Para quienes su fe es frágil, por decirlo de algún modo, se trata del encuentro con su propia identidad, búsqueda que no excluye a ningún creyente, solo que, en el primer caso, esta orienta, mientras que en el segundo no tanto.
¿Cómo descubrir la presencia de Dios en nuestras vidas? parece ser la pregunta; imaginamos un acontecimiento deslumbrante a los sentidos, sin embargo, sabemos que él habita en el silencio, pero cuán ruidoso es. Dios se manifiesta en situaciones concretas, cotidianas, si bien estas son a veces extraordinarias, desde una lectura, la invitación de un familiar o un amigo a una charla, una película, hasta circunstancias de dolor, como la pérdida de un ser querido, la enfermedad de alguien de la familia o de un conocido, o aun la propia.
Es aquí cuando Dios nos llama a nuestra puerta para que hablemos, pues toda relación entre dos personas se funda en el diálogo; así lo hizo con los profetas, con su pueblo elegido, con su hijo Jesucristo, y en él se autocomunicó, en el misterio de la encarnación, nos reveló su identidad: Dios es amor. Experiencias pasadas, como una catequesis demasiado rigurosa, hasta prácticas religiosas carentes de calidez humana han llevado a muchos a desconfiar de Dios, o peor aún, a creer que no está atento a nuestra vida, sino más bien ausente.
Otros han estado cerca de él participando de diversas actividades en sus comunidades parroquiales, pero experiencias difíciles de asimilar los han llevado a abandonarlas y, así, a dejar de lado a Dios en sus propias vidas. Seguramente, no ha sido fácil renunciar a esas labores, tampoco debe serlo volver con el dolor que quema por dentro. Cuando nuestras prácticas de piedad se vuelven rutinarias ya no tienen sentido, y nuestra vida de fe naufraga en el sin sabor. Cuánto más nos aferramos a ellas, haciendo de nosotros una coraza protectora que se resiste a cualquier planteamiento, más nos hundimos.
Hablar con Dios es hacerlo con un Otro, no con algo abstracto, que no trabaja de gendarme de nuestras obras, sino que conoce nuestro dolor, nuestras dudas y temores. Solo es cuestión de decisión, es verdad que muchas veces no sabemos cómo, y por eso rehusamos comenzar. No sabemos qué palabras y fórmulas usar. Para conversar con Dios, debemos utilizar un lenguaje simple, sencillo, el de un niño, el de quien necesita de él, con la confianza de que no somos defraudados, por el contrario, corremos con la ventaja de saber que lo ha dado todo por nosotros, su propia vida en Cristo. Tenemos que aprender a hablar con Dios no como quien lo ha resuelto todo, sino como aquel que, admitiendo que no posee nada, reconoce dónde está la fuente de su auténtica felicidad.
escrito por Emilio Rodriguez Ascurra
(fuente: www.san-pablo.com.ar)
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