El misterio trinitario, tres Personas en un solo Dios verdadero, es alfa y omega de toda la vida -intelectual, afectiva, familiar, social, etcétera- del cristiano.
«Alfa», porque es el principio en el más absoluto sentido. Todo cuanto existe, de un modo u otro, tiene su origen en la vida íntima de Dios.
Y «Omega», porque todo encuentra su sentido último en su ordenación a la gloria de la Trinidad, la cual, por cierto, es plena cuando es plena la perfección y plenitud de gozo en la criatura capaz de ello: la persona humana ha sido creada para disfrutar eternamente de las inefables maravillas de la intimidad de las tres divinas Personas
En consecuencia, una vez recibido y asumido por la fe el conocimiento de tan grande misterio, ya no tiene sentido andar buscando en otra dirección el sentido de la vida, al margen de la que conduzca a una progresiva intimidad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El misterio trinitario es el principio absoluto de la existencia de todas y cada una de las criaturas; y también es el supremo principio de inteligibilidad, es decir, sin perjuicio de contemplar las cosas desde otras perspectivas, el punto de vista privilegiado desde donde pueden conocerse más precisa y profundamente. Que haya tres Personas en el único Dios, deja entrever no sólo una riqueza insospechada en la vida divina, sino que también permite contemplar la Creación con una potentísima luz nueva, que descubre aspectos de la realidad que, de otra manera, jamás hubiéramos podido alcanzar.
Es claro que, por ser absolutamente sobrenatural el misterio de que hablamos, sólo podemos acceder a él mediante la revelación y gracia divinas. Pero por poco que consigamos entender desde ahí, será mucho más y mejor de lo que podamos ver desde otras perspectivas meramente humanas.
La Fe no se opone a la razón, la sana y la eleva. Es luz divina en la luz racional. Cultivarla intelectual y afectivamente, no sólo ha de proporcionarnos un conocimiento más profundo de Dios, sino también de nosotros mismos. Cuanto más se conoce a Dios, más se puede conocer al hombre, creado a su imagen y semejanza. Y cuanto más y mejor se conoce al hombre, tanto más se enriquece el conocimiento de Dios. Todo el esfuerzo que hagamos en este sentido, será recuperar el valioso tiempo que perdimos con el pecado original.
RECUPERAR EL TIEMPO PERDIDO
El pecado original (sin el cual casi nada se entiende del dolor y de la muerte) introdujo en la mente y el corazón de los hombres densas nieblas que impiden ver con claridad verdades elementales y acertar en cuestiones muy sencillas; ha causado a la humanidad una inconmensurable pérdida de tiempo. Ahora tenemos que emplear días, meses, años, siglos y hasta milenios, en deshacer los entuertos que el pecado ha causado en el mundo. Hemos perdido, entre otras cosas, siglos y milenios discutiendo, en la teoría y en la práctica, sobre las relaciones entre varón y mujer. El «machismo» relega a la mujer a un nivel inferior de inteligencia. Como reacción compulsiva surge un feminismo errático que con el ánimo de exaltar a la mujer, la convierte en un fantasma emancipado; liberada sólo en apariencia porque la presunta emancipación le somete a nueva esclavitud en el trabajo, en el amor y en la guerra. Si tal feminismo triunfara se haría eterna la batalla. En la ciudad donde resido hemos visto como la «emancipación» de la mujer ha llevado a ver por las calles, de madrugada, mujeres haciendo un trabajo que antes hacían sólo los hombres: recoger la basura de los guarros de la noche. Podría pensarse que esas mujeres se liberan de recoger la basura de su casa a cambio de recoger la basura del ganado de toda la ciudad.
No han faltado, por otro lado, quienes han justificado la marginación de la mujer con la Biblia en la mano (cada día son menos). El diablo también tentó al Hijo de Dios con frases de la Escritura.
LA VIDA EN DIOS
¿Qué sucede en Dios y que nos parecemos a él las personas? Sucede en Dios que en su vida íntima y de un modo enteramente espiritual —porque en Él no hay materia (no mala en sí, pero menos perfecta que el ser espiritual)— el Padre engendra al Hijo. La primera persona es Paternidad. La inmensa riqueza vital que hay en Dios engendra un ser tan perfecto que es idéntico al Padre: El Hijo es una Persona en la que se encuentra toda la vida del Padre, con la única —pero extraordinariamente profunda— diferencia de que ha sido engendrada, y el Padre no. Lo único que distingue al Padre del Hijo es que el Padre engendra y el Hijo es engendrado: el Padre es Padre, no Hijo; y el Hijo es Hijo, no Padre. Perfecta diferencia y perfecta igualdad, ambas cosas son igualmente primeras en Dios. La diferencia no viene después de la unidad ni viceversa. Dios no es primero Uno y después Trino. Dios es eternamente uno en esencia y trino en personas.
Del encuentro -por decirlo de algún modo- entre el Padre y el Hijo procede un amor tan puro, perfecto y fecundo que es una Persona (otra, la tercera), puro Amor, puro abrazo amoroso entre el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo, fruto sabrosísimo de la misma Vida íntima de Dios, es Dios mismo y se distingue de la otras dos en que procede del amor entre ellas (y no viceversa). Su Ser es el mismo, idéntico al del Padre y del Hijo. Sólo una diferencia (eso sí, muy profunda): el Espíritu Santo es originado por el amor infinito del Padre y del Hijo, y no viceversa.
La revelación cristiana nos enseña esto: que el Ser divino es a la vez uno y trino; y que hay un orden determinado entre las Personas. No es un caos, sino un orden.
