ROMA, martes 4 setiembre 2012 (ZENIT.org).- Tal como pudo constatarse ayer lunes durante la exequias y sepultura del cardenal Carlo Maria Martini, arzobispo emérito de Milán, autoridades, fieles --y también voces críticas--, manifestaron sus sentimientos ante la partida del "pastor que amó a su pueblo hasta el final", en palabras del cardenal Angelo Scola, su sucesor en la cátedra de san Ambrosio.
Reproducimos para nuestros lectores la homilía íntegra pronunciada por el actual arzobispo de Milán, durante la ceremonia realizada en la catedral.
1. “Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas; y yo dispongo para ustedes un Reino, como mi Padre lo dispuso para mí” (Lc. 22, 28-29). La larga vida del cardenal Martini es un espejo transparente de esta perseverancia, también en la prueba de su enfermedad y de la muerte. Y ahora Jesús le asegura y a nosotros con él: “Yo he hecho contigo como el Padre ha hecho conmigo”. Para él está preparado un reino como el que el Padre ha dispuesto para Su Hijo, el Amado. El hecho de que no sea un lugar físico, a nuestra medida, no nos autoriza a deducir que el paraíso es una fábula. El cardenal Martini que anunció y estudió la Resurrección, lo subrayó diversas veces. Con palabras tan simples como potentes, san Pablo toca la naturaleza cuando escribe: “Por siempre estaremos con el Señor” (1Ts. 4, 17). Nuestro cardenal Carlo Maria, tan amado, no se ha ausentado en un cielo remoto o inaccesible.
Él, entrando en el Reino, participa del poder de Cristo sobre la muerte y entra en la comunión con el Dios viviente. Por ello en un cierto sentido se puede decir de él lo que Benedicto XVI escribió de Jesús cuando ascendió al Padre: “Su irse es al mismo tiempo un venir, un nuevo modo de acercarse a todos nosotros” (cfr. J. Ratzinger, Gesù di Nazaret 2, 315).
Estimados amigos, estamos aquí convocados por la figura imponente de este hombre de Iglesia, para expresarle nuestra gran gratitud. En estos días una larga fila de creyentes y no creyentes se presentó ante él.
Querido Padre, nosotros ahora con todos aquellos que nos siguen a través de los medios de comunicación te alabamos. Y lo hacemos porque en la luz del Resucitado, garantía de tu destino completado, sabemos dónde estás. Estás en la vida plena, estás con nosotros. Esta es nuestra esperanza segura. No estamos aquí por tu pasado, sino por tu presente y tu futuro.
2. “Dios mio, Dios mio ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27,46). El terrible interrogativo de Jesús en la cruz en realidad es una oración que implora. Extremo abandono al designio del Padre. ¿Y cuál es ese designio? Que el crucifijo incorpore en sí todo el dolor de los hombres. El Hijo de Dios ha asumido todo del hombre, excepto el pecado, a tal punto que su dramática vocación final abraza el grito humano de horror delante de la muerte para aplacarlo.
A la muerte de Jesús bien se aplica la oración del poeta Rilke: “Da, oh Señor, a cada uno su muerte. La muerte que floreció de aquella vida en la que cada uno amó, pensó, sufrió” (R. M. Rilke, Das Buch von der Armut und vom Tode, Das Stundenbuch, 1903). Quien muere en el Señor, con el Señor está destinado a resurgir. Por esto su muerte es un florecer. La muerte del cardenal fue realmente personal porque está destinada a lo personal, inconfundible resurrección, a su personal modo de estar por siempre con el Señor y en Él con todos nosotros.
Nada ni nadie nos puede quitar esta consoladora verdad. Ni siquiera la dura, sarcástica objeción realizada por Adorno, que liquida la oración de Rike como “un miserable engaño con el cual se intenta esconder el hecho de que los hombres al final mueren y basta” (T. W Adorno, Minima moralia, Einaudi, Torino 1988, 284). A desmentirla es la imponente manifestación de afecto y de fe registrada estos días hacia el arzobispo.
3. El cardenal Martini no ha dejado un testamento espiritual en el sentido explícito de la palabra. Su herencia está toda en su vida y en su magisterio, y nosotros debemos continuar para alcanzarla durante mucho tiempo. Entretanto, eligió una frase para poner en su tumba, tomada del salmo 119 [118]: “Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi camino”. De tal modo que él mismo nos ha dado la llave para interpretar su existencia y su ministerio.
“Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí; y al que venga a mí no lo echaré fuera” (Jn. 6, 37). La luz de la palabra de Dios, en la estela del Concilio Vaticano II, abundantemente profusa del cardenal y de todos los hombres y mujeres, no solamente de la tierra ambrosiana, es el don a través del cual Jesús acoge a todos los que deciden seguirlo. Porque --agrega el evangelio de Juan--, la voluntad del Padre es que Él no pierda ninguno, sino que lo resucite en el último día (cfr. Jn. 6, 39). Dios está realmente cerca de cada hombre, cualquiera sea la situación en la que se encuentra, la posición de su corazón, la orientación de su razón, la energía de su acción.
Debemos entretanto, definitivamente, superar una actitud muy difundida sobre el don de la fe. Nuestro padre Ambrosio, a propósito del salmo elegido por el cardenal afirma: “Esta luz verdadera brilla para todos, pero el que cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna. También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere sin embargo ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza… Reciben esta luz los que desean la claridad del resplandor sin fin, aquella claridad que no interrumpe noche alguna.” (San Ambrosio, Commento al Salmo 118, n. 12. 13-14; CSEL 62, 258-259).
Confiar al Padre este amado pastor significa asumir hasta el fondo la responsabilidad de creer y testimoniar a todos el bien de la fe. Nos pide volvernos con él mendicante de Cristo. Dolorosamente conscientes de llevar el tesoro de nuestra fe en vasos de arcilla, gritamos al Señor: “Creo, ayuda a mi poca fe” (Mc. 9,24).
Esto es la gran herencia del cardenal: realmente él se consumía para no perder a nadie ni nada (cfr. Jn. 6,39). Él, que vivía eucarísticamente en la fe de la resurrección siempre buscó abrazar a todo el hombre y a todos los hombres. Lo pudo hacer porque estaba bien radicado en la certeza indestructible de que Jesucristo, con su muerte y resurrección, está perennemente ofrecido a la libertad de cada uno.
4. Hoy la Iglesia celebra la memoria del papa san Gregorio Magno. De su célebre obra 'La regla pastoral', el cardenal Martini tomó su frase episcopal: “Pro veritate advesa diligere”, por amor de la verdad, abrazar la adversidad (II, 3,3). En la frase que eligió brilla el espíritu ignaciano del cardenal Martini: la tensión al discernimiento y a la purificación como condición ascética para hacerle espacio a Dios y para aprender aquella separación que solamente garantiza el auténtico poseer, o sea el verdadero bien de las personas y de las cosas.
Así el pastor que ahora confiamos al Padre ha amado a su pueblo, consumándose hasta el final. También yo he podido atesorar de su ayuda hasta el último afectuoso coloquio, una semana antes de su muerte. En actitud salvífica, plenamente pastoral, de su ministerio él ha colmado su competencia en las Escrituras, su atención a la realidad contemporánea, la disponibilidad a acoger a todos, la sensibilidad ecuménica y al diálogo interreligioso, la atención por los pobres y los más necesitados, la búsqueda de vías de reconciliación para el bien de la Iglesia y de la sociedad civil.
En la Iglesia, la diversidad de temperamento y de sensibilidad, así como las diversas lecturas de las urgencias del tiempo, expresan la ley de la comunión pluriforme en la unidad. Esta ley parte de una actitud agustiniana muy querida por el cardenal: quien ha encontrado a Cristo, justamente porque está seguro de Su presencia, sigue, indómito, buscando.
5. Hacemos ahora nuestra, de todo corazón, la oración del prefacio de esta solemne liturgia de sufragio: “Es nuestro deseo que tu siervo Carlo Maria sea incluido en tu reino celeste entre los santos pastores de tu grey y pueda alcanzar la recompensa de aquellos con los cuales ha compartido fielmente los esfuerzos de la misma misión”. Pensamos a la larga cadena de nuestros arzobispos, especialmente san Ambrosio y san Carlos (Borromeo).
Querido arzobispo Carlo Maria, la Virgen, la Asunta, con los ángeles y los santos que llenan nuestro templo, te acompañen a la meta que tanto has deseado: ver a Dios cara a cara. Amén.
Traducción de Sergio H. Mora
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