Continuamos reflexionando sobre el libro Mente abierta, corazón creyente del Cardenal Bergoglio, a la luz de las Cartas a las Iglesias, en los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. Específicamente ahora estamos hablando de la Carta a la Iglesia de Laodicea (lao: juicio de los pueblos), en la cual se sintetiza de cierta forma lo que desbarata el sueño de Dios, el proyecto de Dios que necesita el sí de la libertad del hombre. Pero ese sí a veces es un no: no quiero, no serviré; y otras veces es un ni. Por eso el tema de la tibieza, que en el fondo esconde un gran egoísmo, fruto quizás de no haber saboreado la verdadera amistad. Hay un conocimiento, una cierta simpatía, una atracción, pero me cuesta lanzarme mar adentro.
El Cardenal Bergoglio nos dice que Laodicea es la Iglesia light, por eso el Señor la amenaza con tanta vehemencia, con vomitarla de su boca. La reprende duramente porque la ama, porque quiere venir a cenar con ella, y sentarla con Él en su trono. En el texto del Apocalipsis, el Señor se presenta como el Amén, como el Testigo fiel y verídico, como Aquél que corrige y reprende porque ama. Nos exhorta a reanimar el fervor y a arrepentirnos, porque quiere estar junto a nosotros, quiere cenar con nosotros. El Señor quiere a la Iglesia de Laodicea consigo, le es muy querida. Y corrije porque ama, y para poder amar más.
Vamos a detenernos en la palabra vómito: es una palabra muy gráfica, de esas que se graban en la memoria; remite a una experiencia que todos hemos tenido en algún momento, cuando hemos comido algo que nos ha caído mal y lo hemos devuelto. El vómito implica rechazo, intolerancia, malestar interior, incluso repulsión.
Dice el Cardenal Bergoglio que el vómito implica un engaño; se vomita lo que se comió con ansias y en cantidad, y resulta que estaba malo. Me entusiasmé, leí cualquier cosa, fui tomando partido por ciertas modas espirituales, me dejé seducir y lo consumí, pero no era buen alimento. En el mercado espiritual, en las góndolas de estas espiritualidades, a veces hay ofertas cautivantes que te entusiasman, pero uno después descubre que no eran buenas. Como cuando uno toma un mate, confiado en que el cebador lo había preparado bien, pero estaba medio frío, tibión, uno descubre al tomarlo que no estaba tan bueno. Por eso, la imagen del vómito nos tiene que hacer pensar y descubrir que este reproche que el Señor le hace a la Iglesia de Laodicea -y también nos hace a nosotros- es porque nos ama.
San Ignacio de Loyola, con mucha sabiduría, cuando nos invita a hacer examen de conciencia, nos propone ponernos en sintonía con el amor de Dios y primero confesar las gracias recibidas. Cuando miramos nuestra conciencia, no es como un contador que hace un listado de debe y haber. Nos ponemos en la presencia de Quien nos ama. No nos mueve el escrúpulo temeroso, sino el amor delicado; no nos mueve la vocación de un cumplimiento (cumplir y mentir), sino la experiencia de haber sido amados. Y entonces descubrimos que también nosotros podemos, como Pedro, decir Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo; pero en ese todo también está mi pequeñez, mi límite, mi debilidad, eso que yo no puedo. Y yo te necesito.
Solo el Señor, que ama profundamente, es el Amigo que puede llegar a decir prefiero tu odio antes que tu tibieza, no puedo soportarte así, tibio. Quizás de un extraño no llame la atención, pero cuando alguien ama con pasión, espera también pasión en el amor del amigo. La tibieza es el gran pecado en la amistad de Dios. No entenderá esta parte del Apocalipsis aquél que quiere jugar especulativamente para lograr un pedacito en el Cielo, para contentarse con llegar allí en el último lugar, como cuando los chicos en el colegio preguntan: “Padre, ¿qué pasa, si yo me porto mal y en el último momento me confieso, voy a ir al cielo?”; y yo no me dejo apretar por esa chicana: “Dios no quiere que entres así, a último momento al Cielo. Dios quiere regalarte el Cielo ya, acá. La misericordia del Señor y su providencia es muy grande, pero alejá de tu corazón esa mente especulativa; en el amor no hay especulación. A Jesús descubrilo ya, desde el primer instante de la vida, que es lo más lindo que te puede pasar.”
