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viernes, 20 de julio de 2012

Jesús, como amigo

En este puñado de tierra que son nuestras pobres personas –que somos tú y yo–, hay, amigo mío, un alma inmortal que tiende hacia Dios, a veces sin saberlo: que siente, aunque no se dé cuenta, una profunda nostalgia de Dios; y que desea con todas sus fuerzas a su Dios, incluso cuando lo niega.

Esta tendencia hacia Dios, este deseo vehemente, esta profunda nostalgia, quiso el mismo Dios que pudiéramos concretarla en la persona de Cristo, que fue sobre esta tierra un hombre de carne y hueso, como tú y como yo. Dios quiso que este amor nuestro fuese amor por un Dios hecho hombre, que nos conoce y nos comprende, porque es de los nuestros; que fuera amor a Jesucristo, que vive eternamente con su rostro amable, su corazón amante, llagados sus manos y sus pies y abierto su costado, que es el mismo Jesucristo ayer y hoy y por los siglos de los siglos.

Pues ese mismo Jesús, que es perfecto Dios y hombre perfecto, que es el camino, la verdad y la vida, que es la luz del mundo y el pan de la vida, puede ser nuestro amigo si tú y yo queremos. Escucha a San Agustín, que te lo recuerda con clara inteligencia con la profunda experiencia de su gran corazón: sería amigo de Dios si lo quisiera.

Pero para llegar a esta amistad hace falta que tú y yo nos acerquemos a El, lo conozcamos y lo amemos. La amistad de Jesús es una amistad que lleva muy lejos: con ella encontraremos la felicidad y la tranquilidad, sabremos siempre, con criterio seguro, cómo comportarnos; nos encaminaremos hacia la casa del Padre y seremos, cada uno de nosotros, otro Cristo, pues para esto se hizo hombre Jesucristo: Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.

Pero hay muchos hombres, amigo mío, que se olvidan de Cristo, o que no lo conocen ni quieren conocerlo, que no oran y no piden en nombre de Jesús, que no pronuncian el único nombre que puede salvarnos, y que miran a Jesucristo como a un personaje histórico o como una gloria pasada, y olvidan que El vino y vive para que todos los hombres tengan la vida y la tengan en abundancia.

Y fíjate que todos estos hombres son los que han querido reducir la religión de Cristo a un conjunto de leyes, a una serie de carteles prohibitivos y de pesadas responsabilidades. Son almas afectas de una singular miopía, por la cual ven en la religión tan sólo lo que cuesta esfuerzo, lo que pesa, lo que deprime; inteligencias minúsculas y unilaterales, que quieren considerar el Cristianismo como si fuera una máquina calculadora; corazones desilusionados y mezquinos que nada quieren saber de las grandes riquezas del corazón de Cristo; falsos cristianos, que pretenden arrancar de la vida cristiana la sonrisa de Cristo. A éstos, a todos estos hombres, querría yo decirles: venid y veréis, probad y veréis qué suave es el Señor.

Dios quiere nuestra alegría

La noticia que los ángeles dieron a los pastores en la noche de la Navidad fue un mensaje de alegría: Vengo a anunciaros una gran alegría, una alegría que ha de ser grande para todo el mundo: que ha nacido hoy para vosotros el Salvador, que es Cristo nuestro Señor, en la ciudad de David.

El esperado de las gentes, el Redentor, el que habían ya anunciado los profetas, el Cristo, el Ungido de Dios, nació en la ciudad de David. El es nuestra paz y nuestra alegría; y por ello invocamos a la Virgen María, Madre de Cristo, con el título de Causa de nuestra alegría.

Jesucristo, hombre Perfecto

Jesucristo es Dios, perfecto Dios. Expresémosle, pues, tú y yo, nuestra adoración con las palabras que el Padre puso en labios de Pedro, Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y expresémosle también nuestra adoración, repitiendo la confesión de Marta, o la del ciego de nacimiento o la del centurión.

