Estas y otras preguntas se pueden responder meditando en las palabras de Benedicto XVI, durante su audiencia del 14 de noviembre.
Así lo ve el Papa: "En nuestros tiempos hay un fenómeno particularmente peligroso para la fe: hay una forma de ateísmo que se define como 'práctico', en el que no se niegan las verdades de la fe o los rituales religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, separados de la vida, inútiles". Consecuencia: "A menudo, por lo tanto, se cree en Dios de una manera superficial y se vive 'como si Dios no existiera' (etsi Deus non daretur)". Pero este ateísmo "práctico" no es menos dañino para el que lo vive, al contrario: "Al final, sin embargo, esta forma de vida es aún más destructiva, porque conduce a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios".
Ante estas afirmaciones, cabría quizá preguntar: ¿Por qué el ateísmo es destructivo? ¿No puede el hombre ser feliz al margen de Dios? ¿No se puede ser honrado, colaborar en el bien común, sacar adelante una familia, servir a los demás, sin tener fe? ¿Qué tiene de malo rechazar la fe en la práctica? ¿Por qué la fe es necesaria?
He aquí una respuesta que procede de la experiencia: "En realidad, el hombre separado de Dios, se reduce a una sola dimensión, la horizontal; y justamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que han tenido consecuencias trágicas en el siglo pasado, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual".
Pero –alguien podría insistir–, ¿qué tiene que ver la fe con los valores? ¿Es que acaso no se puede respetar la dignidad humana y la libertad, sin contar con Dios? Calma. Leamos despacio lo que ha ocurrido de hecho. No se trata solamente de una cuestión de "religión", sino también de razón, pues la razón puede mostrar que la apertura a Dios es, también en la práctica, condición para alcanzar la verdad y el bien. "Oscureciendo la referencia a Dios –argumenta Benedicto XVI–, también se ha oscurecido el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad, que en lugar de liberadora, termina por atar al hombre a los ídolos". Los Evangelios ya lo habían anunciado: "Las tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su vida pública, representan aquellos 'ídolos' que fascinan al hombre, cuando va más allá de sí mismo" (cf. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, vol. I, cap. II, pp. 49-71).
En efecto: si es cierto que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14, 6), cuando esto se oscurece, se oscurece la verdad y se camina hacia el relativismo. Y si la verdad es condición para la libertad (Jn 8, 32), sin la verdad se camina hacia la esclavitud de ponerse uno mismo en lugar de Dios. Y no se trata de teorías. La experiencia histórica lo muestra: "Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su justo lugar, no encuentra ya su lugar en la creación, en las relaciones con los demás". Por eso, "no se ha disminuido lo que la sabiduría antigua evoca como el mito de Prometeo: el hombre cree que puede llegar a ser él mismo 'dios', dueño de la vida y la muerte".
Y entonces, ¿qué se puede hacer ahora? En el centro de su discurso, el Papa propone tres "palabras", de la mano de San Agustín. Cada una de ellas es una vía que conduce a Dios.
Primero, la contemplación del mundo. "El mundo no es una masa informe, sino que cuanto más lo conocemos y más descubrimos sus maravillosos mecanismos, más vemos un diseño, vemos que hay una inteligencia creadora". Evoca el Papa las palabras de Albert Einstein cuando dijo que en las leyes de la naturaleza "se revela una razón tan superior, que todo pensamiento racional y las leyes humanas son una reflexión comparativamente muy insignificante" (El mundo como lo veo yo, Roma 2005).
En segundo lugar, el hombre. En nuestro mundo ruidoso y disperso corremos el riesgo de perder "la capacidad de pararnos y mirar en lo profundo de nosotros mismos, y de leer esta sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y nos refiere a Alguien que la pueda llenar" (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 33).
Y la tercera palabra, la fe, o más precisamente "la vida de la fe"; pues el que cree "está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza del amor". Así –observa Benedicto XVI enlazando con la última parte de su argumentación– la existencia del que cree "se convierte en un testimonio no de sí mismo, sino de Cristo resucitado, y su fe no tiene miedo de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para el camino de cada hombre, y sabe cómo abrir luces de esperanza a la necesidad de la redención, de la felicidad y de futuro".
Es así porque la fe implica participar de la vida de Cristo: el que cree participa de la luz que da el tener la "mente de Cristo", y participa del amor que proviene del Espíritu Santo (cf. 1 Co, 16).
La fe –sigue explicando el Papa de modo bien cercano– es un encuentro con Dios que habla y actúa en la historia y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando nuestra mente, los juicios de valor, las decisiones y las acciones concretas. No es un espejismo ni un escape de la realidad. No es ni cómodo refugio ni sentimentalismo; sino que es "implicación de toda la vida y proclamación del Evangelio, Buena Nueva capaz de liberar a todo el hombre".
Por eso, concluye: "Un cristiano, una comunidad que sean operativos y fieles al designio de Dios que nos ha amado primero, son un camino privilegiado para aquellos que son indiferentes o dudan acerca de su existencia y de su acción". Pero, cuidado, esto requiere cierta condición: "Esto, sin embargo, pide a todos hacer más transparente su testimonio de fe, purificando su vida para que sea conforme a Cristo".
En definitiva: la experiencia histórica muestra que sin Dios (y a Dios, no lo olvidemos, se puede llegar con la razón), se oscurecen la verdad, el bien y la belleza. La fe, cuando es "auténticamente vivida" (es decir, en unión con el amor), es luz que indica el camino para la vida plena: el conocimiento de Dios y el encuentro con Dios.
escrito por Ramiro Pellitero
(fuente: www.religionconfidencial.com)
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