La parálisis del sentimiento de culpa
El sentimiento de culpa se puede designar como un estado afectivo, consecuente con un acto que nosotros consideramos reprensible, lo que nos genera remordimiento y auto reproches. También puede ser un sentimiento difuso de una cierta indignidad personal sin relación con un acto preciso. A veces, el sentimiento de culpa es como un paisaje londinense, se ve siempre como tenebroso, como cubierto de nubes, poco sol; así es el sentimiento de culpa, no hay nada en particular que oscurece el corazón, es como un estado de ánimo interior que no nos permite estar en paz con nosotros mismos, es como si te estuvieran agarrando por atrás sin dejarte caminar. Sentís que no das pasos, estás como empantanado; el sentimiento de culpa es como estar embarrados. Otras veces es un muro que tenemos adelante: nos equivocamos, caímos profundamente y de repente no hay nada que me convenza de que Dios me perdona; ha sido tan delicado el error, que siento que lo mío no tiene perdón, entonces nos dedicamos a autoexcluirnos. Por detrás está siempre la soberbia, como queriendo hacer de soporte de este sentimiento que nos aleja de Aquél que puede hacerlo todo nuevo, trasformarlo todo, el que nos puede liberar el camino poniéndonos de pie, Dios que con su fuerza nos saca de aquello que llevamos sobre las espaldas como un peso demasiado grande y que no nos deja caminar en libertad. Dios puede y ha venido a sacarte de ese lugar, de un sueño profundo, de lo que te aplasta, de lo que te trae un agobio en el corazón, de ese sentimiento que está en tu corazón. Queremos hoy, por la Palabra de Dios proclamada, ayudarte a que te liberes.
Hay culpas que son saludables: cuando se hacen sentimiento profundo de arrepentimiento y constituyen una contrición de corazón, y la vida comienza a ponerse en marcha. La culpa, por el contrario, entristece el corazón; es un dolor que agobia, es un hundirnos sin posibilidad de salir de ese lugar, no tiene remedio el corazón. La conciencia de que no tenemos nada que hacer con nosotros mismos nace de mirarnos con un sentimiento de indignidad, donde no podemos acercarnos con claridad ni con transparencia delante de Dios ni delante de los otros.
Dice Juan Pablo II en “Reconciliación y penitencia” que la ausencia de conciencia de pecado -que es propio de las conciencias que están como llenas de callos en el mundo de hoy- nace de la ausencia, en el corazón de los hombres, de la conciencia de Dios; no hay conciencia de Dios, no hay camino, no hay proyecto, por lo tanto no hay pecado, no hay nada que cambiar, está todo bien. Pero no es verdad, es una forma de demorar la transformación y el cambio, es una manera de anestesiarnos. Eso puede durar un tiempo, hasta que la vida te muestra que no era verdad, que te estabas auto engañando, que no todo estaba bien y que hay cosas para cambiar.
Necesitamos una conciencia interior de pecado en nosotros que sea sana. ¿Cómo es una conciencia sana de la propia debilidad? Aquella que nos ofrece la Palabra y que nos regala en la persona de Jesús, en su encuentro con los enfermos y con los pecadores. Jesús es muy claro: primero, en su misericordia “¿Quién te culpa? Nadie, yo tampoco”; pero también en su indicación “Vete y no peques mas”. No le dice andá, yo te perdono y seguí haciendo de las tuyas; le dice Yo te perdono y buscá la manera de cambiar de vida, va con mi gracia tu posibilidad de cambiar de vida; Yo te perdono, te ofrezco mi misericordia, pero caminá por un lugar donde verdaderamente puedas encontrar un nuevo rumbo. En la Palabra de Dios tenemos la clave, el Señor es quien nos libra del pecado que interiormente nos oprime el corazón y que nos opaca, nos entristece, nos llena de agobio el alma. Y es el mismo Dios quien, en la persona de Jesús, nos dice “Yo te ofrezco un camino para cambiar, no solo te perdono, te invito a caminar”.