Pero Jesucristo es también hombre, y hombre perfecto. Saborea este título que era tan querido de Jesucristo: Hijo del Hombre, como El se llamaba. Escucha a Pilato, ¡Ahí tenéis al Hombre!, y vuelve tu mirada a Cristo. ¡Qué cerca lo sentimos ahora amigo mío! Cristo es el nuevo Adán, pero nosotros lo sentimos todavía más cerca. Porque el don de la inmunidad al dolor hacía que Adán no pudiera sufrir, pero Tú, Señor, padeciste y moriste por nosotros. En verdad que Tú eres, ¡oh Jesús!, perfeeto hombre: el hombre perfecto. Cuando nos esforzamos en imaginar el tipo perfecto de hombre, el hombre ideal, incluso sin quererlo pensamos en Ti. Y al mismo tiempo, ¡oh buen Jesús!, Tú eres "Dios con nosotros".


No se puede querer a Dios sin conocerlo en Jesucristo

Y todo esto, amigo mío, para siempre. Lo que asumió una vez, jamás lo dejó. Ten hambre y sed de conocer la santísima Humanidad de Cristo y de vivir muy cerca de El. Jesucristo es hombre, es un verdadero hombre como nosotros, con alma y cuerpo, inteligencia y voluntad, como tú y como yo. Recuérdalo a menudo, y te será más fácil acercarte a El, en la oración o en la Eucaristía, y tu vida de piedad hallará en El su verdadero centro, y tu cristianismo será más auténtico.

Intimidad con Jesucristo. Para que puedas llegar a conocer, amar, imitar y servir a Jesucristo, hace falta que te acerques a El con confianza. No se puede amar lo que no se conoce. Y las personas se conocen merced al trato cordial, sincero, íntimo y frecuente.

¿Pero dónde buscar al Señor? ¿Cómo acercarse a El y conocerlo? En el Evangelio, meditándolo, contemplándolo, amándolo, siguiéndolo. Con la lectura espiritual, estudiando y profundizando la ciencia de Dios. Con la Santísima Eucaristía, adorándolo, deseándolo, recibiéndolo.


Mucho más normal de lo que pensamos

El Evangelio, amigo mío, debe ser tu libro de meditación, el alma de tu contemplación, la luz de tu alma, el amigo de tu soledad, tu compañero de viaje. Que se habitúen tus ojos a contemplar a Jesús como hombre perfecto, que llora por la muerte de Lázaro –lloró Jesús–, y sobre la ciudad de Jerusalén; a verlo padecer el hamre y la sed; habitúate a contemplarlo sentado en el pozo de Jacob, cansado del camino, y esperando a la samaritana; a considerar la tristeza de su alma en el huerto de los olivos –triste está mi alma hasta la muerte–, y su abandono en el árbol de la Cruz; y sus noches transcurridas en oración, y la enérgica fiereza con que arrojó del templo a los mercaderes, y su autoridad al enseñar como quien tiene potestad. Llénate de confianza cuando lo veas –movido su corazón a misericordia por las muchedumbres– multiplicar los panes y los peces y regalar a la viuda de Naim su hijo resucitado a nueva vida y restituir a Lázaro, resucitado, el cariño de sus hermanas...


Imitando su vida

Acércate a Jesucristo, hermano mío; acércate a Jesucristo en el silencio y en la laboriosidad de su vida oculta, en las penas y en las fatigas de su vida pública, en su Pasión y Muerte, en su gloriosa Resurrección.

Todos hallamos en El, que es la causa ejemplar, el modelo, el tipo de santidad que a cada uno conviene. Si cultivamos su amisad, lo conoceremos. Y en la intimidad de nuestra confianza con El escucharemos sus palabras. Te he dado el ejemplo, obra como Yo lo he hecho.

Pero antes de terminar, levanta confiadamente tu mirada a la Santísima Virgen. Pues Ella supo, como ningún otro, llevar en su corazón la vida de Cristo y meditarla dentro de sí. Recurre a Ella, que es Madre de Cristo y Madre tuya. Porque a Jesús se va siempre a través de María.

(fuente: fluvium.org)

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