidad auténtica. La obediencia de Cristo fue la que nos redimió. María también obedeció (Lucas 1, 38). La Iglesia es obediente a la revelación de Dios en Jesucristo y esta obediencia amorosa requiere muchas veces de la cruz vivida por amor. Obedecer es amar (Juan 14, 15; 14, 21; 14, 23; 15, 24) y, muchas veces, es también sufrir, pero este sufrimiento en la obediencia nos asocia a la cruz de Jesucristo y hace más auténtico nuestro seguimiento del Maestro de Nazaret, Dios y hombre a la vez. La cruz sin obediencia es cruz sin Cristo.
La cruz es signo de persecución e incomprensión. Los hombres de tiempos de Jesús querían que bajase de la cruz para creer en Él (Mateo 27, 42; Marcos 15, 32), querían la salvación sin la cruz (Marcos 15, 30), y parece que esta tendencia continúa muy arraigada en el hombre. Así lo señala el Papa Juan Pablo II en el número 1 de la Carta Encíclica Ut unum sint: “¡La cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida, pensando que la cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese”. También a los cristianos nos toca esta tentación de rechazar la cruz. Queremos creer, pero con una fe sin cruces. Queremos salvación, pero salvarnos sin renunciar a nada, mucho menos a nosotros mismos. Volvemos a ver la cruz como un signo de oprobio. Sin embargo, sin cruz, ni la salvación ni la fe son auténticas. Si queremos ser seguidores de Jesucristo, tenemos que aceptar la cruz, pero viéndola ya como un signo de gloria, como san Pablo: “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gálatas 6,14). Es signo de gloria porque en ella está la salvación y el centro de nuestra fe. La primera predicación de la Iglesia, según podemos ver en el anuncio del kerigma en los Hechos de los Apóstoles, se centra en la crucifixión y resurrección de Jesucristo (Hechos 2, 23-24; 3, 15; 4, 10; 5, 30). La cruz es el signo de los verdaderos seguidores de Jesucristo, de los ciudadanos del Cielo (Filipenses 3, 18-21).
Si la señal de la cruz nos distingue como cristianos, hay otro elemento que también nos debe distinguir: aquel por el que todos deben conocer que somos discípulos de Cristo, el amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Juan 13, 34-35). Amar como nos amó Jesucristo significa dar la vida por los demás. Este debe ser el signo de los cristianos. La cruz debe ir siempre acompañada del amor. Jesucristo murió en ella por amor a los hombres y nosotros hacemos de ella un signo del amor de Dios a cada ser humano y de nuestro deseo sincero de imitar ese amor de Dios a cada hombre. El amor a nuestros hermanos nos exige un sacrificio que va unido a la cruz de Cristo, y la cruz de Cristo nos exige una respuesta continua que no puede hacer a un lado el amor al prójimo. La cruz es signo de unidad (Efesios 2, 16), de paz y reconciliación (Colosenses 1, 18-20). Junto a ella encontramos a María, nuestra Madre amorosa, entregada a nosotros por Jesucristo en un acto de amor muy especial (Juan 19, 25-27).
Cuando nos santiguamos haciendo sobre nosotros la señal de la cruz, nos señalamos como miembros de Jesucristo y de su Iglesia; ponemos a Dios en nuestra vida; le ofrecemos lo que somos, hacemos y tenemos. Mostrar la cruz es predicar que hay que morir para tener vida. Los primeros misioneros que llegaron a América usaban cruces grabadas para enseñar la fe. La cruz es signo de fe auténtica, de esperanza cierta, de amor sincero y generoso. Es resumen de la enseñanza de Jesucristo. Todos estos significados sobre los que hemos reflexionado están presentes cuando hacemos la señal de la cruz. Hacer ese signo sobre nosotros o portarlo en el pecho es ofrecer a Dios nuestra vida y manifestar al mundo nuestro deseo de seguir e imitar a Jesucristo. Santiguarse o signarse es la primera oración del cristiano.
(fuente: es.catholic.net)
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