Como esto es así, no puede haber contradicción entre la unidad esencial y la trinidad personal. Si en nuestro modo de pensar vemos contradicción, lo que debemos hacer no es negar el misterio de la Trinidad, sino revisar nuestros razonamientos y tratar de descubrir donde está nuestro error o deficiencia. Algo parecido hacemos cuando vemos torcido un palo recto metido a medias en el agua: permitimos que la realidad, rectifique el error de nuestra visión.
IGUALDAD Y DIFERENCIA
Estamos acostumbrados a pensar que como lo segundo viene después de lo primero, es inferior. Por ejemplo, hay culturas donde el primer hijo es el heredero del patrimonio y los demás se quedan prácticamente sin nada. ¿Por qué se considera más digno o con más derechos un hijo (el que llega primero) que otro (los demás)? Porque nuestra mente piensa con ingenuidad que es mejor ser primero que segundo, y que es mejor ser origen que originado, o que es mejor mandar que obedecer. A la luz del misterio de la Trinidad nos damos cuenta del inmenso error que contiene esa mentalidad prácticamente universal, arraigadísima en el hombre (caído): lo primero mejor que lo segundo y no digamos ya que lo tercero.
Sin embargo, la fe nos enseña: El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios. El Padre es eterno, el Hijo es eterno, el Espíritu Santo es eterno. Las tres personas son inconfundibles e igualmente eternas y omnipotentes, iguales en dignidad. Sería una herejía pensar que el Hijo es inferior al Padre o que el Espíritu Santo es inferior al Padre o al Hijo. Sin embargo el Hijo obedece: no hace más que lo que ha visto hacer al Padre. Y el Espíritu Santo «os dará de lo mío», dice Jesús.
Pues bien, si el hombre fue creado a imagen de Dios, ¿cómo no ver que entre las personas humanas debe haber reales diferencias con idéntica dignidad? Jesucristo —hombre más hombres que todos los hombres—, con plena consciencia de su dignidad divina, lavó los pies de los discípulos, tomó «forma de siervo», lloró y sudó gruesas gotas de sangre que chorreaban hasta el suelo. Luego, todas esas cosas son dignas de Dios. Sabemos que es así, sencillamente porque las ha hecho. Luego, todas esas cosas dignifican a la persona humana.
Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. La Sagrada Escritura habla de varón y mujer en un mismo plano, en el mismo nivel «hombre». Por eso el castellano, cuando no dice expresamente otra cosa y habla de «hombre», se refiere tanto al varón como a la mujer. Decir que Dios formó a la mujer de una costilla (más literalmente, lado, o flanco) de Adán no es ninguna tontería. Es enseñar a un pueblo que tenía a la mujer por persona de segunda, que está en un error: la mujer está hecha no de otra masa, sino de la misma masa de Adán.
La Biblia presenta a la mujer como persona «segunda», pero segunda en el contexto de la imagen de Dios que es el hombre, de modo análogo a como segunda es la Segunda Persona de la Trinidad, no cronológicamente, porque Adán sin Eva no es nadie, y viceversa. Tanto monta, monta tanto.
Que la Trinidad «es familia» es una expresión de Juan Pablo II que merece mucha y larga meditación. Que la Trinidad sea familia es una verdad que enlaza con el relato de la creación del hombre -varón y mujer- a imagen y semejanza de Dios. Pluralidad en la perfecta unidad. Unidad en la perfecta diversidad. Esto es la Divinidad y, por analogía, también la humanidad. Esto lo podemos entender muy bien hoy, en el mundo civilizado, mejor que nuestros antepasados, porque estamos más inclinados a aceptar la igualdad radical en dignidad, en categoría, de todo ser humano, varón o mujer.
¿Cómo se traduce esto en la práctica de todos los días? De mil maneras. Practicando el respeto, la reverencia, la admiración, el perdón, la disculpa entre varón y mujer. Mirándose uno al otro como admirable complemento de una auténtica imagen de Dios. Necesitándose en todas las actividades nobles. Tratando desigualmente a las personas que son -circunstancial o accidentalmente- desiguales, pero a todas con la misma dosis de respeto, de veneración, de amor, porque participan de la misma naturaleza y poseen, por tanto, la misma dignidad.
Si acaso, en la praxis, la balanza debe inclinarse al lado de la mujer, porque, en principio o en general, ella es físicamente más frágil que el varón, aunque suele mostrar más vigor en la dificultad, más generosidad y espíritu de sacrificio en tantas cosas. Además, ella lleva la parte ardua de la gestación de los nuevos seres humanos. Por estas y otras razones que ahora no hacen al caso, la mujer merece un suplemento de respeto y veneración por parte del varón, que se ha traducido tradicionalmente en miles de detalles como dejarles pasar en primer lugar, cederles el asiento en el autobús, etcétera, etcétera. La galantería es una virtud que los varones no debiéramos perder, al contrario.
GRATITUD DE JUAN PABLO II A LA MUJER
Se entiende que esos gestos han ser expresión de algo más general y profundo: el agradecimiento del varón a la mujer por el hecho de serlo. Véase el ejemplo de Juan Pablo II, hacia el final de su Encíclica «Mulieris dignitatem»: La Iglesia da gracias por todas la mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad, por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres "perfectas" y por las mujeres "débiles".
Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es la patria de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable.
La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina.
Podríamos ganar un tiempo precioso para nuestros descendientes, si ahondáramos más en la revelación cristiana, porque en ella habla el Verbo de Dios humanado, y sólo en Él encuentra el hombre su verdadera vocación, su auténtica dignidad, la clave para descifrar su propio misterio.
Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es la patria de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable.
(fuente: www.arvo.net)
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