Transcribimos a continuación estractos de su homilía, cuando por primera vez vivitó el Tepeyac, el sábado 27 de enero de 1978.
¡Salve, María! Cuán profundo es mi gozo, queridos Hermanos en el Episcopado y amadísimos hijos, porque los primeros pesos de mi peregrinaje, como Sucesor de Pablo VI y de Juan Pablo I, me traen precisamente aquí. Me traen a Ti, María, en este Santuario del pueblo de México y de toda América Latina, en el que desde hace tantos siglos se ha manifestado tu maternidad.
¡ Salve, María! Pronuncio con inmenso amor y reverencia estas palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie podrá saludarte nunca de un modo más estupendo que como lo hizo un día el Arcángel en el momento de la Anunciación. Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum. Repito estas palabras que tantos corazones guardar y tantos labios pronuncian en todo el mundo. Nosotros aquí presentes les repetimos juntos, conscientes de que éstas son les palabras con les que Dios mismo, a través de su mensajero, ha saludado a Ti, la Mujer prometida en el Edén, y desde la eternidad elegida como Madre del Verbo, Madre de la divina Sabiduría, Madre del Hilo de Dios.
!Salve, Madre de Dios! Tu Hijo Jesucristo es nuestro Redentor y Señor, nuestro Maestro. Todos nosotros aquí reunidos somos sus discípulos. Somos los sucesores de los Apóstoles, de aquellos a quienes el Señor dijo: “Id y enseñad a todas les gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hilo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 19-20).
Congregados aquí el Sucesor de Pedro y los sucesores de los Apóstoles, nos damos cuenta de cómo esas palabras se han cumplido, de manera admirable, en esta tierra. En efecto, desde que en 1492 comienza la gesta evangelizadora en el Nuevo Mundo, apenas una veintena de años después llega la fe a México. Poco más tarde se crea la primera sede arzobispal regida por Juan de Zumárraga, a quien secundarán otras grandes figuras de evangelizadores, que extenderán el cristianismo en muy amplias zonas.
Otras epopeyas religiosas no menos gloriosas escribirán en el hemisferio sus hombres como Santo Toribio de Mogrovejo y otros muchos que merecerían ser citados en larga lista. Los caminos de la fe van alargándose sin cesar, y a finales del primer siglo de evangelización les sedes episcopales en el nuevo Continente son más de 70 con unos cuatro millones de cristianos. Una empresa singular que continuará por largo tiempo, hasta abarcar hoy en día, tras cinco siglos de evangelización, casi la mitad de la entera Iglesia católica, arraigada en la cultura del pueblo latino-americano y formando parte de su identidad propia.
Y a medida que sobre estas tierras se realizaba el mandato de Cristo, a medida que con la gracia del bautismo se multiplicaban por doquier los hijos de la adopción divina, aparece también la Madre. En efecto, a Ti, María, el Hijo de Dios y a la vez Hijo Tuyo, desde lo alto de la cruz indicó a un hombre y dijo “He ahí a tu hijo” (Jn 19, 26), y en aquel hombre Te ha confiado a cada hombre, Te ha confiado a todos. Y Tú que en el momento de la Anunciación, en estas sencillas palabras: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), has concentrado todo el programa de Tu vida, abrazas a todos, Te acercas a todos, buscas maternalmente a todos. De esta manera se cumple lo que el último Concilio ha declarado acerca de Tu presencia en el misterio de Cristo y de la Iglesia Perseveras de manera admirable en el misterio de Cristo, Tu Hijo unigénito, porque estás siempre dondequiera están los hombres sus hermanos, dondequiera está la Iglesia.
De hecho los primeros misioneros llegados a América, provenientes de tierras de eminente tradición mariana, junto con los rudimentos de la fe cristiana van enseñando el amor a Ti, Madre de Jesús y de todos los hombres. Y desde que el indio Juan Diego hablara de la dulce Señora del Tepeyac, Tú, Madre de Guadalupe, entras de modo determinante en la vida cristiana del pueblo de México. No menor ha sido Tu presencia en otras partes, donde Tus hijos te invocan con tiernos nombres, como Nuestra Señora de la Altagracia, de la Aparecida, de Luján y tantos otros no menos entrañables, para no hacer una lista interminable, con los que en cada Nación y aun en cada zona los pueblos latinoamericanos Te expresan su devoción más profunda y Tú les proteges en su peregrinar de fe.
