Cuando contemplé por primera vez el Ícono de Cristo Esposo quedé cautivado. El modelo original de este ícono apareció en torno al siglo XII en oriente. Al que ahora les presento lo he llamado Ícono del Costado traspasado. Pedí que lo escribiera, con sus particularidades, al iconógrafo Gerardo Zenteno, de Chile, para la puerta del sagrario de la ermita del Sagrado Corazón que acabamos de construir en Chilapa, Veracruz.
Explicación del Ícono del costado traspasado
Con la vista entramos en la intimidad de las personas y ellas en la nuestra. Mirando nos acercamos al otro y establecemos un diálogo sin que hayamos pronunciado aún palabra alguna. ¡Los ojos dicen tanto! Comunican gozo, dolor, paz, compasión, confianza, aceptación, amor... Y transmiten también odio, rencor, indiferencia, autosuficiencia, resentimiento, rechazo... Mirar es un evento interior que conduce al encuentro.
Contemplar un ícono en actitud orante, no es sólo mirar figuras y colores sino leer la Palabra de Dios a través de la imagen. La imagen habla de Dios, irradia la verdad de Cristo, la miramos y evoca Su presencia, nos introduce a la mirada de fe.
Juan Pablo II definió los íconos como: "una admirable síntesis del arte y de la fe, que eleva el alma hacia el Absoluto en fusión única de colores y de mensaje" (Roma, 1 de diciembre de 1989). El ícono nos introduce al misterio, "Contemplamos como en un espejo la gloria del Señor" (2 Co 3,18). "La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración." (San Juan Damasceno)
Una mirada contemplativa sobre el Ícono del Costado traspasado nos ayuda a gustar interiormente el amor de Jesucristo; nos invita a ser como la Virgen María en su actitud orante; nos conduce al diálogo y al encuentro con Cristo Eucaristía.
En una sola imagen está contenido todo el misterio pascual: pasión, muerte y resurrección del Señor. Las llagas y la sangre de la pasión, la cruz, el paño blanco que simboliza la luz que triunfa sobre las tinieblas del pecado y de la muerte. Dolor y gozo. Cristo luce sereno, con la paz de quien ha cumplido su misión. Las manos de Jesucristo atadas voluntariamente, sin cuerdas: es Cristo en los sagrarios, libremente prisionero para estar siempre a nuestro lado (Mt. 28,20)
"Un crucifijo en el que en modo alguno pudiera entreverse el elemento pascual sería tan erróneo como una imagen pascual que olvidara las llagas de Cristo y la actualidad de su sufrimiento. En cuanto centrada en los aspectos pascuales, toda imagen de Cristo es siempre ícono de la Eucaristía. Es decir, esta imagen remite a la presencia sacramental del misterio pascual" (Card. Josep Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, ed. Paulinas, Colombia 2001, pp. 109-110).
Jesucristo, con toda humildad, se recarga en su mamá. María le da amor: es figura de las personas que visitan y reciben a Cristo Eucaristía; Él se deja consolar para consolarnos, se deja amar para que nos sintamos muy amados, como Juan al recostarse en el pecho de Jesús en la última cena (cf Jn 13, 23 y 25, Jn 21, 20).
Los ojos cerrados de Jesucristo nos invitan a verlo con una nueva mirada, la mirada de la fe, necesaria para creer y reconocer al Resucitado en la Eucaristía, en Su Palabra y en el prójimo. Los oídos cubiertos de María y su boca pequeña simbolizan la escucha interior del contemplativo; María es la que escucha la Palabra de Dios (cf Lc 11, 28): no hemos de buscarlo fuera, sino dentro, en la intimidad del corazón, donde Él habita desde el día de nuestro bautismo.
Cristo resucitado no se avergonzó de sus heridas, las de su Cuerpo Místico que es la Iglesia: "Ven acá y mete tu mano en la herida y ve que soy yo" (cf Jn 20,27). Las manos de María señalan el costado traspasado: una herida fecunda, fuente de gracias, de los sacramentos ("Al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 34); "Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación"(Is 12,3); la herida nos llama a penetrar en su intimidad y a conocerle por la experiencia de su Divina Misericordia. Las heridas de las manos son notables; representan la profundidad y evidencia de nuestro pecado, y a la vez la abundancia de la misericordia de Dios que nos lava con su sangre: miseria nuestra y Misericordia Divina, amor a quien no lo merece.
El rostro doliente de María y su mirada misericordiosa responden a las ofensas que nosotros, sus otros hijos, hicimos a Su Hijo: amor, reparación y penitencia.
María viste de rojo con el fruto de la Sangre de Cristo: el Espíritu Consolador (Jn 16,7) que la abrasa y que abrasa a Jesús. El Espíritu Santo escucha aquel "Tengo sed" del Crucificado (Jn 19,23) y despierta en nosotros la sed de Dios para que encuentre en nosotros Su descanso: "Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él". (San Agustín De diversis quaestionibus octoginta tribus 64, 4).) Su vestido transparenta el dorado de fondo: es la gloria de Dios que brilla con más fuerza que el sol. Ver a la Virgen María es contemplar la belleza de Dios. Quien hace oración, como María, se llena de gracia, irradia la belleza de Dios y da testimonio, con su sola presencia, de los bienes del cielo.
Las estrellas que la Virgen María lleva en su manto, como en todo ícono mariano, hablan de dos cosas: de la virginidad antes, durante y después del parto; y del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La tercera estrella es Cristo mismo.
La cruz de Cristo representa el tálamo nupcial, donde Cristo se entregó por completo a su Esposa, la Iglesia, como lo hace en cada misa y cada vez que comulgamos. (Mt 9,15; Ef 5,23-25)
Ante la evidencia de tanto amor, no obstante cualquier problema o sufrimiento, el corazón del orante exclama con San Pablo: ¿Quién me separará del amor de Cristo? (cf. Rm 8,35)
escrito por P. Evaristo Sada LC
extraido del Blog de la Oración
(fuente: www.yocreo.com)
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