La actitud del tibio es como la del oportunista, que siempre está perplejo, tiene miedo a jugarse, por eso su sí es un quizás, un tal vez, mañana; un sí que no es un no rotundo, pero es un ni que no es sí. Y es aquél que siempre está esperando, porque en el fondo su única seguridad son sus propios cálculos. Es el egoísta que ama sus cosas. Soy rico, nada me falta, dice el texto del Apocalipsis. No, no eres rico, te falta lo principal. Es aquél que se sirve de las cosas, que quizás tiene una muy buena vestimenta, pero no tiene vestido blanco. Ha comprado muchas cosas, pero no se ha dejado comprar por la sangre del Cordero.
La tibieza es lo contrario al testimonio, porque el Señor se presenta como el Amén, el Testigo fiel y veraz. A nosotros nos cuesta, no nos aninamos a decir amén; y entonces tampoco nos animamos a amar, tampoco podemos ser referencia para los demás. Andamos dubitativos, temerosos, tristes, porque no lo podemos mirar cara a cara al Señor. Escuchamos la llamada, tendríamos ganas de... pero nos da miedo. Y quizás hasta no me da el cuero para decir no y me voy afuera, sino que me quedo mirando por la ventana, pensando que los otros son los felices, y yo no descubro el gozo de estar con mi Señor. Me quedo en mi tibieza y no me dejo abrazar por un Dios que es Amor, que todo lo hace grande.
Nos acostumbramos a andar en la mediocridad, orillando, no nos animamos a levantar vuelo. Porque tenemos experiencia de nuestro límite, pero quizás nos falta experimentar la grandeza del amor de Dios.
Es muy importante un buen examen de conciencia, porque cuando no lo hacemos bien, corremos el peligro de asustarnos con nuestras propias sombras.
Dice Martín Descalzo en su libro Razones para el amor que el arrepentimiento en el Evangelio es muy sencillo: es un giro de página y un comenzar una nueva andadura. No andar rastreando en el pasado, lamentándose de lo que uno hizo. A veces se confunde el arrepentimiento con la obstinación y la mea culpa. Lo importante es enfilar la mirada hacia Aquél que nos ama entrañablemente, el Señor. Él nos ilumina, Él nos libera de todo miedo, de toda sombra.
No le tengamos miedo a las correcciones que Dios nos hace. Él nos corrige como un padre, como una madre que nos quiere.
Dice el Cardenal Bergoglio que tenemos que tener la capacidad de no andar rodeándonos de tibios y no alejarnos de aquellos que nos pueden corregir. El tibio no soporta el testimonio de los santos, no soporta el fuego que sale de su boca. No nos asustemos que seamos tentados por esta especie de seudo vida cristiana de tibieza, que nos impide encontrarnos profundamente con el Señor. Es normal, al demonio le molesta que nosotros seamos capaces de amar en verdad.
Lo que el Señor nos propone es muy fuerte: Yo estoy junto a la puerta y llamo, si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos. En los capítulos 12 y 13 del Apocalipsis aparece permanentemente esto de oír la voz, porque el Señor consuela con su Palabra, esa Palabra que da vida nueva y permite superar las idolatrías.
Dice el P. Rainero Cantalamessa que la idolatría de los cristianos que nos reconocemos comprometidos es muy sutil. Siempre la idolatría es poner la criatura en lugar de Dios. Puedo poner mi criatura, mi proyecto, mi prroquia, mi homilía, en lugar de Dios. Antes de la gloria de Dios ,estoy preocupado por qué dirán de mí, por eso necesito cambiar de eje. ¿Cuál es mi centro: yo o la gloria de Dios? Para vencer la idolatría, debo permanentemente decir una especie de letanía exorcista: yo no busco mi gloria, yo te busco a ti, Señor. La tibieza se vence con la adoración, con alabanza, con esa certeza de que el Señor vive en mi corazón y que sin Él nada puedo. Señor, yo quiero cenar con Vos y habitar para siempre en tu casa.
escrito por el Padre Alejandro Puiggari
(fuente: www.radiomaria.org.ar)
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