MADRID, domingo 18 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Isabel Orellana Vilches nos ofrece hoy la semblanza de una mujer de origen francés, misionera entre los pieles rojas americanos, cuya arma de evangelización fue exclusivamente la oración y su entrega a los desheredados.
Primera estadounidense canonizada, llevaba inscrito en su nombre de pila el ardor apostólico de dos grandes santos: san Felipe apóstol y santa Rosa de Lima en quienes sus padres pensaron al imponérselo. Un apóstol jamás pone cotas a su acción. Tiempo y edad palidecen ante el torrente de gracia que Dios les otorga para llevar a cabo sus misiones. Rosa tenía 49 esplendorosos años cuando se embarcó en la excelsa misión de sembrar la fe en América. Tres décadas más tarde, a la edad de 72, los pieles rojas de la reserva de otowatomi en Sugar Creek (Kansas) la denominaba «la mujer que siempre reza», hermosísimo apelativo para un seguidor de Cristo y testigo suyo ante el mundo, claro indicio, sin duda, del impacto que les causaba el ejemplo de esta gran mujer.
Había nacido en Grenoble el 29 de agosto de 1769 en una familia acomodada. Su padre, un prestigioso jurista, y su madre la enviaron para que cursara estudios con las religiosas de la Visitación en Sainte Marie d'en Haut. Seguramente ignoraban que la profunda piedad de Rosa, devota del Sagrado Corazón de Jesús, había calado hasta tal punto en ella, que siendo adolescente tenía claro que iba a integrarse en la comunidad religiosa que tan bien conocía. Tan rotunda era su convicción que no dudó en rechazar el matrimonio que sus padres fraguaron para ella cuando tenía 17 años y aunque no contaba con su autorización para hacerse religiosa, a los 18 ingresó en el convento. Eso sí, su padre se opuso a que profesara antes de cumplir los 25. Su vida dio un giro inesperado cuando las autoridades gubernamentales en medio de la convulsa situación política clausuraron el convento y expulsaron a la comunidad. De regreso al hogar paterno Rosa se involucró en acciones caritativo-sociales socorriendo a pobres, enfermos y prisioneros. En 1801 adquirió el convento en el que había ingresado con objeto de dinamizarlo nuevamente, acompañada de otras jóvenes, pero no fructificó.
De modo que en 1804 se unió a la reciente fundación puesta en marcha por santa Magdalena Sofía Barat, las Religiosas del Sagrado Corazón, puso a su disposición el convento y un año más tarde profesó. El Jueves Santo de 1806 en el transcurso de una singular experiencia mística que le sobrevino mientras oraba ante el Sagrado, se sintió transportada al continente americano, desbordada por intensísimo amor alumbrado por la Pasión de Cristo. Un instante sublime que le hizo revivir la gesta de otros insignes misioneros, san Francisco Javier y san Francisco de Regis, entre ellos, dejando su espíritu invadido por la paz y la urgencia apostólica.
La Madre Barat, conocedora de estos sentimientos y otros que bullían en su interior, aconsejó un periodo de espera en el que debía acrecentar su humildad, espíritu de abandono y desprendimiento de sí. Su certero consejo de que las “angustias interiores” únicamente las paliaría “buscando la gloria de Dios”, ayudaron a Rosa a crecer en el sendero de la virtud. Su momento de partir llegó en 1818. El prelado de Luisiana, monseñor Doubourg requería la presencia de las religiosas, y Rosa emprendió el viaje junto a cuatro de ellas. La primera fundación firmemente erigida en una modesta cabaña de madera fue en San Carlos, cerca de San Luis (Mississipi), y a ella siguieron otras cinco, además de la creación de una escuela gratuita. La fe inquebrantable de Rosa brillaba con especial fulgor en medio de las difíciles condiciones a las que hizo frente: miseria, hambre, frío, epidemias, inclemencias meteorológicas… Su espíritu de austeridad y entrega fue en todo momento heroico.
Fue relevada de su misión como superiora general en 1841, y quedó libre de responsabilidades para dedicarse por entero a los indígenas. La salud hartamente quebrantada tampoco fue óbice para responder a la demanda de un jesuita que juzgaba esencial su presencia en la reserva. Se desvivió por los enfermos y erradicó el alcoholismo. No estaba dotada para los idiomas, así que el lenguaje de la oración le permitió suplir esa deficiencia; fue su vehículo de comunicación y con él conmovió el corazón de los indios. Después de un año de intensa entrega entre ellos, dado su precario estado de salud regresó a San Carlos en 1842 y diez años más tarde, el 18 de noviembre de 1852, entregó su alma a Dios. Juan Pablo II la canonizó el 3 de julio de 1988.
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