Escrupulosidad y laxitud dos extremos que nos paralizan
¿Qué es la conciencia escrupulosa? Es la que nos dice que somos lo peor , ve pecados en donde no hay pecados, ve un mal grave donde solo hay una imperfección, son esas personas sumamente meticulosas y casi impecables pero sumamente frágiles.
Por otro lado, está la conciencia laxa, que es la que dice está todo bien; son las personas que nada las mueve, son impermeables. La laxitud de la conciencia es propia del siglo que estamos viviendo, donde el relativismo hace que lo bueno y lo malo no se distingan, la persona que tiene una conciencia laxa decide su vida sin darle demasiado fundamento a lo que hace; muchas veces actúa y después piensa qué hizo; dice y después piensa qué dijo. La persona escrupulosa en extremo no se anima a nada, tiene una tendencia al encierro. La persona de conciencia laxa anda por la vida suelta, es como que están mas allá del bien y del mal y no por haber logrado una síntesis de la propia vida, sino que es como una herejía, una negación frente a la propia vida.
También está la conciencia sana, que es aquella que establece un vínculo exacto entre lo que está bien y lo que está mal y cómo se relaciona frente a esto la persona. Es decir: objetivamente es capaz de distinguir lo que corresponde, lo que va bien y sigue por ese camino, y distingue en sí mismo lo que está mal y busca la forma de revertirlo, de cambiarlo.
El extremo de una conciencia enferma escrupulosa y de una conciencia enferma laxa se encuentra en un mismo punto de apoyo: es la soberbia. El de la conciencia laxa cree que a él nadie tiene nada para decirle. El de la conciencia escrupulosa tiene una conciencia que es más fuerte que la presencia misma de Dios, y los mandatos que tiene dentro suyo pueden más que la misericordia de Dios; no se perdona ni perdona a nadie.
Una conciencia sana tiene un fundamento, es la humildad, que como dice Santa Teresa de Jesús.
Cuando hablamos de tener una conciencia sana en la humildad y en la verdad, no decimos tengo noticias de que soy un chinchudo, de que soy un soberbio, no es como decir tengo noticia de lo que me pasa sino hacerme cargo de lo que me pasa. Solo cuando me hago cargo de lo que me pasa y me identifico realmente con que eso que pasa en mí, puedo revertirlo. Si no, es como de otro del que estoy hablando pero no de mí mismo.
Déjense reconciliar con Dios
Todo es obra de Dios, que nos reconcilió consigo a través del Mesías y nos encomendó el servicio de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, y es como si Dios exhortara por nuestro medio: Por Cristo les pido: déjense reconciliar con Dios (cfr. 2 Corintios 5, 19-20).
Dejate reconciliar por Cristo Jesús, dejate llevar por la gracia de un Dios que ha venido a hacerte uno en Él. ¿Cuándo nuestra vida se complica? Cuando sentimos que las partes que las constituyen no están en armonía unas con otras y nos vamos deformando, y entonces tenemos un corazón grande, pero una cabeza chiquita, o tenemos un cabezón grandote y un corazón empequeñecido. Cuando puede más la razón que el corazón, o el corazón más que la razón. Cuando hay desarmonía entre nuestra afectividad y nuestra inteligencia, entre nuestra fe que decimos sostener y nuestro compromiso concreto de construcción de un mundo distinto.
Cuando esa desarmonía va ganando nuestro interior, hay un reclamo desde adentro de nosotros mismos que pide justamente mayor equilibrio, mayor capacidad de desarrollo de la belleza y la armonía, para ser de verdad testigos de lo que estamos llamados a ser: testigos del amor de Dios. Dios que hace nuevas todas las cosas, por este don maravilloso con el que el Señor hoy viene a visitarte: el don de la reconciliación. Lo va a hacer a lo largo de toda tu vida, que tiene una gracia en el anuncio de estar reconciliados en Cristo y entre nosotros.
escrito por el Padre Javier Soteras
(fuente: www.radiomaria.org.ar)
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