El Papa –que proviene de un país en el que tus imágenes, especialmente una: la de Jasna Góra, son también signo de Tu presencia en la vida de la nación, en su azarosa historia – es particularmente sensible a este signo de Tu presencia aquí, en la vida del Pueblo de Dios en México, en su historia, también ella no fácil y a veces hasta dramática. Pero estás igualmente presente en la vida de tantos otros pueblos y naciones de América Latina, presidiendo y guiando no sólo su pasado remoto o reciente, sino también el momento actual, con sus incertidumbres y sombras. Este Papa percibe en lo hondo de su corazón los vínculos particulares que Te unen a Ti con este Pueblo y a este Pueblo contigo. Este Pueblo, que afectuosamente Te llama “ la Morenita ”. Este Pueblo –e indirectamente todo este inmenso Continente– vive su unidad espiritual gracias al hecho de que Tú eres la Madre. Una Madre que, con su amor, crea, conserva, acrecienta espacios de cercanía entre sus hijos […]
¡ Salve, Madre de México! ¡Madre de América Latina! Encontrándonos en este lugar santo para iniciar nuestros trabajos (La Conferencia Episcopal Latinoamericana en Puebla) se nos presenta ante los ojos el Cenáculo de Jerusalén, lugar de la institución de la Eucaristía. Al mismo Cenáculo volvieron los Apóstoles después de la Ascensión del Señor, para que, permaneciendo en oración con María, la Madre de Cristo, pudieran preparar sus corazones para recibir al Espíritu Santo, en el momento del nacimiento de la Iglesia.
También nosotros venimos aquí para ello, también nosotros esperamos el descenso del Espíritu Santo, que nos hará ver los caminos de la evangelización, a través de los cuales la Iglesia debe continuar y renacer en nuestro gran Continente. También nosotros hoy, y en los próximos días, deseamos perseverar en la oración con María, Madre de Nuestro Señor y Maestro: contigo, Madre de la esperanza, Madre de Guadalupe. [...]
Te ofrecemos todo este Pueblo de Dios. Te ofrecemos la Iglesia de México y de todo el Continente. Te la ofrecemos como propiedad Tuya. Tú que has entrado tan adentro en los corazones de los fieles a través de la señal de Tu presencia, que es Tu imagen en el Santuario de Guadalupe, vive como en Tu casa en estos corazones, también en el futuro. Sé uno de casa en nuestras familias, en nuestras parroquias, misiones, diócesis y en todos los pueblos.
Y hazlo por medio de la Iglesia Santa, la cual, imitándote a Ti, Madre, desea ser a su vez una buena madre, cuidar a les almas en todas sus necesidades, enunciando el Evangelio, administrando los Sacramentos, salvaguardando la vida de les familias mediante el sacramento del Matrimonio, reuniendo a todos en la comunidad eucarística por medio del Santo Sacramento del altar, acompañándolos amorosamente desde la cuna hasta la entrada en la eternidad.
¡Oh Madre! Despierta en les jóvenes generaciones la disponibilidad al exclusivo servicio a Dios. Implora para nosotros abundantes vocaciones locales al sacerdocio y a la vida consagrada.
¡Oh Madre! Corrobora la fe de todos nuestros hermanos y hermanas laicos, para que en cada campo de la vida social, profesional, cultura! y política, actúen de acuerdo con la verdad y la ley que Tu Hijo ha traído a la humanidad, para conducir a todos a la salvación eterna y, al mismo tiempo, para hacer la vida sobre la sierra más humana, más digna del hombre. [...]
¡Reina de los Apóstoles! Acepta nuestra prontitud a servir sin reserva la causa de Tu Hijo, la causa del Evangelio y la causa de la paz, basada sobre la justicia y el amor entre los hombres y entre los pueblos. ¡Reina de la Paz! Salva a les Naciones y a los Pueblos de todo el Continente, que tanto confían en Ti, de les guerras, del odio y de la subversión. [...]
Finalmente, ¡Oh Madre! recordando y confirmando el gesto de mis Predecesores Benedicto XIV y Pío X, quienes Te proclamaron Patrona de México y de toda la América Latina, Te presento una diadema en nombre de todos tus hijos mexicanos y latinoamericanos, para que los conserves bajo tu protección, guardes su concordia en la fe y su fidelidad a Cristo, Tu Hijo. Amén.
escrito por Margarita Iturbide
(fuente: www.virgenperegrina.es)
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